Sobre contigüidades epistemológicas: antropología e historia

AutorEloy Gómez Pellón
Páginas84-96

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Introducción

A veces no resulta fácil comprender hasta qué extremo las tradiciones científicas y académicas afectan al desarrollo disciplinar de los campos del saber. Entre la historia y la antropología se ha dibujado en el pasado una frontera cuya justificación procede de dudosos criterios epistemológicos. Tras el descubrimiento continuado por parte de los europeos de de las sociedades exóticas en los siglos de los descubrimientos geográficos, contrapusieron este mundo desconocido a otro civilizado, separando lo que no eran más que realidades parejas y concomitantes. Aunque parezca increíble, el positivismo, lejos de poner en cuestión esta cesura, ahondó en ella y de este modo en el siglo XIX quedaban científicamente establecidos, y académicamente sancionados, dos ámbitos de conocimiento aparentemente distintos desde entonces. Bajo este signo diferenciador, a lo largo de las dos últimas centurias se han gastado muchas energías en buscar cuantas explicaciones permitieran comprender la distinción entre la antropología y la historia.

1. Cuestiones epistemológicas

Ciertamente, a menudo se ha hablado de la oposición entre sociedades primitivas y civilizadas y de la existente entre sociedades sin estado y sociedades con estado. Por otro lado, también se ha marcado la diferencia entre sociedades sin escritura y sociedades con escritura, derivándose de esta visión dos maneras distintas de abordaje en el campo de la investigación, es decir, el que se hace desde la antropología y el que se realiza desde la historia. Y, sin embargo, es obvio que detrás de toda esta supuesta evidencia no hay más que una apreciación que podemos llamar heurística, reductible a una mera convención. Ahora bien, en la práctica, y corriendo el tiempo, las fronteras teóricas entre la historia y la antropología han terminado por difuminarse en el marco de un proceso de progresiva racionalidad. El objeto último de la historia y el de la antropología se hallan tan cercanos que hasta pudiera pensarse que son coincidentes en determinados aspectos. Es verdad que mientras la historia ordena los aconteceres de las sociedades con escritura, es decir las sociedades que convencionalmente se han llamado civilizadas, la antropología durante mucho tiempo se interesó por el ordenamiento de las culturas exóticas, carentes de escritura y de civilización. Se partía para ello de una idea ilustrada que, con el paso del tiempo se ha mostrado radicalmente falsa: que había dos tipos de humanidad y que, en función de los mismos, debían existir estrategias de conocimiento científico diferentes.

Por otro lado, y debido a razones de construcción de las disciplinas, mientras que la historia tomó desde el principio bien al individuo o bien a los sucesos singulares como unidades de estudio, la antropología dirigió su mirada a la sociedad como unidad de conocimiento, al percatarse esta última de que lo social era irreductible al individuo. De otra manera, al tiempo que la antropología hizo del método comparativo la clave de su existencia, bajo la premisa de que era posible establecer analogías sobre sociedades diferentes, no sucedió lo mismo con la historia. En este sentido, no han sido pocos los historiadores que siguiendo la renovación introducida por el movimiento de los Annales han adoptado una visión antropológica de la historia, mirando más hacia lo social que hacia lo individual, y más hacia lo estructural que hacia lo coyuntural, y más también hacia lo substancial que hacia lo adjetivo. Es evidente que después de los Annales ya nada volvió a ser igual en el ejercicio del oficio de historiador. La cronología, la individualidad y la política dejaron de ser las referencias inexcusables sobre las que los grandes teóricos decimonónicos, como Niebuhr, Ranke, Mommsen, Buckhardt, Tocqueville, Michelet,

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Fustel de Coulanges, Maitland y otros, habían levantado el edificio de la historia. Esta última, la historia, había dejado de ser una manera lineal de ver un fragmento del pasado, sustanciada en acontecimientos seleccionados y en individuos concretos, ajena a la cultura objetiva de la época. Por el contrario, los Annales d’Histoire Economique et Sociale inauguran a partir de 1929 una época, liderada por M. Bloch, L. Febvre y F. Braudel, en la cual la mirada del historiador recae con toda la fuerza sobre el conjunto de hombres y mujeres que, anónimamente, han hecho la historia, y sobre las instituciones que la han vertebrado o, si se quiere, sobre una forma de percibir el pasado de las sociedades humanas, defendida con pasión algunas décadas después por J. Le Goff (1977), que se acercaba y convergía con el característico punto de mira que los antropólogos adoptaban para analizar las sociedades que alimentaban su relato científico.

En los países anglosajones sucedió algo parecido y la perspectiva de los historiadores de comienzos del siglo XX se fue difuminando paulatinamente. En la primera mitad del siglo XX, Toymbee insufló vida a una historia más preocupada por la cultura que por las individualidades, a pesar de la fuerza con la que esta última había atraído a los historiadores con anterioridad, mostrando el sabio historiador inglés la faz de una historia que lograba seducir a la antropología. Un célebre historiador alemán de esta época, E. Kahler (1964: 24-25), diría muy acertadamente: «Para que sean historia, los acontecimientos deben, en primer lugar, estar relacionados unos con otros, formar una cadena, una corriente, continua. La continuidad, la coherencia, es el requisito previo, elemental, de la historia. Y no solo de la historia, sino de la más sencilla narración». De alguna manera, la historia daba pasos en sentido contrario a los que la antropología había dado en el pasado, pero en idéntica dirección, para encontrarse con la historia. Así sucedió con F. Boas en Estados Unidos y con su manera de ver y sentir el particularismo histórico desde finales del siglo XIX. Pero así aconteció, igualmente, en la primera mitad del siglo XX, cuando la antropología inglesa corrió al encuentro con la historia, arrastrada por E.E. Evans-Pritchard, hallando muy pronto la colaboración de M. Douglas, J. Goody y otros integrantes del epígono de la escuela británica de antropología, en cuyo seno, justamente, prendió la obra de Carmelo Lisón.

La antropología, por su parte, no ha cesado de luchar por un comparativismo que la ha acompañado desde sus orígenes, ni ha dejado de buscar lo general en lo particular, aunque tampoco haya logrado deshacerse de muchos de los condicionamientos que ya estuvieron presentes en sus inicios: su culto al exotismo y su preferencia por las manifestaciones inconscientes u orales. Pero, por encima de todo, los problemas inherentes a la universalidad y a la unidad del género humano han primado sobre cualquiera otra preocupación. Es evidente que un antropólogo no puede renunciar a aprehender la dimensión histórica de las sociedades que estudia. Sincronía y diacronía son para él perspectivas que se complementan. Al fin y al cabo, en lo que a los antropólogos se refiere, su imperativo categórico viene dado por la compulsión a poner por escrito un relato que a menudo es oral, pero que eventualmente puede hallarse escrito e inscrito en el pasado. Hállese como se halle, de una manera o de la otra, la plasmación antropológica del material etnográfico es la máxima y, como dice J. Goody (1986), las servidumbres que genere serán comparables.

¿Es, acaso, discernible la frontera nítida y precisa entre lo tradicional y lo moderno? Probablemente, más bien no. Todas las sociedades que se han ido conociendo son tradicionales y modernas al mismo tiempo. Poseen culturas híbridas y están sujetas al cambio con heterogénea intensidad. Eso significa que todas las sociedades, sean «frías» o «calientes» (Lévi-Strauss, 1964), poseen una memoria colectiva y que ésta resulta indispensable para poder entenderlas. El presente es en buena medida el fruto sazonado del pasado. Más todavía, lo sustantivo es que las sociedades humanas, por ser tales, son

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sociedades dotadas de cultura, y es este último el verdadero y único objeto de la antropología social. Dicha cultura, por definición, ha sido transmitida a lo largo de sucesivas generaciones mediante complejos procesos de aprendizaje. La coherencia de una cultura no se halla, como durante mucho tiempo se pensó por parte de los antropólogos, herederos del pensamiento durkheimiano, en un rígido organicismo. Por el contrario, en una cultura hay mucho de diversidad (pasado y presente) y de tensión.

Es así que la diferencia entre la antropología y la sociología, o entre la antropología y la historia, no es tan obvia como se suele señalar. Y si la antropología implica la comprensión de una cultura, constituida por normas, valores y creencias, el antropólogo tendrá que recurrir a cuantos medios se hallen a su alcance. Con E.E. Evans-Pritchard comenzó a desmoronarse toda una tradición científica y académica que se remontaba, cuando menos, a los tiempos de E. Durkheim (1895: 145-149), aunque la antropología de aquél sea tributaria de la de éste en buena medida. Ni las leyes sociales podían ser análogas a las biológicas, ni la separación entre la historia, la antropología y la sociología era tan evidentes, por más que Malinowski o Radcliffe-Brown lo hubieran dado por sentado. Por el contrario, Evans-Pritchard (1962: 44-67) situó la antropología en el centro de las humanidades, junto a la historia y la filosofía, dispuesta a descubrir los sistemas simbólicos que anidan en las sociedades, pasadas o actuales. De ahí que la historia adquiera valor especial para la antropología: el tiempo pasaba a ser una clave especial de la estructura. No cabe duda de que con Evans-Pritchard la antropología, abogando por la diacronía, adoptaba una dimensión diferente...

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