La estructura principial del Derecho Penal y su relación con el sistema político.

AutorEliseu Frígols i Brines

CAPÍTULO IV. LA ESTRUCTURA PRINCIPIAL DEL DERECHO PENAL Y SU RELACIÓN CON EL SISTEMA POLÍTICO

En este capítulo pretendo realizar una breve introducción que ayudará a situar el análisis que, con posterioridad, se pretende llevar a cabo sobre la influencia del plano constitucional en la determinación de la norma penal aplicable desde una perspectiva temporal.

El objeto de esta introducción no es otro que el intento de poner de relieve la importancia, el fundamento y el desarrollo que los principios penales en general, y en particular los que afectan a la materia de la aplicación temporal de las normas penales, han jugado y juegan en esta disciplina. Pero esto se llevará a cabo por una vía que, si no es original, al menos es poco frecuente: se trata de mostrar la génesis histórico-política de los mismos para, de ese modo, exponer a la vez su relatividad y abogar para que sigan siendo protegidos, pero desde una perspectiva que ayuda a ver que no son intocables y deben ser defendidos activamente.

Por otro lado, ello contribuirá a sacarlos de su estado actual de hipóstasis, para mostrar así qué vinculaciones presentan en la aplicación concreta del Derecho penal, sobre todo en materia de aplicación temporal.

Para ello es necesario partir de un concepto jurídico-político esencial en la cultura jurídica occidental: el de Estado de Derecho.

1. La idea del Estado de Derecho como poder sometido a límites: discusión sobre la vigencia y la actualidad de las ideas contractualistas

Aunque la expresión Estado de Derecho es ciertamente un término introducido en el vocabulario jurídico español a partir del término alemán Rechtsstaat, no se puede estar en absoluto de acuerdo con Böckenförde cuando dice que «también aquello que trata de designarse con este concepto es una creación del pensamiento alemán sobre el Estado»7.

A mi juicio, se trata ésta de una grave inexactitud histórica8, puesto que elementos como el de la soberanía popular, que se suelen entender estrechamente unidos a la idea del Estado de Derecho9 –independientemente de cómo se la denomine con exactitud– hallan sus inicios más remotos en la Edad Media, con los primeros intentos de legitimar los gobiernos en la voluntad popular, en lugar de mediante la divinidad10.

Sin embargo, el origen de una concepción semejante a la propugnada con posterioridad comienza a hallarse en los autores liberales y protoliberales que, desde diversas concepciones ideológicas –democráticas o no, algunas más progresistas, otras más conservadoras–, expresan el pensamiento político de una clase social, la burguesía, que comienza a tener un protagonismo económico pujante, pero cuyo poder político es todavía muy reducido.

Así, los mismos autores que desarrollan el «Derecho natural racional» son los que poco a poco irán depositando las bases para el nacimiento del denominado Estado de Derecho.

Pero, si la característica principal que separa los pensadores medievales de los modernos no es ni tan sólo el hecho de la defensa de la legitimación popular de los gobiernos, ¿dónde se halla dicha diferencia, y qué relación tiene ésta con el nacimiento del llamado Estado de Derecho?

Desde mi punto de vista, la distinción entre la concepción política medieval y la concepción moderna se halla en dos cuestiones fundamentales: por un lado, en la idea de Estado, que nace a partir de la centralización del poder en el rey y en el paulatino fin del feudalismo, y que dará lugar en Europa a las monarquías absolutas; por el otro, y ya en el ámbito de la teoría política –pero como reflejo de la nueva realidad social que supone la burguesía–, la idea del contrato social como fundamento de la comunidad política11. Este planteamiento, se le debe imputar sin duda a Hobbes puesto que, hasta en el caso que no fuese el primero en exponerlo, fue el que le dio carta de naturaleza en la teoría política12.

El planteamiento contractualista ha sido desde ese momento el leit motiv de la teoría política occidental, y ha sido claramente el fundamento de nuestras actuales democracias13, puesto que el testigo de Hobbes fue recogido más tarde por Grocio, Locke, Pufendorf y Rousseau y, a partir de ellos, se convierte en un tópico imprescindible para todos aquellos que pretenden abordar la materia política.

Aunque las razones para abordar el Estado de naturaleza por unos y otros autores es diferente, desde mi punto de vista es posible identificar dos razones principales por las que se adopta esta perspectiva: en primer lugar, porque solamente partiendo de un estado de naturaleza se puede argumentar que los hombres son todos iguales entre sí, siendo en la realidad tan evidentes las desigualdades que los separan, y que constituían el día a día de las relaciones sociales14; en segundo lugar, que sólo de esta forma se podía defender sin ambages la libertad individual, que en la sociedad medieval y moderna se hallaba tan rígidamente reprimida por estructuras sociales y económicas.

Así, si los hombres eran libres e iguales, las restricciones a dicha libertad e igualdad sólo podían justificarse por la obtención de otra ventaja que las compen- sara: la seguridad.

Es precisamente este razonamiento, que se puede seguir perfectamente en la obra de Hobbes15, lo que fundamentó, sin más apelativos, el Estado de Derecho, al mismo tiempo que presenta un rudimentaria imagen de las relaciones existentes entre el poder político y sus fuentes de legitimación.

A mi juicio, el planteamiento político en el que se fundamentan nuestras sociedades actuales no ha variado profundamente desde el presentado por Hobbes, aunque sí que se puede decir que ha sido paulatinamente refinado, sobre todo en aquello que se refiere a la cantidad y a la calidad de las fuentes de legitimación del poder político.

Dicha evolución corre también paralela a la introducción de determinados adjetivos que califican el sintagma «Estado de Derecho», y que no son otra cosa que nuevas fuentes de legitimación del poder estatal: aquellos que determinan el Estado de Derecho como social –frente a la deslegitimación que suponían los efectos del capitalismo salvaje, y frente al naciente modelo comunista– y democrático –con la extensión de una democracia formal, frente a las «democracias populares» de los Estados de socialismo real–16.

Pero, además, el contractualismo continua presente en nuestra teoría política en la obra de relevantes pensadores actuales como Rawls, Nozick o Buchanan, desde planteamientos fundamentalmente distintos.

Vista la importancia efectiva que tienen estos elementos en la historia y la reflexión jurídico–política de nuestros modelos sociales contemporáneos, creo que se puede abordar ya la cuestión que se pretende tratar en este apartado: la idea del Estado de Derecho como poder sometido a límites y la vigencia del contractualismo, y cómo afecta todo ello al Derecho penal.

El Derecho penal, tal y como se entiende en la actualidad, es el Derecho penal liberal. Antes del nacimiento de la teoría política liberal, el Derecho penal también existía –por ejemplo, el Derecho penal medieval o el que se aplicaba en la época moderna–, puesto que se cumplía con la finalidad última de éste: la limitación de la violencia social mediante el castigo por parte de las autoridades de las infracciones más graves del orden jurídico de una determinada sociedad17.

Sin embargo, el desarrollo de la teoría política liberal actúa sobre dos frentes: por un lado, le otorga una importancia creciente al ser humano como individuo de cara a la sociedad, con lo que las reacciones brutales que habían caracterizado el Derecho penal hasta ese momento aparecen ahora como absolutamente inaceptables como método de protección social, ya que violaban claramente el valor –creciente– de la persona18; por el otro, esa importancia del individuo lleva a cuestionarse la legitimidad de una sociedad dominada por oligarquías, que no se corresponden con la defendida imagen del hombre como ser libre e igual que sostienen la mayor parte de teóricos burgueses, lo que lleva a ataques cada vez más fuertes contra la monarquía absoluta y los residuos feudales de la sociedad.

Con ello se logra, en primer lugar, una progresiva racionalización de la violencia estatal que supone el Derecho penal –que comienza en muchos casos durante los períodos de monarquía absoluta, mediante lo que se denominaron «monarquías ilustradas» o «despotismo ilustrado»– y, en segundo lugar, un movimiento político, de una fuerza cada vez mayor, que tuvo como resultado las revoluciones burguesas, cuyo paradigma es la Revolución Francesa.

Éste es el origen del Derecho penal liberal: una racionalización del uso de la violencia estatal19, con una reducción del número de penas y la humanización paulatina de la aplicación de las restantes20, la creación de toda una serie de garantías procedimentales para los encausados, que crecen a la par que los derechos civiles y políticos –destacando sobre todo la prohibición de la tortura como método de investigación– que los ciudadanos pueden utilizar para controlar y protegerse del Estado; y, al mismo tiempo, la creación de un concepto de delito basado en la lesión de bienes jurídicos, con lo que se pretende acotar el número de conductas punibles a aquellas realmente peligrosas para dichos bienes y eliminar los delitos basados en la mera desobediencia formal.

La otra cara de este Derecho penal liberal se encuentra en que este nuevo Derecho penal más humano y garantista se encuentra también limitado, gracias al triunfo de las revoluciones burguesas, por el monopolio de la creación de la ley, que posee el Parlamento, órgano que según la teoría política burguesa debe representar la voluntad popular –aunque se haya tenido que esperar al siglo veinte para que el sufragio fuese universal y se dejase votar a las mujeres–.

El éxito de la teoría política liberal –también de la teoría económica liberal, y no parece posible, al menos en una primera instancia, separar la existencia de ambas21– ha sido el éxito...

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