¿Es necesaria (y posible) una nueva naturalización del derecho?

AutorCamilo Cela Conde/Atahualpa Fernandez
CargoProfesor de Antropología y director del Laboratorio de Sistemática Humana de la Universidad de las Islas Baleares, 'Fellow' de la American Association for the Advancement of Science' (sección de Biología) 1999 y miembro del Center for Academic Research and Teaching in Anthropogeny, Salk Institute & University of San Diego/Profesor Doctor...
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Introducción

La respuesta a la pregunta del título es, a nuestro juicio, afirmativa al menos en parte. La doctrina jurídica tradicional, y en particular la filosofía del derecho se interrogan desde los primeros balbuceos del pensamiento occidental acerca del modo como las reglas sociales y las normas jurídicas surgen y se imponen en la sociedad, algo que lleva de forma directa a la cuestión acerca de la manera como esas reglas y normas se legitiman. Durante siglos se ha mantenido viva la tesis de que el ser humano es sociable por naturaleza y, por lo tanto, sólo en la sociedad organizada alcanza el individuo su más plena y perfecta realización. Así, las normas y la organización sociopolítica serían una secuela necesaria del propio ser del hombre, la dimensión o componente inmanente de su naturaleza moral y racional.

Con la llegada de la época moderna entró en crisis esa justificación teleológica y metafísica del orden social y de sus normas. El ser humano dejó de verse a sí mismo como puro autor racional de un guión pre-escrito y prescrito con anterioridad y se convirtió en el autor de su propia vida y sus realizaciones sociales. Se mantiene hasta nuestros días la idea común de que no hay sociedad sin

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normas pero las normas, con la modernidad, ya no son la expresión de ningún fin (teleológico o transcendente) preestablecido sino un producto propiamente humano, contingente y variable.

Ese avance ontológico que devuelve al ser humano su sentido autónomo condujo a un sesgo culturalista que se mantiene aún. Las tradiciones jurídico-filosófica y de la ciencia del derecho aún predominantes consideran a los humanos bajo una perspectiva cultural; de forma paradójica, la “paleonaturalización” que supuso librarse de la trascendencia divina se ha trasladado al rechazo de cualquier otra relación de dependencia, incluida la biológico-genética. No es necesario recurrir a la “falacia naturalista” que enunció el pensamiento analítico dentro de la filosofía moral –resuelta de manera convincente por Hare (1979)— para reconocer que hay una forma dominante de pensar que se resiste, incluso con cierta fobia, a aceptar el hecho de que los humanos somos una especie biológica. En el ámbito jurídico es común el relegar a un segundo plano —o simplemente dejar de lado— la consideración de la naturaleza humana evolutivamente fijada como elemento significativo. Eso implica desentenderse de la estructura y funcionamiento material del cerebro humano que, como veremos de inmediato, supone una fuente de instintos y predisposiciones que, de manera directa o indirecta, condicionan y limitan nuestra conducta, nuestros valores y juicios morales y los vínculos sociales relacionales que establecemos.

De tal suerte, la correlación entre el fenómeno jurídico y la naturaleza humana se ha convertido en un problema teórico de difícil solución que resulta central en las más avanzadas filosofías y teorías sociales normativas. No se trata, después de todo, de un problema de poca importancia reducible a un mero ejercicio académico para los juristas y filósofos. El proceso de realización del derecho (de su elaboración, interpretación y aplicación) es uno de los más problemáticos entre todas las empresas ius-filosóficas. Y la elección de una de las dos formas de abordar el derecho, las que podríamos llamar “clásica” y “neonaturalista” —por distinguir esta última de los iusnaturalismos históricos—, supone una diferencia relevante en el modo como nos vemos a nosotros mismos como especie, establece una medida para la legitimidad y la autoridad del derecho y de los enunciados normativos, y determina, en última instancia, la conducta y el sentido del raciocinio práctico ético-jurídico.

Recordemos de paso que cuando los operadores jurídicos abordan el estudio del comportamiento humano y del derecho tienen por costumbre sustentar la presencia de diversos tipos de explicaciones —como las sociológicas, antropológicas, normativas o axiológicas— limitándolas y ajustándolas a las perspectivas de cada una de las respectivas disciplinas y materias de conocimiento sin considerar siquiera la posibilidad de que exista una explicación integrada de la juridicidad y de su proyección metodológica. La tarea multidisciplinar es la otra cara de la moneda en las carencias que lastran la teoría del derecho actual. Si se sitúan al margen de las ciencias naturales, tanto al derecho como a la ética les faltan bases de conocimiento verificables acerca de la condición humana, de la mente y del cerebro, que son por otra parte indispensables como veremos para obtener predicciones de causa y efecto —bien es cierto que aun parciales y llenas de dudas y lagunas— en el terreno de los juicios.

1. La perspectiva naturalista

La justicia es un valor o concepto abstracto muy difícil de definir; más aun si el propósito es el de buscarle raíces empíricas. No hay nada físico ni tangible a lo que podamos llamar justicia. Forma parte del mundo de las relaciones, no del mundo físico de los objetos. Pero eso mismo sucede con cualquier constructo mental. No hay nada inherente a una persona que no dependa de un cerebro que lo perciba y lo procese. Nuestro entorno, el humano, es un mundo de relaciones entre cerebros y mentes, con lo que la tarea de encontrar en nuestra naturaleza el núcleo duro aunque parcial, los fundamentos naturales y neurobiológicos de los valores humanos, constituye un buen ejemplo de las posibilidades que brinda la naturalización del derecho.

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De acuerdo con una perspectiva neonaturalista, frente al tradicional concepto del sujeto como individuo moral y portador de una racionalidad casi absoluta el ser humano se concibe como el resultado conjunto de un proceso biológico de hominización y un proceso histórico de humanización. Ya no somos portavoces de una racionalidad (o divinidad) de alguna forma transcendente que se nos impone y convierte nuestras vidas y sociedades en la realización de un fin predeterminado. Pero tampoco estamos libres de determinaciones que matizan los cambios por los que podemos adentrarnos. Nos consideramos una especie evolucionada que descubrió que determinados comportamientos y vínculos sociales son necesarios para resolver los problemas adaptativos relativos a la supervivencia, al éxito reproductivo y a la vida en comunidad, aceptando la necesidad de asegurarlos y controlarlos mediante un conjunto de normas y reglas de conducta. El sujeto moral ha dado paso al ser humano producto de la evolución por selección natural: al individuo como resultado de todo aquello que aprende y memoriza no solo a lo largo de su vida/cultura propia sino también de lo que la especie aprendió, memorizó y heredó en forma de códigos al largo del proceso evolutivo.

Desde el punto de vista teórico es posible imaginar un modelo que atraviese las escalas del espacio, del tiempo y de la complejidad, uniendo los hechos aparentemente irreconciliables de lo social y lo natural, siempre y cuando la emergencia del fenómeno jurídico se sustente en un modelo darwiniano prudente —en el sentido de no cerrado sí mismo como sucedería con los excesos de los modelos adaptacionistas extremos— de la naturaleza humana.

Dicho de otro modo, para una comprensión más adecuada del comportamiento normativo parece necesario ver la moralidad humana como el producto de la historia evolutiva que nos precede, lo que antes hemos llamado proceso de hominización, Se trata de una historia que cuenta con antecedentes en otras especies (de Waal, 2013). Lejos de ser una tabula rasa difusa, la arquitectura cognitiva humana es un mosaico de vestigios cognitivos de los estados antiguos de la evolución humana, previamente adquiridos por homínidos ancestrales.

2. El alcance de las relaciones entre naturaleza y cultura

Como decíamos, una naturalización adecuada de la teoría del derecho obliga considerar de manera conjunta pos procesos de hominización y humanización. Una simplificación radical atribuiría los rasgos de nuestra “naturaleza” al primero y los de nuestra “cultura” al segundo pero, como sostenemos en estas páginas, resulta imposible...

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