Reflexiones ecofeministas para habitar un planeta con límites

AutorYayo Herrero
CargoCo-Coordinadora estatal de Ecologistas en Acción y Directora de la FUHEM (Fundación del Hogar del Empleado)
Páginas221-238

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Suele definirse la economía como el proceso de obtención de bienes y servicios que permiten garantizar la reproducción social. Sin embargo, la economía capitalista no se pregunta sobre las bases materiales que permiten asegurar la reproducción social.

Si nos preguntásemos de qué depende la vida humana, nos encontraríamos con dos importantes dependencias materiales. En primer lugar, dependemos de la naturaleza. Somos parte de la naturaleza. Respiramos, nos alimentamos, excretamos y somos en la naturaleza. Sin embargo, las sociedades occidentales son prácticamente las únicas que establecen una ruptura radical entre naturaleza y cultura; son las únicas que elevan una pared entre las personas y el resto del mundo vivo.

La segunda dependencia humana se mide en unidades de tiempo y viene dada por el hecho de que las personas vivamos encarnadas en cuerpos vulnerables que enferman y envejecen. Por ello, la supervivencia en soledad es sencillamente imposible. Somos seres profundamente interdependientes. Desde el nacimiento hasta la muerte las personas dependemos materialmente del tiempo que otras personas dedican al cuidado de nuestros cuerpos.

La dependencia ecológica nos sume de lleno en el problema de los límites. Vivimos en un mundo que tiene límites ecológicos. Aquello que es no renovable tiene su límite en la cantidad disponible, ya sean los minerales o la energía fósil. Pero incluso aquello renovable también tiene límites ligados a la velocidad de regeneración. El ciclo del agua, por ejemplo, no se regenera a la velocidad que precisaría un metabolismo urbano-agro-industrial enloquecido. Se renueva a la velocidad que los miles de millones de años de evolución natural han determinado. Tampoco la fertilidad de un suelo se regenera a la velocidad que quiere el capitalismo global; se regenera al ritmo marcado por los ciclos de la naturaleza.

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En términos de vida humana, los límites los marca nuestro cuerpo, contingente y finito. El sistema capitalista vive de espaldas a la inmanencia de la vida y considera el cuerpo como una mercancía más que "siempre tiene que estar nuevo y flamante" (Alba, 2010). Y si no se asumen la vulnerabilidad de la carne y la contingencia de la vida humana, mucho menos se reconocen aquellos trabajos que se ocupan de atender a los cuerpos vulnerables, realizados mayoritariamente por mujeres, no porque estén mejor dotadas genéticamente para hacerlos, sino por el rol que impone el patriarcado en la división sexual del trabajo.

El sistema capitalista y la ideología neoliberal viven de espaldas a ambos tipos de dependencia e ignoran los límites o constricciones que éstas imponen a las sociedades. Operan como si la economía flotase por encima de los cuerpos y los territorios sin depender de ellos y sin que sus límites les afecten.

Apenas un par de siglos funcionando con una lógica económica que ha cortado el cordón umbilical que inevitablemente liga lo económico a la naturaleza y a las personas ha terminado conduciendo a una crisis global, que más bien es una crisis de civilización que obliga a repensar las relaciones entre las personas y de éstas con la naturaleza.

Configurar una salida alternativa y justa que no reconozca y no asuma la naturaleza ecodependiente e interdependiente de la vida humana es misión imposible. Sólo la consciencia de aquello que sostiene materialmente la vida puede ayudar a perfilar políticas, instrumentos, procesos e instituciones compatibles con esa doble dependencia.

1. La economía convencional, en guerra con los territorios y los cuerpos

Naredo (2006) señala que, hasta la llegada de la Revolución Industrial, los hombres y las mujeres, al igual que el resto del mundo vivo, vivieron de los recursos que proporcionaba la fotosíntesis y de los materiales que encontraban en su entorno más próximo.

Los seres humanos aseguraban su supervivencia imitando el funcionamiento de la biosfera. La economía se basaba en el mantenimiento de la diversidad que existía. Todo era objeto de un uso posterior, en una cadena, un ciclo, que aseguraba la renovación de los materiales empleados. Los ritmos de vida eran los marcados por los ciclos de la naturaleza y éstos eran dinamizados por la energía del sol.

Sin embargo, las sociedades se alejaron del funcionamiento de la biosfera al comenzar a utilizar la energía de origen fósil para acelerar las extracciones y las producciones. La disponibilidad, primero de carbón, y luego de gas natural y petróleo, posibilitó un cambio profundo en el metabolismo económico y la posibilidad de superar los límites del territorio en el que se vivía mediante un sistema de transporte que permitía obtener energía, materiales y alimentación procedente de territorios lejanos.

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Este crecimiento masivo, basado en el sometimiento y explotación de otras personas y territorios, sin consideración de límites y apoyado en el manejo a gran escala de los stocks de los materiales contenidos en la corteza terrestre, conduce al deterioro del patrimonio natural que ha legado la evolución, tanto por la extracción de recursos no renovables, como por la generación de residuos, resultando en el extremo globalmente inviable.

Pero, además, el modelo socioeconómico capitalista no se ha expandido sólo a costa de los sistemas naturales, sino también a partir de la incautación de los tiempos de las personas para ponerlos al servicio del mercado. Es evidente en el caso de las personas empleadas en el mercado laboral en el que venden su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Sin embargo, la apropiación ha sido menos visible o totalmente invisible en lo referente a los tiempos de trabajo no libre dedicados a la reproducción social y mantenimiento de la vida cotidiana.

El cuidado de los cuerpos vulnerables constituye un elemento profundamente material e insoslayable para la supervivencia humana. Todos y todas somos dependientes de los cuidados en algún momento de nuestra vida. Por ello, podemos decir que los cuidados son universales e inevitables.

En la infancia más temprana, durante los períodos de enfermedad o en la vejez, y de forma permanente en muchos casos de diversidad funcional, nuestras vidas dependen materialmente de una gran cantidad de trabajo que otras personas, mayoritariamente mujeres, dedican a cuidar y mantener nuestros cuerpos.

Y no sólo exigen apoyo los niños y niñas, las personas enfermas o ancianas o quienes viven con una determinada discapacidad. Existen una gran cantidad de "dependientes sociales", personas adultas y sanas, mayoritariamente hombres, que no han desarrollado la capacidad cuidar de sí mismos, ni mucho menos de otros. Son los trabajadores "champiñón" que parecen brotar lavados, descansados y alimentados cada día en sus puestos de trabajo, sin que tengan la obligación de ocuparse del cuidado de nadie (Pérez Orozco, 2006). La atención de estos dependientes sociales, también supone una importante carga que asumen las mujeres.

Podríamos definir trabajo de cuidados como aquéllos destinados a satisfacer las necesidades del grupo, su supervivencia y reproducción. El trabajo de cuidados presenta una doble dimensión. Por una parte se centra en la materialidad de los cuerpos y en sus necesidades fisiológicas y. por otra, tiene un fuerte componente afectivo y relacional, en todo lo que se refiere al bienestar emocional.

La economía clásica, aunque no concedió a este esfuerzo ningún valor económico, al menos reconocieron la importancia del trabajo familiar doméstico y formularon el salario como el coste de reproducción histórico de la clase obrera (Carrasco, 2009). Para ellos, existía una tensión al reconocer el valor del trabajo doméstico aunque no llegasen a incorporarlo en los marcos analíticos de la ciencia económica.

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Esta contradicción desaparece, casi completamente, con la economía neoclásica que institucionaliza definitivamente la separación entre el espacio público y privado, entre la producción mercantil y la producción doméstica, quedando ésta última marginada e invisibilizada. Es esta segregación de roles la que ha permitido a los hombres ocuparse a tiempo completo del trabajo mercantil, sin las cortapisas que supone ocuparse de cuidar a las personas de la familia o de mantener decentes las condiciones higiénicas del hogar. Se apuntala así una noción de lo económico que no se ocupa de la división sexual del trabajo, ni reconoce el papel crucial del trabajo doméstico en relación con la reproducción del sistema capitalista.

Entre la sostenibilidad de la vida humana y el beneficio económico, nuestras sociedades patriarcales capitalistas han optado por éste último (Carrasco, 2009). La actividad mercantil se sitúa en el centro de la estructura socioeconómica, pero no considera ningún tipo de responsabilidad social en la mantenimiento de la vida. Esta responsabilidad, que no puede dejar de ejercerse si se quiere que la vida continúe, ha sido relegada a las esferas invisibilizadas de la economía del cuidado, donde se absorben las tensiones y el conflicto permanece oculto (Pérez Orozco, 2006).

2. En guerra con la naturaleza

Durante los siglos XIX y XX se pensaba que la biosfera era un espacio inagotable, pero bruscamente hemos superado ya su biocapacidad. Los límites biofísicos y las contradicciones internas del propio proceso de funcionamiento...

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