Ética y responsabilidad en la Administración Pública

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"Honrado. Integro. Moral. Recto. Se afirma de la persona que cumple con sus deberes profesionales; que no comete en ellos fraudes ni inmoralidades: «Un probo funcionario»" (Diccionario María Moliner)

No hay organización cuyo funcionamiento no descanse, en último término, sobre la voluntad y el comportamiento de los hombres y mujeres a los que aquél se encomienda. Aventurar una Administración pública del siglo XXI pensando en los principios burocráticos, organizativos y de control que las nuevas realidades demandan es imprescindible, pero tanto mas es volver a reflexionar sobre las cualidades de las personas que forman parte y dirigen esa Administración. Si nos atenemos a las reformas legislativas de los últimos decenios del anterior siglo podría decirse que respecto de los empleados públicos sólo han preocupado sus cualidades técnicas, sus métodos de selección, su forma de designación y, en una tensión creciente, el papel que corresponde al funcionario profesional y al personal político de confianza.

A finales de los años 90 y, en especial en la primera década de este siglo, el incremento de los casos de corrupción o la proliferación de conflictos de intereses en las Administraciones públicas de todo el mundo occidental, hizo revivir en otras latitudes y también aquí una preocupación por las cualidades y el comportamiento de los funcionarios públicos. Puede resultar paradójico que, apenas tres años después de aprobado el Estatuto Básico del Empleado Público1 (en adelante, EBEP), se vuelva en estas páginas sobre un aspecto de la ordenación de la función pública sobre el que se viene debatiendo durante los últimos quince años. Sin embargo, la sensación es que aún hay muchas razones para seguir prestándole atención.

Si los funcionarios están sujetos en su actuación al principio de legalidad, cuyo incumplimiento arrastra consecuencias jurídicas ¿queda algún un espacio para la ética en el ordenamiento administrativo?

Aunque la ética parezca haber aparecido de pronto en nuestra legislación, lo cierto es que, como intentaré exponer seguidamente, no es tan nueva entre nosotros la atención por las cualidades de los empleados públicos y su capacidad para ser dignos de confianza. Con sus defectos e imperfecciones, lo cierto es que cuando se analiza nuestro derecho de la función pública se advierten algunas preocupaciones por el sentido ético de la función pública. Otros elementos son, es cierto, de nuevo cuño, pues se han incorporado a nuestro Derecho con ocasión de la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público que, no obstante, deja todavía espacio para una acción más decidida en el necesario refuerzo de la calidad de los servidores públicos.

Me voy a referir seguidamente a estos diferentes elementos, analizando sólo algunos aspectos de nuestro régimen jurídico, sin pretender ser exhaustivo. Lo haré intentando hacer compatibles dos ámbitos, ética y normas jurídicas, que aparecen

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entrelazados y que pueden ser complementarios. La doctrina, dejando al lado otras posiciones más críticas, se ha movido entre quienes ponen el acento en el aspecto estrictamente normativo2 y los planteamientos más propios de la ciencia administrativa o de la filosofía. Respetando tales planteamientos, me propongo subrayar que, en muchas ocasiones, la ética o las cualidades éticas del funcionario aparecen como objetivo o finalidad perseguida por la norma jurídica, sin que ese paso a lo normativo nos deba hacer perder de vista ni minusvalorar el fin perseguido. Ello llevará en ciertos casos a extraer las máximas consecuencias de esa apuesta, elevando a mandato jurídico, con efectos plenos y sanciones máximas, un contenido mínimo ético. Por el contrario, en otros casos, la norma jurídica no es sino un mero sustento instrumental o de respaldo al desenvolvimiento de la ética profesional que no pierde por ello su propia naturaleza. Sea con una u otra forma, ahíestán presentes unas bases o fundamentos éticos de la función pública por los que conviene apostar.

Conviene, antes del análisis de los elementos propuestos, salir al paso de algunos prejuicios que surgen, casi como reacción inmediata, cuando entre nosotros se alude a ética, moral cívica, u otros conceptos semejantes. Las reticencias no tienen, por cierto, un solo color político. Desde un lado, se levanta una sospecha contra cualquier utilización de criterios valorativos de la conducta, por miedo a que a través de ellos se introduzca lo que debe formar parte de la moral individual, sea religiosa o aconfesional. Desde el lado contrario, cualquier intento de construir un sistema de valores que pueda sentirse como común por a la ciudadanía y construirse desde las instituciones democráticas se considera bien una intromisión en el ámbito de otras instancias, o bien como un peligro de laicización de la sociedad. Venimos de un pasado difícil y por ello es comprensible tanto equívoco y, en ocasiones, desmesura. Todavía en los primeros años noventa, en mi actuación profesional defendiendo al Estado empleador en los Juzgados de lo Social de Madrid, tuve ocasión de aportar a la Sala el expediente personal de una trabajadora, del que formaba parte el certificado de su adhesión -y la de su familia- a los principios del Movimiento, que fue imprescindible para acceder al empleo público.

Pero, a pesar de tan difícil pasado, va siendo hora de reconocer que "en la Constitución española hay elementos más que suficientes para dar apoyo riguroso a las exigencias de una Ética Pública" (Lorenzo Martín-Retortillo3), advirtiendo, no obstante, de los riesgos frente a los que hay que estar prevenidos en su definición4. También en el ámbito de la aplicación del derecho aparecen llamadas a ese común entendimiento de los valores de la sociedad, más allá de la pura legalidad. Valgan un par de ejemplos. El Tribunal Constitucional, en su sentencia 151/1999, de 14 de septiembre, aludirá a la exigencia de "cierta ejemplaridad social a quien ejerce cualquier función

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pública", o "las reglas éticas de la neutralidad y la transparencia". De forma más genérica, el Tribunal empleará, incluso, la expresión moral cívica de una sociedad abierta y democrática en relación con la libertad de expresión (STC 235/2007).

Al aludir a la ética de la Administración pública me ocuparé fundamentalmente de los funcionarios o empleados públicos, dejando al margen lo que concierne a los miembros del Gobierno y los altos cargos, a los que el ordenamiento jurídico español ha preferido dar un trato diferente. Ello no significa que no me parezca relevante su papel en la regeneración de nuestra Administración. Antes al contrario, difícil será la lucha por una ética profesional del funcionario público, si quienes están constitucio-nalmente llamados a dirigir la Administración no son rigurosos y ejemplares en su comportamiento. Sin embargo, como distingue la Constitución, Gobierno y Administración son instituciones distintas y también lo son la ética del político y la del funcionario profesional, sometidos, además, a diferentes sistemas de responsabilidad y de rendición de cuentas de sus actos. Insisto que me parecen capitales las exigencias que debemos imponer en el nivel de la "confianza política", pero creo que es fundamental lo que se pueda hacer en relación con los empleados públicos, porque su carácter profesional, en el mas amplio sentido del término, pueden ser también la mejor medida preventiva contra cualquier tendencia o desviación en el comportamiento de quienes los dirigen.

Paso ya, sin más preámbulo, a repasar esos aspectos de la preocupación por la ética de los funcionarios. Alguno de ellos nada explícito, como es el referido a los requisitos de acceso a la función pública y la rehabilitación del funcionario. Otros lo son de forma abierta y han cobrado actualidad como los denominados códigos de conducta. Mi propósito es también llamar la atención sobre el camino que debiera explorarse en dos ámbitos todavía poco transitados: la formación en ética profesional y la resolución de los conflictos de intereses de los funcionarios. Se trata en todos los supuestos de mecanismos que, a mi entender, demandan ser intensificados en una Administración pública que debe reforzar su legitimidad no sólo por la vía del Derecho o de la eficiencia sino, también, de la autoridad moral de quienes ejercen las funciones que tiene encomendadas.

I La preocupación por las cualidades eticas al regular la capacidad para el acceso a la función pública

Aunque haya sido raramente advertido, al regular las condiciones de capacidad o requisitos para el acceso al empleo o a la función pública, nuestro derecho ha prestado tradicionalmente atención a la conducta previa del aspirante. Manifiesta así el legislador...

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