Ética y voluntad de poder en los conflictos religiosos

AutorVicente Serrano Marín
Cargo del AutorDoctor en Filosofía, Instituto de Filosofía, CSIC, Madrid
Páginas153-169

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PARTIRÉ de una premisa que, a su vez, depende de una consideración más amplia de las relaciones entre religión y política: los conflictos rara vez son sólo religiosos y son casi siempre a la vez conflictos políticos. Los llamados conflictos religiosos son, en muchos casos, episodios o aplicaciones concretas de la utilización política de la religión o de las religiones, por tanto del uso de las religiones desde distintos poderes en conflicto. Esto resulta fácilmente reconocible en aquellas sociedades donde el poder político se vincula a la religión, pero eso no quiere decir que no se dé igualmente en sociedades que podemos considerar formalmente secularizadas, puesto que el mecanismo básico analizado ya en el Tratado teológico-político1 de Spinoza se puede aplicar también a sociedades aparentemente secularizadas2.

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No es necesario un recorrido muy profundo ni muy extenso por la historia de Occidente para constatar que unas mismas creencias religiosas conviven pacíficamente o bien se enzarzan en conflictos bélicos agudos en función de las coyunturas políticas. La península ibérica es un ejemplo inmejorable para corroborar lo que decimos. A siglos de conflicto le siguieron otros de convivencia y a éstos expulsiones coyunturales en función de los cálculos y las necesidades políticas.

En principio podemos considerar también como un principio difícilmente discutible que todo poder político es más fuerte cuanto mayor es la cohesión social y que la cohesión lo es mayor cuanto mayor sea el número de creencias básicas compartidas. Es esto lo que durante siglos ha convertido a la religión en una pieza inevitable de la lucha por el poder político, que se hace especialmente decisiva cuando fallan otros elementos de cohesión y de legitimación. Porque, en efecto, durante siglos, la religión, o mejor las religiones, han sido las instituciones sociales que gestionaban las creencias. Esto ya no es así en el mundo occidental postilustrado y moderno y muchos menos aún en el postmoderno donde a las religiones como gestores de las creencias y de los sentimientos básicos asociados a las mismas les han surgido competidores3. El mas importante de estos competidores está dado en esa máquina de creencias asociada al mercado que es la publicidad en sus distintas formas, una maquinaria sutil y compleja que adopta incluso la forma de una manifestación cultural, según los casos, como ocurre con la industria cinematográfica o con una buena parte de las herramientas de comunicación de masas. De hecho, incluso lo que hoy llamamos medios de información no son en ocasionesPage 157 sino meros medios de propagación a partir de agendas desarrolladas por los poderes internacionales y nacionales.

Las democracias modernas occidentales surgen en gran medida como resultado de las llamadas guerras de religión4, muy vinculadas al ideal de tolerancia, y tal vez por esa misma razón existe la tendencia a interpretar que la convivencia pacífica entre distintas creencias es patriomonio exclusivo de este tipo de sociedades5. Hay autores, como Berger y Luckman, que prefieren hablar de pluralismo en lugar de secularización como el rasgo característico de la modernidad6. Sin embargo, nada hay más ajeno a la realidad. Distintas creencias religiosas han convivido en todo periodo histórico y bajo todo tipo de regímenes, mientras que en nuestros días el proceso globalizador parece homogeneizar como nunca no ya sólo las principios comunes de organización, sino también las costumbres y las creencias básicas inherentes a una sociedad de producción masiva de mercancías. En ese sentido no parece nada improbable el título de Imperio dado por Negri y Hardt a su análisis de las sociedades contemporáneas tras la caída del muro de Berlin7.

Ahora bien, ¿qué es lo que hace diferente al imperialismo moderno y contemporáneo y qué relación guarda, a su vez, con la cuestión de la ética, la moral y el conflicto religioso? Es lo que podemos llamar la paradoja del pluralismo y que consiste básicamente en que formalmente parece respetar cualquier creencia y por definición y en eso es pluralista, pero en realidad impone una creencia dominante, creencia que como tal es incompatible con determinadas creencias, con aquéllas que impiden crecer al principio dominante a partir del cual sePage 158 forja el aparente pluralismo. Hay otra forma de expresar esta misma paradoja, con arreglo a la cual el pluralismo aparente se hace depender de un único principio que genera esa apariencia pero elimina cualquier posibilidad de principios alternativos. Esto es lo que trataremos de aclarar en lo que sigue.

La cuestión se puede abordar desde distintos lugares, pero yo la abordaré directamente desde una consideración vinculada a las cuestiones propias de lo que se llama ética o filosofía moral y utilizaré algunas nociones hoy muy extendidas en ese ámbito, partiendo de la diferencia misma entre ética y moral, puesto que con frecuencia se considera que determinadas culturas, no occidentales y en todo caso «no modernas», a lo sumo han alcanzado códigos morales rígidos, pero en ningún caso una ética en el sentido de las elaboraciones modernas del mundo surgido de la Ilustración y que habrían inspirado a su vez los Derechos Humanos. Aunque esta afirmación y otras semejantes se han cuestionado con frecuencia para atacar la tendencia universalista de los principios éticos, pues supuestamente no dejamos de aplicar una categoría occidental para discriminar y valorar diferencias entre lo occidental y el resto. Sin embargo, hay que decir que una objeción como ésa descansa, a su vez, en una confusión según la cual Occidente se apropia del conjunto de la cultura que se ha generado en el espacio geográfico y cultural mediterráneo y se olvida con frecuencia que ese espacio es compartido por otras culturas y visiones que serían en eso tan occidentales, o tal vez más, de lo que lo es, por ejemplo, la cultura anglosajona trasladada al otro lado del Atlántico y del Pacífico. En concreto, y en el ámbito de la filosofía moral, se olvida con frecuencia que el Islam hizo de puente entre el legado cultural griego y el mundo cristiano medieval.

Pero dejando ahora esa cuestión y regresando al hilo del discurso cabe afirmar que la situación es en apariencia la siguiente: las sociedades occidentales esgrimen la defensa de la ética frente a los contenidos morales, que se consideran por definición dogmáticos, de cualquier religión. La religión en sí misma, cualquiera que sea, se respeta y por definición, pero en la medida en que esas sociedades, o parte dePage 159 ellas, a su vez, en muchos casos no respetarían las libertades propias de las sociedades secularizadas, esas sociedades no habrían alcanzado el momento ético y entonces moralmente serían sociedades inferiores, o indecentes o por lo menos no decentes, que es el término que se usa con frecuencia8. Es decir, que Occidente afirma ahora una superioridad moral igual que durante siglos la afirmó en términos civilizatorios o técnicos9. Pero justamente esa superioridad moral es la que en aras de unos valores que se pretenden o afirman como universales «legitima» en último extremo intervenciones, que por supuesto, no son injerencias en asuntos internos, sino intervenciones en nombre de los Derechos Humanos, de la ética y de los valores.

De hecho la diferencia básica entre la moral y la ética residiría en el carácter dogmático de la primera frente al carácter de libre reflexión de la segunda. La primera impone normas al sujeto, normas cerradas y acabadas, mientras que la segunda da criterios para la reflexión a partir de los cuales obtener normas. Siempre ha sido así, tanto en Grecia como en las sociedades modernas donde la ética reaparece justamente frente a la moral, frente a lo que Kant llamaba la heteronomía en sus distintas versiones10. Una expresión contemporá-Page 160nea de este modo de concebir las relaciones ente ética y moral lo encontramos en la obra de John Rawls, para quien el momento ético se vincula justamente a la noción de equilibrio reflexivo, mientras que el momento moral podríamos considerar que se sitúa en lo que Rawls denomina visiones comprehensivas del mundo. El equilibrio reflexivo11, como pieza clave de la justicia, se da precisamente donde en una sociedad dada se ponderan las diferentes creencias que conviven en ella y a partir de esa ponderación se obtienen normas que no se identifican ya con otras normas dogmáticas, propias de una visión del mundo comprehensiva. Ahora bien el modelo de una moral comprehensiva o de una visión del mundo comprehensiva...

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