Poéticas del consumo: el arte y la crítica como formas de imaginación social

AutorJosé M. Cuesta Abad
CargoProfesor de Teoría de la Literatura Universidad Autónoma de Madrid
Páginas89-97

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1. El espíritu en el mercado: el arte y la literatura como fetiches industriales

El alto valor que las sociedades industriales atribuyen a «bienes culturales" como el arte o la literatura no puede equipararse sin más a la valoración estética e ideológica de la creación artística que encontramos en las formas tradicionales de cultura precapitalista (en el sentido social, político, económico y tecnológico del término). Es evidente que muchos de los criterios axiológicos de evaluación de la calidad estética que se han propuesto a través de la historia occidental perviven plena o residualmente como medios de enjuiciamiento de la obra artística que aún conservan un sentido social, técnico o funcional 1, pero también lo es el hecho de que la cultura del capitalismo avanzado, además de haber extendido la percepción de lo artístico (y no ya de lo estético) a los objetos cotidianos «embellecidos» por el diseño estandarizado, a la artesanía maquínica en sus diversas manifestaciones o a la aparente novedad caótica de cualquier vanguardismo frenéticamente original, ha llevado a cabo un proceso previsible de mercantilización de la cultura y de transvaloración socio-económica del arte 2. De cuantos valores pueden poseer o proyectar el arte y la literatura (belleza, conocimiento, grandeza, armonía, moralidad, distinción social...), el de ser consumible es inequívocamente el que define, todo lo externamente que se quiera, el carácter de las formas artísticas en la época de la mercantilización mundial 3. Por supuesto, la obra artística o literaria es consumible porque es producible, y su producción, aunque no está determinada de un modo absoluto e interno por imperativos industriales o comerciales, sí se encuentra como institución social teleológicamente destinada al consumo. Las consecuencias derivadas de la consumibilidad de la escultura, el cuadro o la novela no sólo afectan a la comprensión colectiva del hecho artístico ni quedan reducidas a simples actitudes circunstanciales -por masivas que puedan ser- de la sociedad ante ciertos fenómenos de la cultura. Las condiciones industriales y los cauces mercantiles donde se integra la praxis creativa y comprensiva del arte promueven transformaciones cualitativas en la estructura material, comunicativa e ideológica de la obra estética 4. Este proceso de transformaciones expresa cambios en el sistema de la imaginación social, es decir, es la esfera colectiva, intersubjetivamente reconocible, de concepciones de la realidad y mediaciones con lo real que constituyen el acervo de ideas, creencias, valores y disposiciones éticas de una cultura. De acuerdo con estas premisas, la teoría estética de Adorno constituye una sugerente propuesta de análisis social del consumo artístico fundado en perspectivas marxistas.

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Adorno considera que la mediación social promovida por la obra artística no consiste sólo en las relaciones externas de producción y recepción, sino también en las conexiones «ideológicas» inmanentes al contenido de la creación estética: en la medida en que el arte se separa o trata de separarse de la sociedad, para cumplir así las exigencias de autonomía que definen el valor artístico, no puede más que reflejar dialécticamente contenidos sociales que aparecen plasmados de un modo más o menos explícito o implícito en la obra. Naturalmente, los procesos de recepción y valoración de los productos artísticos son aspectos fundamentales del carácter social de lo estético, pero existe también una «mediación social interna» en las obras que revela la inscripción de contenidos sociales en ella. «El arte es algo social -escribe Adorno- sobre todo por su oposición a la sociedad, oposición que adquiere sólo cuando se hace autónomo. Al cristalizar como algo peculiar en lugar de aceptar las normas sociales existentes y presentarse como algo "socialmente provechoso", está criticando la sociedad por su mera existencia, como en efecto le reprochan los puritanos de cualquier confesión. Todo lo que sea estéticamente puro, que se halle estructurado por su propia ley inmanente está haciendo una crítica muda, está denunciando el rebajamiento de un estado de cosas que se mueve en la dirección de una total sociedad de intercambios, en la que todo es para otra cosa. Lo asocial del arte es negación determinada de una sociedad determinada» 5. Desde esta perspectiva, el arte aparece como una negación dialéctica de la cultura de la transitividad en que se fundan los valores de intercambio de la sociedad capitalista. La inmanencia del hecho artístico, la kantiana «finalidad sin fin» que supuestamente lo define, opone una resistencia social a la invasión indiscriminada de contenidos ideológicos naturalizados o admitidos de un modo pacífico en el entorno exterior a la obra de arte 6. En cierto modo Adorno tiene una «visión aurática» del arte y presiente la destrucción, por obra del capitalismo, de ese valor intangible de autonomía casi sagrada que ha formado parte «ya siempre» de la creación artística. La reproducción técnica del arte, o su producción y recepción seriales e industrializadas, destruye lo que W. Benjamín denomina el aura, el valor singular e irrepetible de la obra de arte tradicionalmente concebida, expuesta a una contemplación ritual y «cultual» 7. Consciente de la influencia que el modelo capitalista ejerce sobre la forma y el contenido sociales del arte, la crítica adorniana evoca el concepto de cosificación fetichista para responder a las ideas de Benjamín sobre la masificación de la experiencia estética. El pensamiento estético de Adorno reconduce la crítica social del arte a una teoría del fetichismo de la mercancía que sigue nominal aunque no conceptualmente los postulados de Marx. En los análisis marxistas el fetichismo se concibe como una «cosifícación» de las relaciones de producción: al adquirir la mercancía una importancia o un interés absolutos, las relaciones sociales entre los productores se convierten en «relación entre cosas», y dicha interacción toma el aspecto de una obligación reificada o despersonalizada. Sin embargo, Adorno da a la idea de fetichismo su significado habitual de «fuerza mágica» o de «poder espiritual» de un objeto con el fin de señalar la fascinación social que suscita la obra de arte, porque su Intención se dirige sobre todo a determinar en qué medida la sociedad capitalista ha decidido una modalidad peculiar de consumo artístico. De esta forma la crítica adorniana trata un aspecto esencial del problema del arte como fenómeno social del capitalismo cuando afirma, refiriéndose al consumo de las obras de arte, que la independencia del valor de cambio hace decrecer hasta la atenuación la relevancia del valor de uso: cuanto más invariablemente el valor de cambio lleve al valor de uso, tanto más fuertemente se tornará el valor de cambio mismo en objeto de fruición 8.

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El valor estético resulta entonces obliterado por el valor de cambio del cuadro, del libro o de la entrada al concierto, que hacen las veces de actos culturales positivamente connotados en virtud de criterios socioeconómicos. Incluso si se acepta como generalmente válida la tesis de Adorno sobre el carácter crítico o negativo de los contenidos sociales del arte, no cabe duda de que el mero sometimiento de la obra artística a las condiciones de consumo capitalistas causa una pérdida inmediata de la «negatividad» crítica de aquélla, puesto que la atención del consumidor, antes que centrarse en las ensimismadas cualidades estéticas de las obras, tiende a desplazarse a una valoración «cambiaría» y transitiva de la mercancía artística 9.

El consumismo, institución de vital importancia en as sociedades industriales del capitalismo avanzado, determina una interpenetración de esferas axiológicas relativas a los principios de utilidad e inutilidad de los objetos. Un automóvil, un electrodoméstico, un instrumento tecnológico cuya posesión está al alcance de un conjunto amplio de invididuos, ha de estar dotado de cierto «valor estético», debe ser portador de cualidades formales que acentúen su utilidad revelando un mínimo refinamiento social. Por otro lado, el arte y la literatura, en cuanto bienes culturales incorporados a masivos procesos mercantiles, añaden a sus prestigiosas -y a veces imperceptibles- propiedades estéticas una utilidad en potencia (diversión, evasión, educación, distinción y, llegado el caso, inversión) acrecentada por un simulacro de intercambio que tiene un efecto de sobrevaloración social simbólica. La masificación reproductiva, divulgativa o institucional del arte y la literatura representa una programación sistemática de la respuesta y satisfacción de la sociedad ante supuestas «necesidades culturales». La intermediación arte-sociedad a través del binomio valor de cambio/valor de uso y de sus simulacros produce el efecto inverso al de la dotación de caracteres estéticos inmanentes (por así decir, inútiles) a los objetos utilitarios: mientras los bienes de uso adquieren un imaginario aspecto artístico que enfatiza y preserva publicitaria y seductoramente su valor, los objetos artísticos se ofrecen al dinamismo efímero y a la indefinida sustitución de las cosas consumibles. En otras palabras, el valor mercantil del arte (una exposición de Veláz-quez, una reproducción de Picasso, una edición de Cervantes o la vigésima reimpresión de una novela de Umberto Eco) estriba en la fungibilidad de la mercancía que garantiza la continuación del circuito de producción y consumo. Con ello la perduración del valor artístico queda sustancialmente debilitada, puesto que depende de condiciones indefinidamente variables y, en todo caso, externa a evaluaciones y permanencias de tipo estético o intelectual. Mientras que...

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