Elementos para una decisión racional sobre la prueba

AutorJordi Ferrer Beltrán
Páginas61-152

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Introducción

El objetivo de este capítulo es presentar los rudimentos de una teoría de la valoración racional de la prueba en el proceso judicial. Este objetivo general, sin embargo, exige algunas precisiones iniciales que no quisiera olvidar.

En primer lugar, conviene advertir que lo que aquí diré es apli-cable únicamente a los sistemas que acogen el denominado principio de la libre valoración de la prueba (y a las decisiones adoptadas bajo ese principio). En sustancia, creo que ese sistema podría verse como un modelo de juicio que supone la confianza del legislador hacia el juez en lo que atañe a la decisión sobre los hechos. Por ello, será el juez, o en su caso el jurado, quien decida sobre los hechos probados del caso, a la luz de los elementos de juicio aportados al proceso, y sin indicaciones legales que le prescriban el resultado que debe atribuirse a la presencia de elemento de juicio alguno.

Absolutamente distinta es la situación si nos enfrentamos a sistemas (o a decisiones reguladas bajo el sistema) de prueba legal o tasada. En este modelo, que podría entenderse como de desconfianza del

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legislador hacia el juez, es el primero, y no el segundo, quien atribuye un resultado probatorio a los distintos medios de prueba. Esto tiene un importante impacto en la estructura del razonamiento: el legislador no puede de ninguna forma decidir sobre el caso individual, con lo que las reglas de prueba legal dictadas serán siempre referidas a tipos de casos. La decisión judicial tomada bajo este modelo, en consecuencia, es simplemente producto del cumplimiento de la prescripción legal1.

Ahora bien, en la tradición jurídica continental se ha puesto el acento en la libertad de valoración de la prueba, dando lugar a lo que FERRAJOLI (1998: 118) ha denominado «una de las páginas políticamente más amargas e institucionalmente más deprimentes de la historia de las instituciones penales»2. Así, se concibe el principio de libre valoración de la prueba de modo que otorga al juzgador una facultad para que juzgue según su conciencia, su entender o sus convicciones, sin ningún tipo de límites a un poder que se concibe omnímodo en materia de prueba.

Esta forma de entender la libre valoración de la prueba forma parte de una concepción más amplia que podría denominarse «persua-siva» (véase, por todos, PERELMAN, 1963: 8 ss.). Las notas características de la concepción persuasiva de la prueba serían, pues: a) la apelación a la íntima convicción del juez como único criterio de decisión3; b) la defensa de una versión muy fuerte del principio de in-

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mediación, de modo que se reserva casi en exclusividad al juez de primera instancia la valoración de la prueba; c) exigencias de motivación muy débiles o inexistentes respecto de la decisión sobre los hechos; y d) un sistema de recursos que dificulta extraordinariamente el control o revisión del juicio sobre los hechos en sucesivas instancias. Como puede observarse, la combinación de estas distintas notas nos sitúa ante un modelo perfectamente coherente, pero carente de racionalidad desde el punto de vista epistemológico4.

No analizaré aquí la vinculación de la prueba con la íntima convicción o las creencias del juez y los problemas que ello conlleva, puesto que ya lo he hecho en otros lugares (FERRER, 2002: 80 ss.). Sí quisiera insistir, en cambio, en la coherencia interna de los distintos elementos de esta concepción. Así, por ejemplo, resulta significativo que el acento en la convicción judicial como criterio de decisión sobre la prueba se acompañe de la defensa de una concepción muy fuerte del principio de inmediación. Esto tiene pleno sentido, dado que si lo que importa es producir la convicción judicial entonces el mejor método para conseguir esa convicción es la práctica de la prueba ante el juez, garantizando la presencia directa del juzgador, por ejemplo, ante la declaración testifical. Hasta aquí, parece una exigencia bastante razonable. Pero la otra cara de esta versión fuerte del principio de inmediación es, sin embargo, excluyente: en nombre de este principio se impide la posibilidad de revisión de la valoración de la prueba realizada por el juez de primera instancia, suponiendo que siempre y en cualquier caso aquél estará en mejor posición epistemológica que cualquier otro juez o tribunal que pudiera revisar la valoración de la prueba realizada en la primera instancia5.

Y ahora, ¿por qué es habitual la débil o nula exigencia de motivación respecto de la decisión sobre los hechos? Pues bien, ésta re-

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sulta una consecuencia casi obligada si se vincula la prueba con la adquisición del estado mental de convicción o creencia por parte del juzgador. Como señala claramente DE LA OLIVA (2002: 514) no «parece razonable pedir que se exprese lo que pertenece a los internos procesos psicológicos de convicción, muchas veces parcialmente objetivables, sí, pero también parcialmente pertenecientes al ámbito de lo inefable». Por ello, los autores que sostienen, como el propio DE LA OLIVA, esta concepción persuasiva de la prueba, reducen la motivación a la explicación de las causas que han llevado al juez a creer en la ocurrencia del hecho en cuestión. Pero expresar las causas de una creencia, en el caso de que pueda hacerse, es algo muy distinto de justificar una decisión.

Finalmente, la concepción persuasiva se cierra con un diseño institucional que impide o dificulta extraordinariamente la revisión en sede de recursos de la decisión sobre los hechos adoptada en la primera instancia. Está claro que si se sostiene que la finalidad de la prueba en el proceso es producir la convicción judicial (GUASP, 1956: 321; CORTÉS DOMÍNGUEZ,GIMENO SENDRA yMORENO CATENA, 2000: 231; CABAÑAS, 1992: 21; TONINI, 1997: 50, entre otros muchos), una vez ésta es alcanzada no queda mucho espacio para la revisión de la decisión. Un tribunal superior, limitado por el principio de inmediación y con la escasa motivación normalmente disponible, no tendría mucho más que decir, más allá de un inaceptable «mi convicción difiere de la del juez de instancia y yo mando más».

Frente a esta concepción persuasiva puede formularse una concepción racionalista de la prueba6. En este modelo destacan como notas características, igualmente coherentes entre sí, las siguientes:

a) el recurso al método de la corroboración y refutación de hipótesis7 como forma de valoración de la prueba; b) la defensa de una versión débil o limitada del principio de inmediación; c) una fuerte exigencia de motivación de la decisión sobre los hechos8; y d) la defensa

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de un sistema de recursos que ofrezca un campo amplio para el control de la decisión y su revisión en instancias superiores.

No analizaré ahora con detalle este modelo porque, como puede ya el lector adivinar, será el objeto de atención en lo que resta de este libro. Sí, en cambio, creo que vale la pena realizar unas pocas consideraciones preliminares. La concepción racionalista basa la justificación de la decisión sobre los hechos probados en el método de la corroboración de hipótesis, no en la creencia de sujeto alguno, sino en si está suficientemente corroborada la hipótesis sobre lo ocurrido que se declara probada. Es cierto que nadie puede escapar a sus creencias; ahora bien, la pregunta relevante es: ¿qué justifica la decisión, el hecho de tener la creencia o el hecho de que el contenido de ésta, la hipótesis, esté corroborada? Optando por la segunda alternativa podemos empezar a diseñar métodos de valoración de la prueba y dispondremos, por otra parte, de criterios para juzgar si el juez se equivocó o no en la valoración de la prueba realizada. Esto no nos lleva a rechazar el principio de inmediación, pero supone debilitarlo en buena medida. No se puede rechazar el principio de inmediación porque, por ejemplo, éste exige la presencia del juez en la producción de la prueba, lo que es, obviamente, adecuado para los efectos de la valoración de la fiabilidad de un testigo, etcétera9. Pero se asume una versión debilitada del principio puesto que la posibilidad de control sobre la valoración de la prueba realizada impide la apelación a la inmediación como forma de excluir precisamente ese control (IGARTUA, 1995: 112-115). Por otro lado, la concepción racionalista supone la exigencia de una detallada motivación judicial sobre la decisión adoptada. Y esta motivación no es ya una explicación sino una justificación en sentido estricto. No importa, pues, el iter psicológico del juez que lo llevó a la decisión, sus creencias o prejuicios; la motivación debe basarse en las pruebas que justifican

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su decisión. Es un razonamiento fundado en los elementos de juicio disponibles en el proceso que permitan corroborar de forma suficiente la hipótesis aceptada como probada.

Finalmente, esta concepción exige el diseño de recursos que permitan una revisión o control de la decisión sobre los hechos probados adoptada en primera instancia, con independencia de si ésta ha sido favorable al actor o al demandado, al acusado o a la acusación, etc. El control es, ahora sí, posible debido al juego combinado de las exigencias de esta concepción: se pueden conocer las razones por las que se ha decidido, porque se dispone de una motivación detallada de la decisión que da cuenta del proceso de corroboración de la hipótesis que se declara probada y de las que, si es el caso, se hayan refutado10.

De esta forma, para la concepción racionalista, el hecho de que la valoración de la prueba se declare libre por el derecho denota simplemente que no rigen reglas de prueba legal o tasada que predeterminen el resultado probatorio de forma vinculante para el juez (DAMASKA, 1986: 55; TARUFFO, 1992: 369-370). Pero esa libertad no es...

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