Elogio fúnebre pronunciado por Mercedes Pérez Manzano

AutorMercedes Pérez Manzano
CargoCatedrática de Derecho penal de la Universidad Autónoma de Madrid
Páginas14-19

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  1. Corría el otoño de 1978 cuando algo que estaba a punto de suceder tuvo una influencia decisiva en mi vida profesional y personal. Y no me refiero a la Constitución Española que estaba a punto de ser aprobada en referendum, que también tuvo una importancia singular en mi vida, sino a la aparición de Susana Huerta en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

    Susana Huerta se incorporó a la Universidad Autónoma de Madrid tras ganar una de las plazas de adjuntía que habían salido a concurso nacional, y, tras dicha incorporación, comenzó a impartir clases de Derecho penal, Parte General, en el grupo al que yo asistía.

    Con tan solo 28 años Susana era una profesora muy joven, pero ya una experimentada docente, porque en aquel momento los ayudantes comenzaban a dar clase a los pocos días de incorporarse a la «cátedra» y porque lo exiguo de las remuneraciones de su contrato hacía que muchos de ellos duplicaran docencia: por la mañana en la Universidad pública y por la tarde en algún colegio universitario privado. Así que su juventud no se notaba en sus clases, aunque sí en aquellas minifaldas y pantalones de cuero ajustados que sorprendían en 1978 a los viejos catedráticos de nuestra Facultad de Derecho tanto como las rastas de un diputado en la sesión de inauguración de las Cortes Generales hace unos días.

    No sé si las muchas clases que ya había dado o su natural capacidad de explicar de forma sencilla y clara los conceptos más difíciles, o la suma de ambas, no sé cuál fue la razón, pero lo cierto es que Susana apareció ante mis ojos como una persona especialmente dotada para la docencia.

    Recuerdo sus primeras clases de parte general y en especial aquel cuadro sobre las concepciones causalista y finalista del delito que dibujaba todos los días al llegar a clase, en aquella pizarra verde, con tiza blanca y una letra primorosa, de la que las monjas que habían dirigido su vida escolar se habrían sentido orgullosas; en aquel armonioso cuadro ninguna letra ocupaba más espacio que el que le correspondía, ni

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    osaba despeñarse en una pendiente que hubiera obligado a cerrar el puzzle de la teoría jurídica del delito, al menos, sin la punibilidad.

    Las explicaciones de Susana sobre la acción, la tipicidad, la antijuridicidad, la culpabilidad y la punibilidad construyeron un universo conceptual tan atrayente que consiguió atrapar mi atención desde aquél momento y crear una vocación como penalista que a ella le debo.

    Susana presentaba la dificultad de los conceptos manejados o las contradicciones de la teorías del delito, no como retos para la inteligencia de un penalista ávido de brillantez (hoy de sexenios), sino como elementos de una estructura que acaba aplicándose a la realidad y que tiene, por tanto, una influencia decisiva en si se sanciona penal-mente o no a un ciudadano y en qué cantidad de restricción de su libertad resulta en su caso legítima.

  2. A Susana le preocupaba que la centralidad adquirida por la dogmática, y específicamente, el mucho tiempo que ella misma le dedicaba en sus clases a la teoría jurídica del delito, tuviera un efecto negativo en los estudiantes de Derecho en cuanto podían -o podíamos- pensar que la política criminal o los derechos fundamentales...

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