¿Educa y socializa la religión?

AutorJavier López De Goicoechea Zabala
Cargo del AutorUniversidad Complutense de Madrid

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Introducción

El debate sobre la presencia de la religión como disciplina formativa en el pensum académico de un estudiante ha sido sobradamente tratado y discutido desde multitud de ámbitos académicos: jurídico, sociológico, antropológico…1Sin embargo, la cuestión de fondo sigue siendo qué entendemos por contenidos religiosos dentro de un formato académico que ha de establecer el Estado como competencias mínimas garantizadas a un estudiante que egresa de un sistema educativo universalizado. Entendemos que la enseñanza consiste en la transmisión de conocimientos cimentados sobre una metodología adecuada a cada tipo de saber. Existe una metodología científica, otra que sirve a las ciencias sociales y otra distinta para las llamadas humanida-

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des. En todas estas áreas del conocimiento, cada cual con sus particularidades, se han ido materializando y asentando durante siglos contenidos básicos que hoy entendemos que resultan imprescindibles como factor socializador de los individuos, es decir, imprescindibles para realizarse en un determinado modelo social y productivo.

Cuando obligamos a nuestros estudiantes a adquirir conocimientos de matemáticas, lengua, geografía o historia, lo hacemos porque pensamos que su desarrollo personal depende de la destreza en el dominio de estas competencias dentro de nuestro marco social. Un ciudadano medio, pensamos, debe entender el mundo que le rodea y para ello debe conocer su ubicación geográfica, su lengua, su historia y dominar el instrumento matemático que sirve de base para comprender y analizar la realidad física, química o económica en la que nos movemos.

Pues bien, ¿es la religión uno de esos contenidos que un ciudadano actual debe incorporar a su bagaje intelectual para poder desarrollarse normalmente en nuestras sociedades modernas? Aquí surgen dos preguntas independientes, por lo menos de principio: qué entendemos por contenidos religiosos y si esos contenidos religiosos forman parte de lo necesario para ese pleno desarrollo social de un individuo hoy. Alguien podría apuntar que quizás en otros tiempos el hecho religioso formaba parte, sin duda, de eso que hemos denominado proceso socializador. Las sociedades eran esencialmente religiosas y, por tanto, la religión debía considerarse como competencia a adquirir por un buen ciudadano. Pero con la secularización de dichas sociedades, la pregunta es si ahora mismo, en nuestro mundo postmoderno y secularizado, la religión sigue siendo necesaria para un normal desarrollo de nuestra participación social2. Podríamos entender que la religión puede ser importante para el desarrollo personal de muchos ciudadanos, pero aquí lo que tratamos de determinar no son las necesidades personales, sino las necesidades sociales, porque a esto es lo que tiene un Estado que rendir cuentas a la hora de delimitar las necesidades formativas universalizadas de un estudiante.

Tema distinto es preguntarse por el condicionante jurídico, es decir, preguntarse si el sistema jurídico que un Estado se ha dado permite la enseñanza universalizada de la religión, de qué religión y de qué contenidos de una religión. En el caso de España, la referencia expresa a las confesiones religiosas en el art. 16 de la Constitución, parece que apunta hacia una mirada complaciente hacia el fenómeno religioso y, más concretamente, hacia el fenómeno religioso institucionalizado a través de las confesiones. El llamado principio de cooperación del 16.3, incluso parece querer decir que el Estado valora lo religioso como un elemento positivo y conformador del ethos social, si no, no tendría sentido que admitiese los acuerdos de cooperación con las

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confesiones religiosas. Bien es verdad que este principio de cooperación siempre se interpreta desde el deber del Estado hacia las confesiones y nunca desde los deberes de las confesiones hacia el Estado. Si el Estado reconoce como posibles y positivas las relaciones con las confesiones, deberíamos entender en reciprocidad que las confesiones también valoran positivamente al Estado que las contempla y cooperan en la construcción de una razón pública de todos.

Por otro lado, también el reconocimiento y desarrollo de la libertad educativa en nuestro marco jurídico hace posible la consideración de incluir o no una materia de contenido religioso en la formación universalizada de nuestros estudiantes. El sí a esta cuestión se encuentra desarrollado en la actualidad en la presencia de la religión, con diferentes estatus académicos según la confesión, dentro del marco educativo universal. Pero el no también sería posible sin quebrantar el principio constitucional, dado que dicha libertad educativa y la libertad de los padres para elegir la formación de sus hijos no resulta de un derecho-deber por parte del Estado, sino de un derecho-libertad, por lo que el Estado no se encuentra atado a un determinado elenco de materias que delimiten el contenido de dicha libertad.

Veamos, así, tres cuestiones consecutivas que resultan esenciales para valorar la posible inserción o no de la religión en la formación de nuestros jóvenes ciudadanos, dando respuesta, finalmente, a la cuestión que da título a esta reflexión.

I ¿Deben tener en cuenta las sociedades actuales a la religión?

Como acertadamente expone Estrada, las creencias religiosas y filosóficas forman parte de sistemas metafísicos e imágenes culturales del mundo del hombre; es más, son cosmovisiones orientadoras que ofrecen un horizonte global a partir de la multiplicidad de saberes y especialidades, además de ofrecer valores y orientaciones que apelan, no sólo a la razón, sino también a los sentidos y afectos humanos3. Por tanto, parece que las creencias y los diferentes saberes humanos responden a expectativas humanas que superan la racionalidad, dado que el ser humano es una realidad psicosomática que sirve de sustrato de la razón y sus construcciones teóricas y prácticas. Y así, el deseo, la imaginación y la fantasía van mucho más allá de lo que nos permite la razón, por lo que ésta debe estar abierta y en permanente diálogo con tales dimensiones del ser humano.

Precisamente por eso, como afirma A.Cortina, la única forma de norma-lizar y materializar el hecho religioso en nuestras sociedades, que describíamos como de ciudadanía compleja, es asumiendo que una sociedad laica debe permitir crecer en su seno a aquellas creencias que cumplan los mínimos

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éticos requeridos, sin apostar por ninguna de ellas. Es decir, será esa ciudadanía compleja la que acoja y asuma en su seno las diferentes creencias, cosmovisiones o formas de identidad religiosa, dentro del principio de igualdad y de no discriminación. El discurso de la dignidad, del diálogo, de la comunidad cosmopolita, de la igualdad y de la libertad de todos los seres humanos, así como el discurso de la santidad del ser humano, resulta un discurso de mínimos de justicia y de felicidad humana, es decir, de plenitud. Y esto entra de lleno en el reconocimiento del pleno desarrollo de la personalidad que amparan todos los textos universales de derechos, así como los textos constitucionales de las democracias avanzadas.

Históricamente, en Occidente, después de siglos de Cristiandad, la modernidad inaugura un nuevo modelo social de convivencia, donde la religión mantiene un papel diferenciado según los autores y los tiempos que tomemos como referencia. Así, por ejemplo, la primera modernidad sostiene desde autores como J.Bodin, M.Lutero, J.Locke o A.de Tocqueville, que la religión supone un elemento imprescindible para cualquier sociedad, puesto que es elemento socializador y catalizador de los ciudadanos, además de otorgar a estos un sustento de identidad individual altamente importante para su vida cotidiana. De esta forma, si Lutero piensa que los gobernantes deben alentar y proteger la religión en sus reinos, porque es fuente de obediencia y cumplimiento por parte de sus súbditos; o Bodin llega a plantear una religión unificada y sincrética como elemento imprescindible para la paz social; y Locke entiende que la religión forma parte de ese núcleo indestructible de la individualidad ciudadana; será Tocqueville, en su afamado recorrido por la naciente democracia norteamericana, el que alabe el espíritu religioso y liberal de católicos y protestantes en sus respectivos Estados fundacionales, otorgando al ideal religioso tolerante ser una de las raíces indiscutibles del nuevo sistema democrático liberal de los nacientes Estados.

Sin embargo, la segunda modernidad, la ilustrada e idealista, desde auto-res como Voltaire, Comte, Marx o Feuerbach, introducen la denominada «sospecha» sobre lo religioso y el papel que juega en las sociedades modernas, entendiendo, más bien, que representa una alienación o un estadio primitivo y superable de la evolución del hombre, dejando un rastro de inquietud sobre el papel de las religiones en las sociedades civiles y su posible encaje en las mismas. Hoy en día, el debate sigue abierto, y dos autores de tradiciones diferentes como Habermas y Rawls nos dicen que lo que denominan como «razones comprehensivas de la realidad» son fruto de la libre autodeterminación del individuo, pero que deben acompasarse con la denominada «razón pública» que es la matriz última de la convivencia social.

A partir de estos tiempos históricos bien marcados, podríamos decir que el constitucionalismo moderno suele afrontar el problema del encaje constitucional de esas razones comprehensivas desde, al menos, cuatro posturas bien diferenciadas. Por un lado, la herencia de la independencia de los diferentes Estados norteamericanos llevó a un modelo que podríamos calificar de

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separatismo perfecto, en el que lo religioso supone un elemento...

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