El ejercicio de la acusación particular y popular como función social

AutorJoaquín Almoguera Carreres
Cargo del AutorProfesor de la Universidad Pontificia Comillas
Páginas133-154

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1. Demasiados acusadores

Cualquiera que se acerque con una mínima atención al ordenamiento jurídico español, especialmente a la parte del mismo que se refiere al proceso penal, puede apreciar una particularidad en cierto modo sorprendente. Consiste en la existencia de una pluralidad de lógicas acusatorias (no de contenidos acusatorios, naturalmente). En efecto, a diferencia del resto de los países europeos, que se rigen por el denominado "principio de oficialidad" es una característica de nuestro Derecho el que, junto al Ministerio Fiscal o Ministerio Público, o sea, junto a la acusación oficial, encontremos otras posibles figuras acusatorias que abren la posibilidad de una pluralidad de querellantes, algo que, por lo demás, ha sido considerado como de una "extremada generosidad en la legitimación activa" (Gimeno 2007, pág. 178).

Podría decirse, por consiguiente, que estamos en presencia de demasiados acusadores, o, tal vez, de un exceso acusatorio. Ahora bien, esto, que parece a primera vista una anormalidad pero que no lo es, en la medida en que es una situación asumida y operante en nuestro ordenamiento, debe contar por ello mismo, con alguna explicación. En principio, es posible ensayar varias argumentaciones explicativas que se dividen, según su naturaleza, en dos grandes perspectivas. Desde un punto de vista histórico, en primer lugar, no puede desconocerse que la figura del Ministerio Público es de aparición tardía, fruto del poder real o señorial, quedando la función del procurador fiscal limitada a la defensa del fisco y a la persecución de los delitos relativos

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al mismo, como la falsificación de moneda o la alteración de su valor. La desconfianza que esta especie de acusación burocrática despertaba viene reflejada en una considerable cantidad de excepciones contabilizables, tanto en relación con determinados sujetos (Concejos, Universidades, personas de cierta preeminencia y dignidad, por ejemplo) como en relación con determinados hechos (civiles y criminales). Poco a poco, tiene lugar una progresiva transferencia de funciones (antes excepcionadas) que convierten a dicho Ministerio en un órgano de función heterogénea, representante de intereses y poderes fragmentados: desde la persecución de delitos que perjudican a la sociedad hasta la promoción de acciones sobre derechos y rentas que debían revertir a la Corona.

En este sentido es explicable, pues, que esta forma acusatoria desper-tara recelos en un ambiente dominado por un estado de hecho en el que "cualquiera tiene el poder de acusar". Sería incorrecto decir que una forma burocrática sustituye aquí a una forma democrática de acusación, dado que el momento histórico que consideramos es básicamente premoderno y predemocrático en sentido estricto; pero sí sería atinado afirmar que supone el fin de unas formas populares de legitimación en la acusación.

Siempre dentro de la perspectiva de la Historia del Derecho, todas estas consideraciones son coherentes, pues apuntan a los avatares constitucionales y codificadores por los que atravesó el siglo XIX español. Pues, en este mismo período y en el marco de la ideología liberal, se configurará, por un lado, el Ministerio Fiscal con el perfil con el que ha llegado hasta nosotros, y por otro lado, las acusaciones particular y popular. Así, el proyecto de Código criminal de 1830 asignará el monopolio de la acusación penal al Ministerio Fiscal y la reparación civil al agraviado, según el modelo francés. Pero ya el Decreto de Imprenta de 1844 abrirá la puerta a otras modalidades que se convertirán en normalidad con la Ley Provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872, hasta que la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 recogerá que todos los ciudadanos españoles pueden querellarse, ejercitando la acción popular, hayan sido ofendidos por el delito o no.

Este enfrentamiento entre dos líneas acusatorias que recorre los trabajos de la codificación procesal española tiene su origen en la contraposición entre un orden socio-político premoderno fragmentado, que autoriza la participación directa y más o menos espontánea en el ejercicio del poder acusatorio, y un orden sistemático producto de un Estado individualista y

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contractualista, en el que el poder, dividido en secciones bien delimitadas, es ejercido por sujetos iuspúblicos formados a propósito.

Se trata de una consideración que nos introduce ya en la segunda de las perspectivas, antes mencionadas, para explicar el denominado exceso acusatorio que caracteriza nuestro ordenamiento. Desde el punto de vista político institucional, en efecto, los enfrentamientos y discusiones que se suceden a lo largo del XIX demuestran severos defectos en la implantación del modelo político-jurídico liberal-burgués y, en este sentido, defectos constitucionales que se refieren a la realización, aun a nivel simbólico, del contrato social. Inicialmente es cierto que, según los teóricos del nuevo modelo, los individuos posesivos deben en muy amplia medida su vida desgraciada a la capacidad que poseen en orden a la determinación del bien y del mal y, correspondientemente, a la capacidad de decidir y juzgar lo que es bueno. Por esta razón, la inauguración de una vida en comunidad exigía que el primer poder del que dichos sujetos debían desprenderse al realizar el pacto social fuera, precisamente, el derecho de juzgar, que pasaría a ser contenido de un nuevo sujeto institucionalizado que monopolizaría tanto su titularidad como su ejercicio.

Sin embargo, como se habrá advertido inmediatamente, el derecho de juzgar al que se hace referencia no es propiamente el derecho de acusar, que es el que se considera aquí. La situación requiere entonces una distinción ulterior relativa al carácter del contrato social realizado. En este sentido se habla, entre los propios teóricos, de un contrato absoluto, realizado mediante un solo acto, propio de Hobbes y de Rousseau, y de un contrato gradual y progresivo, propio de Locke. En la discusión mantenida a este propósito por teóricos de la talla de Jellinek y Boutmy lo que se ventila es la existencia de un Estado absoluto, en el que los individuos enajenan la totalidad de sus derechos y poderes para recibirlos después, transformados, de manos del Estado, por un lado, y un Estado liberal, en el que los individuos no entregan todos sus derechos, sino solamente una parte de los mismos, reservándose otros, más privados o personales, en los que el Estado no puede intervenir, por otro lado. Es preciso advertir que con esta última línea argumentativa el problema se traspasa desde la configuración del pacto social al alcance de ese mismo contrato social.

No es éste el momento de entrar en tan compleja (y significativa) discusión. Sólo cabe afirmar que este podría ser el marco adecuado para plantear

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la cuestión de que, si bien el derecho de juzgar se institucionaliza y formaliza a nivel público, no ocurre lo mismo con el derecho de acusar, que podría permanecer en el ámbito del pueblo o de la sociedad, es decir, en el de los individuos originarios. Así, no hay duda de que ambos planteamientos pesaron en el legislador español del XIX, que trató de contrarrestar los rasgos inquisitivos y abusivos que presentaba la versión "absolutista" francesa con el recurso a mecanismos de galanía que, no obstante, eran institucionalmente irrealizables, dado el deterioro que habían sufrido las construcciones políticas españolas (a diferencia de las inglesas). El intento de lograr un compromiso en este sentido recogiendo ambas figuras, está expresamente indicado en la Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; apunta al paso desde un procedimiento inquisitivo a otro acusatorio (dando sin embargo más peso al Ministerio Fiscal). El mantenimiento de una acusación popular se justificaba, por consiguiente, con el objetivo de que ni la víctima ni el público perdieran el control del proceso y de su desarrollo, aminorando la omnipresencia del Estado.

El resultado de este intento ecléctico (aunque aminorado) es el que ahora nos ocupa, es decir, el del exceso de partes acusadoras. Como puede comprobarse, ni la perspectiva histórica ni la perspectiva político institucional ofrecen una explicación suficiente y necesaria del fenómeno. Es cierto que podrían ensayarse otras explicaciones. Pero ninguna de ellas sería concluyente tampoco. Por lo tanto, baste por el momento con dejar sentado que, si bien no definitivas, las explicaciones, argumentaciones y justificaciones esgrimibles demuestran que no estamos propiamente ante una anormalidad de nuestro ordenamiento jurídico. Para lo que ahora interesa, pues, no es que "las cosas sean así".

Es preciso, entonces, enfocar el problema mas sistemáticamente, comenzando por trazar un panorama general de la situación.

2. Tipologías

El examen de la tipología de acciones acusadoras existentes (y de sus titulares) debe iniciarse en la figura más formalizada, que se corresponde con la del Ministerio Público, para finalizar con la que cuenta con una menor presencia y con un carácter en cierto modo más residual, que sería la del acusador privado.

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  1. ) El Ministerio Fiscal, como se ha advertido, cuenta con una tradición sólo relativa. En los diferentes proyectos de legislación procesal penal que se han sucedido en España a lo largo del ochocientos, el Ministerio Público se configuraba básicamente como representante de la ley y del gobierno ante los tribunales, ejerciendo funciones de tutela en la defensa de personas y bienes. Es ésta sin duda una fórmula poco afortunada, pues según la misma representa, como si fueran la misma cosa, tanto a la ley como...

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