Ética de la administración

AutorManuel Villoria Mendieta
Páginas155-235

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1. Introducción
1.1. Ética aplicada

La ética es una de las principales fuerzas que mueven al ser humano a obrar. A primera vista presenta un carácter paradójico. Por un lado se pretende que la acción basada en motivos éticos sea de carácter autónomo, es decir, que el sujeto actúe según una regla que se da sí mismo; por otro, se exige que dichas reglas morales sean de carácter universal. Ahora bien, ¿cómo es posible que todos queriendo de una forma independiente quieran lo mismo?

Aquí entra en escena la fundamentación de la moral. Ya hemos visto que para Hume, la posibilidad de la universalidad de la moral reside en un sentimiento compartido por todos los hombres, o que al menos deberían compartir. Para Kant, sin embargo, el fundamento de la moral debe residir en la razón, la cual, según el filósofo de Königsberg, es la única instancia del hombre que puede dotar de universalidad a las reglas de conducta.

Según Tugendhat, en cambio, es la voluntad de cada individuo la que abre la posibilidad de una moral universal. Solo en la medida en que alguien quiera comprenderse moralmente, solo si quiere formar parte de la comunidad moral en la que se formulan exigencias mutuas, puede darse reglas morales universalmente exigibles. El «yo quiero» que subyace al «yo tengo que» tiene como consecuencia que asumo la autonomía inherente al ser humano adulto (tugendhat, 2001, 92).

La actitud del hombre moral se resume, según esta concepción, en la aceptación libre de la perspectiva en la que los hombres pueden juzgarse y actuar según unas reglas mutuamente exigibles para

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alcanzar el bien dentro de una sociedad determinada. Por otra parte, esta autonomía, el propio querer asumir unas normas válidas para uno mismo y para los demás, orientadas a la consecución del bien, ubica la moralidad en la subjetividad de las personas. Este «yo quiero» moral que genera el compromiso y la fuerza de actuar según unas normas de cuyo cumplimiento se está convencido contribuye a un mayor grado de bien en el conjunto de la sociedad. Naturalmente, este compromiso interno que nos lleva a adoptar un comportamiento moral está condicionado por el tipo de sociedad de la que la persona forma parte, pues la moral, por muy interno que sea su origen, trata fundamentalmente de nuestras relaciones con los demás. Inevitablemente el grado de compromiso moral se verá siempre afectado por la estructura social a la pertenezca el individuo que se ha comprendido moralmente. La moral, en cualquier caso, tiende a ser una fuerza de obligación que nos damos nosotros mismos para facilitar la vida en común a la que todos los hombres estamos abocados y que está regida por el Estado.

Sin embargo, la ética no muestra una cara única. Como guía interna de la conducta humana, que tiende a evitar el daño y lograr el bien, adquiere diversas configuraciones según la posición que el individuo adopte en la sociedad. Siguiendo la pauta general de la ética de alcanzar la justicia, cada papel social hace una interpretación de la moral, adaptándola a las funciones y a las relaciones con los demás que impone al sujeto dicho papel. Así, dentro de la familia no se puede esperar las mismas acciones de un padre justo o de un hijo justo. Nadie pide lo mismo a un padre o a un hijo para llamarle justo. Pero a todos les pedimos un sentido de justicia dentro de su posición. Lo mismo ocurre con las profesiones, que implican diferentes actividades y determinan diversas relaciones con los demás. Entendida como un compromiso adquirido por los individuos que quieren vivir en sociedad, la ética adquiere diversas formas y se extiende a través de los diversos aspectos de la existencia humana. De esta manera, cada profesión posee en mayor o menor medida una dimensión ética que no es posible soslayar. No hay profesión que pueda ser reducida a la mera técnica que le permita hacer bien su trabajo. Por técnica que sea una actividad siempre deja un espacio a la consideración ética. Un deportista, por ejemplo, no se reduce a su habilidad a practicar su deporte; debe conocer también los límites a los que someter su cuerpo para alcanzar un máximo de rendimiento y no sobrepasarlos ilegalmente. También la práctica misma exige unas relaciones con los demás deportistas y la sociedad que vienen

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modeladas por consideraciones éticas al estar fundamentadas en ciertos valores.

Por esto, cuando alguien se pregunta por la calidad de una profesión, no es posible reducir la respuesta a consideraciones de tipo meramente técnico, es decir, el que más «excelencia» muestre al conseguir el último objetivo establecido por la profesión. Pues no es el banco que más beneficios obtiene ni el deportista que más triunfos cosecha el mejor si en su camino ha utilizado el fraude, el soborno o la extorsión. Por esto, todos han de preocuparse por la ética, la cual no es una materia totalmente diferente que solo dependa del status del empleo de cada uno. Sin embargo, ciertos factores influyen en las diferentes maneras en que la ética se aplica en diversas circunstancias (geuras y garofalo, 2011, 16).

1.2. Integridad, ética aplicada y administración pública

La palabra integridad proviene del latín ínteger (entero)1y es usada en diversas áreas de conocimiento con significados diversos, pero casi todos ellos vinculados a la idea de algo no dañado, algo que no ha perdido su entereza. Cuando se utiliza desde la ética, la integridad se refiere no sólo a un rechazo a embarcarse en conductas que evaden la responsabilidad, sino también a una búsqueda de la verdad a través del debate o el discurso. De acuerdo con Carter (1996: 7-10), la integridad requiere la formalización de tres pasos:
1) El discernimiento de lo que está bien y lo que está mal; 2) la actuación de forma coherente con los resultados del discernimiento, incluso con coste personal; 3) la declaración abierta de que se está actuando de forma coherente con lo que se entiende como correcto. La integridad sería, así pues, una virtud que garantiza que las acciones se basan en un marco de principios internamente consistente. Una persona que actúa de forma íntegra deriva sus acciones y creencias del mismo grupo de valores esenciales; en ella existe una solidez que se deriva de su honestidad y la consistencia de su carácter. En suma, afirmamos de alguien que es íntegro/a cuando cree-mos que esa persona actúa de forma coherente con los valores, creencias y principios que afirma sostener.

Según Aristóteles (1985) en el Libro II, Cap. VI, la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, y que está

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regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio. La virtud es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto y que cuando se posee, permite vivir como un ser social, un ser que facilita la vida en común. En consecuencia, aceptando esta concepción aristotélica de la virtud, podríamos decir que la integridad, para que sea virtuosa, debe situarse en un justo medio que le aleje de los excesos y de los defectos. La palabra integrismo procede de la misma raíz y expresaría el exceso en la concepción de la integridad, sería un modelo de integridad en el que la coherencia absoluta entre principios y conducta se convierte en razón vital, en el «logos» de la propia existencia, de mane-ra que incorpora una comprehensividad ética que llega a negar la posible existencia de otras formas de entender el bien y que repudia cualquier principio, regla o práctica social que no sean las que marca la propia concepción de la vida buena. Normalmente, el integrismo está vinculado a ideas tradicionalistas del origen y ejercicio del poder y a interpretaciones radicales y carentes de matiz de los textos sagrados, por lo que lleva a menudo a posiciones políticas y religiosas fanáticas. Por su parte, la hipocresía expresaría la actitud defectuosa con relación a la integridad; pues la hipocresía, con su doble moral, se caracteriza por la falsedad en el actor, el cual, aunque afirma unos principios y expresa su adhesión a los mismos, incluso mostrando indignación ante su incumplimiento, en su vida privada los incumple sistemáticamente, sobre todo cuando está libre de control social.

La exigencia de la «integridad» como una virtud esencial para los servidores públicos se justifica mejor si se utiliza para ello la teoría de Alasdair MacIntyre sobre las virtudes sociales; este autor, en su obra After Virtue (1984), nos aporta un marco teórico de las virtudes exigibles a cualquier forma de actividad humana cooperativa. Para este autor, los seres humanos nos embarcamos en actividades cooperativas que se denominan prácticas, y dentro de las prácticas están las profesiones; una actividad humana es una práctica cuando reúne una serie de requisitos, como el reconocimiento social, el requerimiento de destrezas técnicas, la complejidad, la existencia de unos principios y valores vinculados tradicionalmente a la actividad técnicamente exigible, la cooperación, etc. (cooPer,1987).

Cuando hablamos de ética en la...

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