Emilia sale de su jardín: la silenciosa conquista del espacio público por las artistas de la casa

AutorLaura Sanz
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas81-102

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Hacia 1465, el artista flamenco Barthélemy d’Eyck (1415-1472) se inspira en la Teseida de Boccaccio para pintar una de sus obras más emblemáticas, Emilia en su jardín. Desde entonces, esta imagen viene simbolizando el universo femenino del hortus conclusus. El jardín cerrado medieval es el espacio de recreo de la dama, y así se refleja en la iconografía occidental, a través de dos actividades artísticas asociadas desde entonces a la mujer: la música y la jardinería. En ambos casos y salvo raras excepciones, el papel asignado a la mujer -fundamental-mente burguesa y aristocrática- la ha circunscrito al ámbito doméstico hasta época reciente. La actuación profesional de las mujeres como músicos y como paisajistas es, en realidad, un fenómeno contemporáneo y distinto del trabajo que pudieron desarrollar sus colegas varones. En las páginas que siguen se analiza, desde una perspectiva de género, la apertura progre-siva de esas mujeres artistas al espacio público desde el siglo XIX. El mecenazgo, la organización de salones musicales, la docencia o el movimiento Arts & Crafts son los caminos por donde discurre ese fenómeno, que revela la permanencia de fuertes vínculos con el ámbito privado, a menudo doméstico, de las mujeres.

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La presencia de la mujer ha sido, más en el caso de la música que en el de la jardinería, constante a lo largo de la historia. Sin embargo, y según explica Lucy Green, "el trabajo musical de las mujeres se ha basado en gran medida en las características de su trabajo musical privado. Es más, las mujeres han participado principalmente en actividades musicales que, de alguna manera, permiten la expresión simbólica de las características «femeninas»"1. La interpretación de determinados instrumentos musicales -adecuados a la sensibilidad que el patriarcado atribuye a la mujer- o la enseñanza son algunas de ellas, como lo era la confección de coronas florales en las cortes medievales. Ambas actividades se encuentran a menudo asociadas en la historia del arte o en la literatura, con jardines que albergan fiestas musicales. Por otra parte, la iconografía medieval y renacentista impregna el tema del jardín de connotaciones femeninas; por ejemplo, como paraíso y escenario para la Virgen María. La Anunciación de Fra Angelico, La Virgen del rosal, de Stephan Lochner (c. 1448) o El Jardín del Edén (1410) ilustran el tópico de la "Virgen en el prado florido", tan frecuente en el imaginario mariano del siglo XV. En él, el hortus conclusus simboliza la pureza de la Virgen y la maternidad, con frutos y flores que ofrecen protección dentro de sus muros; la idea del jardín de los sentidos aparece en los instrumentos musicales o la evocación de olores y sabores. Los tapices de La dama y el unicornio, que se conservan en el Museo de Cluny (París), son alegorías de los cinco sentidos con el elemento recurrente de la Dama (la Iglesia) y el unicornio (Cristo, apropiado por la Dama), en un prado de plantado de vivaces.

Este universo se traslada al paraíso terrenal a través de la dama, "transposición profana" de la Virgen. En el citado cuadro de Barthélemy d’Eyck, Arcitas y Palemon observan a su enamorada, Emilia, dedicada al canto y las coronas de flores en el refugio de su jardín cerrado. La escena no sólo describe los elementos más significativos de la jardinería cristiana me-

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dieval (bancos de tepe, treillages, túneles de verdor, claveles entutorados...), sino que introduce el tema del amor cortés en el jardín. Otras muchas obras sitúan personajes femeninos al cuidado del jardín plantando flores, guiando trepadoras, recortando topiarias vegetales... En Christine de Pizan trabaja en el jardín (miniatura de La ciudad de las Damas, c. 1475), se nos presenta, precisamente, a la filósofa, escritora y compositora francesa Christine de Pizan (1363-1431) ocupada en las tareas de su jardín2. Todos estos simbolismos confirman, del lado de la jardinería, la tesis de Lucy Green, al situar el papel de la mujer en un ámbito privado y separado del hombre.

En cuanto a la música, las mujeres del mundo cristiano tuvieron prohibida, desde el siglo IV, la interpretación del canto en las iglesias, a excepción de las comunidades monacales. También gozaban de cierta educación musical las mujeres nobles, que ejecutaban monodias vocales sencillas acompañadas con instrumentos de cuerda, sin diferencias respecto a los varones. Ambos colectivos -monjas de clausura y aristócratas-, siguieron practicando, hasta el siglo XVIII, el canto en el medio doméstico como forma de ocio. Según Green, la participación de las mujeres en la vida musical europea ha repetido un mismo ciclo a lo largo de la historia, "arrebatos de reacciones adversas en distintos momentos, que dan paso a otros de mayor permisividad"3. Pero, en general, la actividad musical femenina ha sido considerada, al menos dentro del hogar, como un "adorno" de la dama.

En contra de esta idea, Patricia Adkins Chiti ha recuperado muchos nombres de mujeres que intentaron traspasar los límites de la interpretación privada, escribiendo también sus propias composiciones musicales4. Dichas compositoras podían ser religiosas como Hildegarde con Bingen (1098-1179),

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nobles trovadoras -Leonor de Aquitania, Blanca de Castilla, María de Borgoña...- y, por supuesto, hijas de músicos ilustres, que tenían en la música su único medio de supervivencia (o, al menos, de hacer un buen matrimonio). En la Italia de los siglos XIV-XVI, muchas mujeres nobles eran educadas "para convertirse en esposas, madres y perfectas amas de casa y [...] además, también debían ser «versadas en música» [...] Naturalmente, sólo podían ofrecer estas composiciones al reducido grupo de sus amigos y huéspedes y era un orgullo para la familia exhibir a una joven que componía buena música"5.

Emilia Pio da Montefeltro (1483-1528) tocaba el clavicordio en la corte de Urbino, pero también improvisaba, o bailaba, junto a otras damas; Lucrecia Tornabuoni, madre de Lorenzo el Magnífico (1426-1482), compuso cánticos para Navidad; a Isabella de Medici Orsini se le atribuyen varias composiciones para voz y laúd; Tarquinia Molza dirigía el Concierto de Damas en la corte de Ferrara, a la vez que componía obras para voz, arpa y laúd... El predominio de estos instrumentos, junto con los de tecla, informa el origen doméstico de las prácticas musicales femeninas, y otorgará, de hecho, un significado "de género" al arpa o el piano en siglos posteriores. Entre la realeza europea, se conoce también la faceta como intérpretes y compositoras de Margarita de Austria, María Luisa Gabriela de Saboya, Ana Bolena o María Estuardo, entre otras. En España, la figura más relevante es, sin duda, Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI, que se trajo a la corte española a su maestro Domenico Scarlatti: "Excelente clavecinista [...], fue también compositora y su Salve Reina para cantantes y orquesta, ejecutada por los músicos de la Capilla Real del Monasterio Salesiano de Madrid en memoria de Domenico Scarlatti, es digna de ser recordada. Sus dotes musicales fueron reconocidas

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fuera de las fronteras de España y a ella le dedicó el padre Juan Bautista Martini su primera Historia de la Música"6.

Incluso en aquellas jóvenes procedentes de familias burguesas, la formación musical no era sino el medio de conseguir un matrimonio ventajoso y una fuente de prestigio para su familia. Chiti explica así el origen de numerosos madrigales conservados en las bibliotecas italianas, publicados entre 1500 y 16007. Lamentablemente, la mayor parte de esas composiciones no ha sobrevivido. Las colecciones medievales de música trovadoresca apenas recogen cincuenta textos y tres fragmentos musicales; con la llegada de la imprenta, los editores europeos siguieron poniendo trabas a la publicación de música compuesta de mujeres, que habría permitido su difusión fuera del entorno familiar.

A pesar de todo, algunas mujeres -Francesca Caccini (1587-1640), Bárbara Strozzi (1620- 1677)- pudieron vivir de su trabajo musical y merecer el reconocimiento del público, generalmente como cantantes de ópera. Esta condición les permitía viajar, en compañía de su marido o de su padre, e, incluso, presentar sus propias arias, dentro de las óperas en las que participaban; Chiti cita a Caterina Visconti y su "Aria de Samuel" en Nella sventura strema, 1730. También era excepcional la situación en la Inglaterra puritana de Cromwell, donde "el canto, la música, la danza y la recitación formaron parte de la educación en las escuelas femeninas"8. Ello explica el número relativamente elevado de inglesas que, durante los siglos XVII y XVIII, se dedicaron a la composición, con "arias de cámara, música para clavicémbalo, para piano, conciertos y música coral". De hecho, la famosa ópera Dido y Eneas, de Henry Purcell, fue estrenada en un colegio de señoritas de Chelsea, en 1689.

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En cualquier caso, el cultivo femenino de la música y de la jardinería no conoce una proyección pública significativa hasta comienzos del siglo XIX. Si dejamos a un lado el mantenimiento de pequeños huertos domésticos, la jardinería como arte quedará restringida a los varones hasta el siglo XIX. Por su condición históricamente subsidiaria de la arquitectura, el arte paisajista apenas cuenta con grandes figuras antes del renacimiento, y ello más en el ámbito de la teoría que en la práctica del diseño (Tratado de Agricultura de Ibn Luyun, 1348). Los primeros nombres propios destacan por el planeamiento de las estructuras espaciales y las ornamentaciones escultóricas del jardín y, por tanto, pertenecen más bien a la historia de la arquitectura (Alberti, Vignola, Bramante, Rafael, Juan Bautista de Toledo...). André Le Nôtre podría considerarse, de este modo, el primer artista reconocido como jardinero en esta dimensión artística y autónoma.

La mujer seguirá apareciendo en la iconografía como ornamento del jardín, destinataria pasiva de sus placeres y símbolo de...

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