Editorial

AutorLuis Enrique de la Villa Gil
CargoCatedrático Emérito de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social por la UAM. Abogado, socio de Roca Junyent. Presidente Honorario de la Asociación Española de Derecho del Trabajo y Seguridad Social.
Páginas7-11

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... la vieja Europa, tiembla en sus cimientos, sólo por dos esquinas amparada ... María Dolores Pérez Enciso (1908-1949), De mar a mar, 1946

... das Feuer in Brand stecken ...

Hans Peter Keller (1915-1988), Spielregel, 1962

  1. Cuando la crisis económica profunda y extensa, la inestabilidad política del Oriente y hasta las tragedias bíblicas han hecho temblar a la Unión Europea en sus cimientos ¡qué buena idea esa tan romántica de prenderle fuego al fuego! Las llamas consumieron primero, dejándolo en pavesas, el proyecto de Constitución Europea y ahora el Tratado de Lisboa ha empezado a arder en la hoguera alimentada por los acontecimientos externos que no pueden o no quieren apagar los dos poderes continentales ciertos, a los que hacen reverencias los aprendices de brujo incapaces de trepar por los tallos de la hierba. Pero el Tratado de Lisboa esta ahí, como endeble pegamento de una Unión Europea tan alejada del ideal de un Estado de Estados europeo fuerte como los Estados Unidos de América, el único paradigma que el mundo conoce, inimitable a todas luces porque se construyó con pausa y con fuerza de abajo hacia arriba y no precipitada y argumentalmente de arriba hacia abajo, como se pretende construir inutilmente este modelo nuestro que, al mismo tiempo, nos ilusiona y nos desencanta.

    La Europa que debía ser de todos los europeos, y de los que quisieran llegar a serlo, se está mostrando débil, vieja y egoísta, y sus instituciones y autoridades estrenadas, tras Lisboa y las costosas ratificaciones de lo allí acordado, se quedan sin respuesta en los momentos en los que resultaría exigible una lección de unidad económica solidaria hacia adentro y de firmeza hacia fuera en los valores y principios de la democracia occidental. En su lugar, participa penosamente en la danza goyesca de naves desarboladas que solo la utopia del bienestar social y de la paz entre los pueblos conseguiría enderezar.

  2. Pero ese frustrante panorama no borra la necesidad de conocer los entresijos del Tratado de Lisboa, que es justamente lo que pretende -me parece que con éxito estimable- este número monográfico de la Revista del Ministerio de Trabajo e Inmigración, en las puertas mismas de cumplir los cien números en el nuevo formato ensayado a partir de 1997, cuando se vencieron las dudas de dejar morir la emblemática Revista de Trabajo nacida poco tiempo después de que Eduardo Dato creara el Ministerio de Trabajo, en los convulsos años veinte. Se une así este es

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    tudio colectivo -cuyo mérito corresponde en su mayor parte al acierto programador de José María Miranda Boto, uno de los más destacados especialistas españoles en el estudio del derecho comunitario- a los anteriores esfuerzos individuales y de grupo para mejor conocer un Tratado que, si no sustitutivo del proyecto de Constitución Europea, ha procurado salvar los muebles de su estrepitoso fracaso. No es exagerado entender que este número 92 de la Revista enriquece una bibliografía ya muy consistente y de la que se da cuenta en sus páginas a través de la sección de lectura de revistas a cargo de Luis Gordo González y de las recensiones realizadas por Mónica Moya Grande y por Sonsoles de la Villa de la Serna. Da cuenta la primera de la primorosa monografía de Javier Gárate Castro, sobre la transformación de las normas sociales de la UE, y brinda la segunda un amplio esquema de la obra que es, sin duda, a la altura de 2011, la mejor guía disponible para el conocimiento de los aspectos generales del Tratado de Lisboa. Un extenso libro con treinta y ocho estudios firmados por profesores y catedráticos de diversas especialidades, particularmente de Derecho Internacional Público y Privado, pilotado con maestría por José Martín y Pérez de Nanclares.

  3. El Tratado de Lisboa no es un texto autosuficiente sino un tablero de reformas de los precedentes Tratados y, como ellos, sin vestigio alguno de constitucionalidad, cuyo mérito principal no consiste en sustituir el Proyecto de Tratado de Constitución Europea -al que esta Serie dedicó, un extenso y monográfico número 57, en el año 2005-, sino en haber aliñado la desorientación producida por el decepcionante fracaso de aquel ilusionado Proyecto, convertido ya para siempre en un simple recuerdo histórico. El Tratado de Lisboa no es por tanto un texto normativo para leer sino para fragmentar, incorporando sus preceptos a los Tratados preexistentes para renovarlos, dando lugar así a un modificado Tratado de la Unión Europea (TUE) -que sigue denominándose de esta misma manera- en cuanto Tratado básico, y a un modificado Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), o Tratado de desarrollo, nueva denominación del Tratado de la Comunidad Europea. Desde luego, por encima de esos calificativos descriptivos de Tratado básico y Tratado de desarrollo, respectivamente asignados al TUE y al TFUE, el valor jurídico de ambos es idéntico e incluso hay partes de sus contenidos que no responden a tal tipología, pues el TUE contiene algunas regulaciones que más son de desarrollo que básicas, en tanto que el TFUE contiene algunas regulaciones antes básicas que de desarrollo. Lo que se traduce en que la distribución de materias entre uno y otro Tratados acaba por ser, si no arbitraria, sí un punto caprichosa. Artificio que se acentúa más todavía al decidir que la regulación de los derechos fundamentales, pese a su rango de derecho originario de la UE, y fuerza vinculante, no forme parte del cuerpo normativo de ninguno de los dos Tratados, manteniendose, como Carta, en texto separado y ajeno a ellos.

    Si hubiera que destacar una sola, de entre todas las innovaciones introducidas por el Tratado de Lisboa en el derecho originario, no cabe duda que tal sería la que ha conferido a la UE personalidad jurídica, desbordando su significación pretérita de simple sujeto de derechos, lo que bien parece que debería favorecer su acción internacional y la consolidación de aquella, como concluye Miguel Colina Robledo al bucear en la etiología del Tratado de Lisboa, aprobado en esa ciudad, dentro de un informal Consejo Europeo, los días 18 y 19 de octubre de 2007, firmándose por los Jefes de Estado el 13 de diciembre siguiente, ratificándose luego por los Estados miembros en fechas diversas -comprendidas entre el 6 de febrero de 2008 y el 1 de diciembre de 2009- y entrando finalmente en vigor ese mismo día 1 de diciembre. Es, hasta ahora, el punto de llegada de la evolución que comenzó en los lejanos 50, cuando seis Estados europeos -Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo- firmaron en París el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951), al que siguieron sucesivamente los Tratados de la Comunidad Económica Europea (1957), de la Comunidad Europea de la Energía

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    Atómica (1957), el Acta Única Europea (1986), el de la Unión Europea o de Maastricht (1992), el de Ámsterdam (1997), el de Niza (2001) y el que contenía el Proyecto de Constitución Europea (2004), que es, se quiera o no, el antecedente lisiado, pero inspirador, del Tratado de Lisboa (2007). Una compleja evolución de sesenta años, sintéticamente recogida en estas páginas por Yolanda Maneiro Vázquez, rebuscando en ella la regulación relativa a las materias sociales.

  4. Inevitablemente, el estudio de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDF) merece un lugar primario de atención en este número monográfico, dedicándole sus estudios Manuel Mª Zorrilla Ruiz, Carlos Ruiz Miguel y Edurne Terradillos Ormaetxea, de los que puede obtenerse la conclusión principal de que se trata de un importante paso al frente, lastrado sin embargo por reservas que le restan trascendencia histórica y normativa. No ya solo por las que podríamos llamar «excepciones» británica, polaca y checa, sino tambien por la divisibilidad de la Carta en derechos de mayor o menor grado de protección, por la limitada aplicación de los derechos reconocidos, impuesta únicamente a los Estados miembros cuando apliquen el derecho comunitario -con la irresuelta duda de saber si el derecho comunitario comprende o no en su ámbito la normativa de transposición- y por las carencias visibles respecto de la política social, enunciándose como tales la falta de un espacio público europeo, la diversidad de estructuras sindicales, la inexistencia de partidos políticos transnacionales, la limitación impuesta al control del órgano ejecutivo por el órgano legislativo y la sustracción al Parlamento europeo de las que bien podrían entenderse como competencias naturales.

    Con todo, suena a exageración la impactante frase de que «las campanas del debilitado Estado del bienestar tocan a muerto», pues, con la relatividad que se quiera, mucho mejor es una UE con CDF que sin ella, y a partir de ahora las grandes resoluciones comunitarias -en particular las sentencias del Tribunal de Justicia- contarán con una plataforma promocional propia junto a las tomadas en préstamo del Consejo de Europa o de los evanescentes principios y valores prendidos en el éter. El punto de equilibrio se encuentra en que, conforme al art. 6 TUE, la UE reconoce los derechos, libertades y principios enunciados en la CDF, en el bien entendido que las disposiciones de la CDF no amplían en modo alguno las competencias de la UE tal y como se definen en los Tratados. A lo que se añade el doble compromiso que la UE adquiere para adherirse al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y para aceptar que pasen a formar parte del derecho comunitario, a título de principios generales, aquellos derechos que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros.

  5. No puede predecirse con la menor certeza el impulso que la CDF podrá dar a los derechos sociales en el ámbito de la UE -ni qué impulso complementario recibirán estos por vía del diálogo social, que Mª Cristina Aguilar Gonzálvez situa en un espacio de deliberada «indefinición»-, pero sí se conoce sin atisbo de duda que el Tratado de Lisboa no ha incorporado cambios relevantes sobre tales derechos. Dicho lo cual no está de más recordar las grandes competencias de la UE en el área social, según la clasificación, en seis grupos, ofrecida aquí por José María Miranda Boto, relativa a 1º) la construcción de un mercado de empleo supranacional, a través principalmente de la libre circulación de los trabajadores; 2º) la armonización de las legislaciones nacionales mediante la elaboración de una política social común; 3º) la articulación o conexión de los ordenamientos nacionales en materia de protección social, especialmente en el campo de la seguridad social; 4º) el establecimiento de las bases de un sistema europeo de relaciones laborales; 5º) la coordinación de la política de empleo de los Estados a través del método abierto de coordinación; y 6º) la creación de una ciudadanía de la UE mediante el reconocimiento de los derechos fundamentales y de los derechos cívicos.

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    Estas catalogaciones tienen el paradójico efecto de producir al mismo tiempo optimismo y pesimismo, puestas las miras en el éxito de lo que la UE puede llegar a ser o en el fracaso de lo que no ha conseguido ser todavía. En todo caso, son compatibles ambas percepciones con la comprobación de que el significado de los Tratados originarios en cuanto fuente directa de derechos y obligaciones sociales es muy limitado, casi reducido a los derechos de libre circulación y de igualdad y no discriminación por razón de nacionalidad y de sexo, tal y como ha quedado siempre explicitado en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, proponiendo Miguel Arenas Meza y Carlos Teijo García, como buen ejemplo de ello, la añeja sentencia de 29 de septiembre de 1987 (caso 126/86, Giménez Zaera).

    Los grandes y más activos contenidos de los derechos sociales, arraigados en los Tratados originarios de la UE, están lógicamente muy presentes en este número monográfico, empezando por la libre circulación. Este derecho, más económico que social todavía, como explica Lucía Dans Álvarez de Sotomayor, conoce la novedad de encomendar al Consejo, por vez primera, la capacidad para adoptar medidas sobre protección social en el ámbito de los derechos de libre circulación y residencia que se reconoce a los ciudadanos europeos, lo que tiene el contrapeso de atribuir a los Estados miembros la posibilidad de impedir la adopción de medidas que perjudiquen el equilibrio financiero en sus respectivos sistemas de protección social y de seguridad social en particular. De otro lado, y también por vez primera, se hace ahora mención a los trabajadores migrantes por cuenta ajena y por cuenta propia, evidenciándose así la yuxtaposición entre quienes se desplazan por la UE por motivos de trabajo y quienes lo hacen por razones de otra índole. La pugna entre los derechos sociales y económicos no podrá superarse quizá nunca y se manifiesta aquí en las tensiones entre el derecho de libre circulación económica y la regulación estatal sobre la negociación colectiva de las condiciones de trabajo. En muy buena dosis estos convenios colectivos son, como relata Adoración Guamán Hernández, un obstáculo para el funcionamiento del mercado interior y en particular para la libre competencia, la libertad de establecimiento y la libertad de prestación de servicios, lo que ha tenido el resultado de una jurisprudencia muy estricta -bien aprovechada por los empresarios- del Tribunal de Justicia comunitario, un resultado que no se sabe en qué medida podrá alterarse como consecuencia de las reformas del TFUE y de la vigencia vinculante de la CDF.

    El derecho fundamental a la igualdad y a la no discriminación ha reforzado su entidad con el Tratado de Lisboa, no sólo a través de la CDF sino por medio del art. 3.3 TUE, reconociendo expresamente que la UE «combatirá la exclusión social y la discriminación y fomentará la justicia y la protección sociales, la igualdad entre mujeres y hombres, la solidaridad entre las generaciones y la protección de los derechos del niño», fórmula que se completa con el art. 21 del mismo Tratado al proyectar el principio de igualdad a la acción exterior de la UE y a los intereses europeos en las relaciones internacionales, propiciadoras del reforzamiento bienvenido de la transversalidad de las políticas de género, o mainstreaming. Pero que, en opinión de Mª Teresa Velasco Portero, requiere aún un más detenido desarrollo fuera del derecho originario, que intensifique y diversifique las medidas adoptadas hasta ahora por el derecho derivado, todavía con las fisuras que enuncia críticamente María Amparo Ballester Pastor en su estudio de manifiestaciones normativas recientes, tal como la Directiva 2010/18 sobre permisos parentales.

  6. Para países como el nuestro, con la mayor tasa de desempleo de la UE, pasa a ser dogmática la afirmación de que la lucha contra esa lacra social no es cuestión estricta de política interna sino una cuestión de «interés común» en la determinación normativa del art. 146.2 TFUE y reconocida como tal en las conclusiones del Consejo sobre la Gobernanza de la Estrategia Europea de Empleo, en el contexto de la Europa 2020, documento que ha resumido aquí

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    Paula de la Villa de la Serna. Los esfuerzos de coordinación son, empero, poco significativos en la UE incluso tras el Tratado de Lisboa, tanto en políticas de empleo cuanto en materia de protección social, a caballo de las cuales se sitúa la protección contra el desempleo en sus dos dimensiones, la de reducirlo a cifras soportables y la de sustituir por prestaciones o ayudas la pérdida de las rentas de trabajo de quienes han caído en ese pozo sin fondo que es la inactividad forzosa. Para Guillermo L. Barrios Baudor y Lourdes Meléndez Morillo-Velarde, lejos de producirse avances en el mayor protagonismo de la UE, la atribución del derecho de veto a los Estados miembros evidencia un retroceso en la armonización de las fuertes diferencias entre los sistemas nacionales de protección y de seguridad social, profundizadas hasta extremos límite a medida que la UE abre sus puertas a países en los que esos dispositivos de cobertura de las necesidades sociales se encuentran en los primeros estadios de la costosa evolución habida en los países económicamente más fuertes y desarrollados.

    Respecto del campo de las políticas de empleo no le pasa inadvertida a Nora María Martínez Yáñez la posibilidad de una mejor coordinación de la acciones emprendidas por los Estados miembros, aunque no tanto de la mano de las reformas introducidas en el derecho originario por el Tratado de Lisboa, sino por mérito de la dinámica generada en el hacer de cada día, va ya para una década, asumiendo la UE la competencia de coordinar las políticas nacionales de empleo, haciendo rodar un nuevo estilo -plasmado de momento en la Estrategia de Europa 2020- que, por su propio impulso, está llamado a conseguir beneficios coordinadores paulatinamente más visibles, aunque no vinculados con el Tratado de Lisboa, responsable incluso de una cierta disociación entre los planos político y jurídico. Todo lo cual hace volver la vista hacia esa innovación introducida por el Tratado de Ámsterdam, que hizo fortuna con la etiqueta de MAC, o Método Abierto de Coordinación, en verdad polimorfo y polícromo, como es lícito deducir del detalle de la trayectoria de su práctica ofrecido en este número por Margarita Robles Carrillo. El posicionamiento del MAC entre el derecho originario y el derecho derivado de la UE le confiere una gran versatilidad teórica y la facilidad de adaptarse no solo a las políticas de empleo, sino a todas las políticas sociales, salud pública, educación, formación profesional, deporte, juventud, industria, investigación y desarrollo tecnológico ¡Un verdadero bálsamo de Fierabrás! que se magnifica e inspira efectos maravillosos, como en su día activaron la pluma de Cervantes y el piano de Franz Schubert, descorazonadores empero en su corporeidad, a lo mejor porque faltan los ochenta padrenuestros, las ochenta avemarías, las ochenta salves y los ochenta credos que el caballero Quijote rezó para adobar la pócima de aceite, vino, sal y romero preparada por el escéptico Sancho...

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