Las movilizaciones por las pensiones y la necesidad de un cambio normativo en esta materia

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Se ha abierto de nuevo el debate sobre el presente y futuro de las pensiones. Se visibilizan ya los efectos de las reformas de estos últimos años, se van cumpliendo los periodos transitorios de aplicación de la ley de 2011 y está ya a la vuelta de la esquina la entrada en vigor del factor de sostenibilidad. Tras el agotamiento del Fondo de Reserva y dada la recaudación insuficiente de cotizaciones, pese al discurso triunfalista de la salida de la crisis y de recuperación del empleo –más bien de cierto tipo de empleo– y viendo que no se recupera poder adquisitivo, ni se recuperará durante muchos años, y que el déficit sigue siendo persistente, se han disparado las alarmas entre los pensionistas que sin embargo no habían reaccionado como colectivo frente a las reformas laborales y la modificación de las reglas fuera del Pacto de Toledo que efectuó el Gobierno en materia de Seguridad Social del PP en el 2013. En esta movilización ha influido sin duda la desconfianza sobre el futuro de sus propias pensiones, pero han tomado conciencia también del negro futuro que les espera a sus hijos y nietos, si no se adoptan medidas que garanticen niveles dignos de pensiones, si se cumple la previsión de que la tasa de reposición o sustitución de la pensión en relación con el salario o renta de activo descenderá treinta puntos y pasará del actual 80% a un 50% paulatinamente en un periodo de treinta años. Una cuestión que no es inevitable, que no puede ampararse en el determinismo demográfico, económico y financiero que se está intentado imponer e “inocular” a los ciudadanos en una visión más técnica que política de la cues-tión de las pensiones, ni en que no existan recursos públicos para su financiación.

El pacto de Toledo desde 1995 paradójicamente ha contribuido a ello en parte. Al pretender sustraer la cuestión de las pensiones al debate partidista la alejó también del debate político. Pero siempre están ahí los actuarios, las Fundaciones próximas al sector financiero, muy interesados en un cambio de modelo, no radical, hacia uno de capitalización como plantearon bajo la influencia neoliberal del chileno a principios de los noventa, sino hacia uno silencioso, de gradual implantación, bajo el argumento de que así se salvaba el Sistema público. Eso sí, some-tiéndolo a una dieta de adelgazamiento y bajo consenso político disfrazado por los mantras de la sostenibilidad y la viabilidad financiera. Y de ese modo se construyó –aun perdura– el fetiche taumatúrgico de los Pactos de Toledo, no entendido como un espacio de acuerdo político sobre las exigencias constitucionales de un Sistema público de pensiones suficientes y dignas, sino como la única vía de salvar, restringiendo su alcance y nivel prestacional, el Sistema de pensiones.

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Hasta la crisis económica de 2008, se pudo creer en esa ilusión. Pero ya no tras las reformas de 2011 y 2013. Probablemente tras la movilización fundamental-mente sindical de 2010 y el acuerdo con el Gobierno no se cerró definitivamente el debate, solo se aplazó. Todavía no había llegado la reforma de 2013. Los recortes de 2011 aparecieron más solapados que los que ya abiertamente y sin disfraz vinieron después, pero se había abierto la puerta a un discurso y a una línea de reformas que no fue corregida por las políticas del PP de 2013 sino, al contrario, aumentada. Ya decíamos en su momento en un editorial en esta Revista que en la reforma de 2011 la sostenibilidad y viabilidad del Sistema se formularon sobre bases meramente contributivas y sobre todo sobre la vertiente del gasto, siendo menos rotundas y más imprecisas las propuestas sobre los ingresos dada la situación de profunda crisis económica. Ni siquiera se hacía mención alguna a qué papel podría jugar el Fondo de Reserva, pese a que su cuantía entonces era del 6 % del PIB, ni se acudió a él como alternativa a la suspensión de la revalorización de las pensiones llevada a cabo por los gobiernos de Zapatero. “Había que enviar un claro mensaje a los mercados”, se dijo. Se incidió más bien en lo que se llaman reformas paramétricas del sistema de reparto insistiendo en su reforzamiento, en la jaula de la contributividad, pero que subrepticiamente podían conseguir unos efectos parecidos. La Ley 27/2011 procedió a una reforma de los parámetros de la pensión de jubilación, que se implantaban de forma progresiva y gradual, y que determinan los aspectos fundamentales de la pensión: la edad de jubilación, los periodos de carencia necesarios para alcanzar el cien por cien de la pensión, la determinación de la base reguladora que se eleva desde los 15 años hasta alcanzar los 25 en 2022, los porcentajes aplicables a la misma, el sistema de integración de lagunas y la aceptación de un factor de sostenibilidad, que no se precisaba, cuya aplicación se demoraba hasta 2027.

Según el Informe de Envejecimiento de la Comisión Europea de 2015 como consecuencia de esta reforma la tasa de reemplazo o de sustitución de la pensión en relación con el salario de activo en España tendrá una caída porcentual de 30 puntos a lo largo de las próximas cuatro décadas, lo que perjudica a todos los pensionistas y especialmente a las mujeres ya que sus pensiones son un 40 % inferiores a las de los hombres, pues las carreras de cotización en hombres actualmente es de 37,7 años de media y las de las mujeres de 32,6 años. De otra parte el número de las pensiones de jubilación de las mujeres es también un 41 % inferior y el 70 % de sus pensiones no supera los 700 euros mensuales. De una tasa de reemplazo del 80 % en 2020 se pasará a una del 60,6 % en 2030 y a una del 48,6 % en 2050. La ampliación del periodo de cálculo de la base reguladora a veinte años da lugar a una caída de la pensión media entre el 4,2 % y el 5,5 %, lo que supone una reducción de un punto porcentual por cada año de ampliación del periodo de cálculo. La ampliación de la carrera de cotización de 35 a 37 años supone una nueva pérdida de 2´5 puntos de la pensión más el impacto de género. Además, la reforma de 2011 afectaba sobre todo a las carreras con 25 años de cotización, que antes estaban más favorecidas porque son las más numerosas. Con

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los nuevos parámetros más el factor de sostenibilidad con 15 años de base regula-dora la pensión se recorta un 1,9 %. La reducción va ascendiendo hasta un 10 % en carreras con 25 años, luego va descendiendo paulatinamente desde 26 a 37 años.

El Gobierno del PP, tras obtener mayoría absoluta en el 2011, asumió como un elemento central de sus políticas la idea del “salvamento” del Sistema de pensiones a través del recorte de las mismas, y lo hizo de manera unilateral, sin negociación alguna con los interlocutores sociales, y al margen del pacto de Toledo. Y además la radicalizó, la hizo más incisiva al devaluar el derecho a la revalorización de las pensiones –la cuarta parte del gasto en pensiones– no garantizando durante bastantes años su poder adquisitivo y al adelantar a 2019, por presiones europeas, la entrada en vigor del factor de sostenibilidad. Consolidó además la razón “técnica” como forma de legitimación de las reformas de la Seguridad Social en sustitución del Parlamento y de los interlocutores sociales desde la inexorabilidad económica, como si fuera posible que una reforma de tal calado en sí misma no presupusiera una visión política. Y así se designó una Comisión de Expertos, en realidad representantes de los lobbys privados con intereses propios, no coincidentes con los intereses generales de los ciudadanos, para que trazara las líneas fundamentales de la ley de 2013. La reforma, además, no era algo aislado, sino el punto culminante del proceso de reformas en materia de protección social tras los recortes de otras prestaciones en el marco de las políticas de austeridad (desempleo, sanidad, dependencia) que suponían un torpedo en la línea de flotación del futuro del Estado del bienestar.

La reforma de 2013 en realidad vino exigida por la Comisión Europea como contrapartida al rescate bancario, como se puede comprobar en los documentos correspondientes, sobre la base de que sería insostenible el “generoso” modelo español de pensiones. Se introduce cuando apenas estaba arrancando la reforma de 2011 y sus efectos todavía no se habían empezado a notar, desequilibrando los objetivos de aquella sobre la base de que era necesario una radicalización de los recortes. Se argumentaba de nuevo sobre consideraciones demográficas, a lo que se añadía las consecuencias demoledoras sobre el Sistema de Seguridad Social de las reformas que el propio Gobierno puso en marcha en el mercado de trabajo en 2012: la destrucción de empleo y la política de devaluación salarial que llevaron a que los presupuestos de la Seguridad Social empezaran a presentar déficit a partir de 2012 y en 2013 y de ahí que se haya tenido que acudir sistemáticamente al Fondo de Reserva para hacer frente al mismo hasta casi agotarlo a lo largo de estos últimos cinco años. Todo ello se ha traducido en un desequilibrio financiero en las cuentas de la Seguridad Social a falta de medidas alternativas en materia de otros ingresos. Así, los ingresos por cuotas se han reducido desde 2008 a 2016 en 4.586,92 millones, 2.339,37 en ocupados y 2.447,55 en desempleados, pese a aumentar el número de parados, al ir disminuyendo la tasa de cobertura, la duración de las prestaciones y predominar en éstas los subsidios que en general no incluyen cotizaciones a la Seguridad Social. En 2017

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el desequilibrio de las cuentas de la Seguridad Social es de entre 16.000 y 18.000 millones pese a las medidas de recorte y de la congelación de la revalorización que de por sí supone el 22 % del gasto.

Es evidente que no fue la demografía sino la disminución de la financiación generada por las políticas seguidas para hacer frente a la misma los que sirvieron para justificarla. Y...

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