Los discapaces no incapacitados. Situaciones especiales de protección

AutorRafael Martínez Díe
CargoNotario
Páginas19-40

Los discapaces no incapacitados. Situaciones especiales de protección(1)

  1. PRÓLOGO

    El progresivo aceleramiento histórico que se ha experimentado en el siglo que expira, y que posiblemente sea el gran tema de nuestra época, está provocando una cierta desnaturalización por inadaptación de las instituciones y esquemas en que se basa nuestro ordenamiento jurídico.

    Un ejemplo paradigmático de esta desacomodación entre la realidad fáctica y la normativa lo constituye el de la tutela jurídica de quienes carecen de aptitud para su autogobierno, cuyo régimen protector no puede llegar a articularse por la sencilla razón de que suele sustraerse del conocimiento judicial la existencia de aquellos presupuestos que permitirían decretar la correspondiente incapacitación.

    Una vez más, la disociación entre lo material y lo positivo conduce al absurdo de que una regulación residual y escasa, como la que merece la guarda de hecho, tenga una relevancia práctica incomensurablemente superior a la de la tutela. Es decir: tres lacónicos y ambiguos preceptos de nuestro Código Civil gozan de un protagonismo práctico muy superior al de los ciento cinco artículos que disciplinan el régimen de la tutela, la cúratela y el defensor judicial.

    Obviamente las causas que originan el ocultamiento de la incapacidad son numerosas y complejas, y creo sinceramente que su análisis -aunque necesario además de urgente- excede de los límites de estas reflexiones. Ello no obstante, y desde una perspectiva estrictamente jurídica, el mismo objeto de estas notas impone entrar en el análisis de las razones que inducen a que estas situaciones se mantengan en la clandestinidad o en las afueras del régimen tuitivo diseñado por la ley civil.

  2. LA DESCOORDINACIÓN INSTITUCIONAL

    Uno de los factores que influyen poderosamente en la inaplicación sistemática de los artículos 199 y siguientes del Código Civil es el de la inveterada descoordinación institucional, que llega a extremos que no dejarían de ser pintorescos si no fueran dramáticos para quien los padece.

    Baste proponer algunos ejemplos:

    1. Cuando una minusvalía se proyecta sobre la llamada capacidad de trabajo de una persona, cualquiera que sea su etiología -enfermedad común, profesional o accidente de trabajo-, su graduación por los equipos médicos y declaración por la administración competente, constituye el eje del que se hace depender el tipo y alcance de las ayudas que correspondan, e incluso la posibilidad de sujetarse a relaciones laborales incentivadas por el Estado. Consecuentemente, la Administración no sólo conoce sino que reconoce y determina el grado de la invalidez que afecta a las personas que pretenden obtener la condición de beneficiarios del sistema protector de la Seguridad Social -en su modalidad contributiva o no contributiva-, por lo que dispone de una amplia información sobre aquellas patologías severas que privan del autogobierno, a pesar de lo cual estos datos en ocasiones no se trasladan al Ministerio Fiscal, que ante el silencio administrativo difícilmente puede llegar al conocimiento de la posible causa de incapacitación.

    2. Aun compartiendo la opinión de Pedraz Gómez2 y de Leña Fernández3, en el sentido de que la incapacitación sólo puede decretarse siguiendo el procedimiento establecido por la Ley de 24 de octubre de 1983, sustanciándose ante el orden civil de la jurisdicción, no por ello los otros órdenes jurisdiccionales -en el concreto ámbito de sus competencias- carecen de potestad para enjuiciar cuestiones de capacidad. Esta circunstancia llevó a autores como Majada y De La Cuesta Aguilar4 a entender que es posible obviar el procedimiento establecido en la Ley 13/1983 y pasar directamente a la constitución de la tutela en los siguientes supuestos:

      b.1. Si en el orden penal de la jurisdicción se hubiera apreciado la eximente de enajenación mental del artículo 8.1.° del Código Penal de 1973, ordenándose el internamiento del enfermo en establecimiento del que no pudiera salir sin previa autorización del tribunal, ello suponía -según Majada- la plena incapacitación del imputado. En la actualidad, sin embargo, esta tesis ha quedado claramente superada, de conformidad a lo establecido en los números 1.° y 3.° del artículo 20 del vigente Código Penal, en relación con el artículo 101 y con la Disposición Adicional Primera del mismo cuerpo legal.

      En efecto; a tenor de lo previsto en la citada Disposición Adicional, «cuando una persona sea declarada exenta de responsabilidad criminal por concurrir alguna de las causas previstas en los números 1.° y 3.° del artículo 20 de este Código, el Ministerio Fiscal instará, si fuera procedente, la declaración de incapacidad ante la Jurisdicción Civil, salvo que la misma hubiera sido ya anteriormente acordada y, en su caso, el internamiento conforme a las normas de la legislación civil».

      A la vista de los preceptos mencionados, la única cuestión que resta por resolver queda circunscrita a determinar si la consecuencia jurídica de la Disposición Adicional transcrita es o no aplicable cualquiera que fuera el momento en que se produjeron los hechos cometidos por el sujeto declarado exento de responsabilidad criminal. A tal fin conviene comparar el artículo 8.1.° del Código derogado con el artículo 20 del vigente, contrastándolos para averiguar si la repetida Disposición Adicional es fruto de una modificación del sistema o es una norma aclaratoria dirigida a disipar las dudas competenciales existentes.

      Como pone de relieve el equipo de autores encabezado por Moyna Ménguez(5), el n.° 1 del actual artículo 20 del Código Penal abandona la fórmula psiquiátrica del Código derogado, que siguiendo la incorporada al de 1932, propuesta por el Dr. Sanchís Banús, se refería al «enajenado y el que se halla en situación de trastorno mental transitorio», adoptando una fórmula psiquiátrico-psicológica, en que se alude a la causa («anomalía o alteración psíquica») y a los efectos -al señalarse que el sujeto «no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión»-. Obsérvese, pues, que el artículo derogado se producía en términos más estrictos y específicos, lo que permitía entender que su apreciación por el tribunal penal equivalía a la plena declaración de incapacidad (cfr. sentencia de la Sala 2.a del Tribunal Supremo de 31 de marzo de 1993), sin que fuera susceptible de revisión ni graduación por la jurisdicción civil.

      Sin embargo, pese a que la fórmula anterior fuera de exclusivo tinte psiquiátrico, la Sala 2.a del Tribunal Supremo ya había aclarado que para su aplicación no era suficiente una mera clasificación clínica, lo que supondría incurrir en una hipervaloración del diagnóstico, sino que era menester poner en relación la alteración mental con el acto delictivo de que tratara, ya que la enfermedad es condición necesaria pero no suficiente para establecer una relación causal entre la enfermedad mental y el acto delictivo (cfr. STS de 20 de enero de 1993). Es decir: nuestro más Alto Tribunal había adoptado anticipadamente un criterio causal, doble (psiquiátrico-psicológico) y relativo exclusivamente a ventilar la exención o no de responsabilidad criminal del imputado, de donde resulta que la consecuencia jurídica prevista en la Disposición Adicional tantas veces repetida es aplicable cualquiera que sea la fecha de la correspondiente sentencia. Asimismo abunda en esta posición lo previsto en la Disposición Transitoria Décima del vigente Código Penal.

      Obviamente, de estas observaciones se deduce que la incapacidad tiene un tratamiento y alcance distinto, aunque ocasionalmente convergente, en la órbita de lo penal y de lo civil.

      b.2. También se ha debatido sobre el alcance jurídico de la declaración de incapacidad permanente realizada por los juzgados de lo social, no faltando autores que abogan por atribuir a dichas resoluciones eficacia equivalente a la incapacitación decretada por la jurisdicción civil, de tal manera que serían hábiles para instar directamente la constitución de la tutela. Sin embargo, este criterio no parece sostenible si se repara en los presupuestos, procedimiento y efectos de la declaración y graduación -administrativa o, en caso de discrepancia, jurisdiccional- de la incapacidad permanente.

      Siguiendo a Alvarez de la Rosa(6) la declaración de incapacidad permanente, su calificación, la fijación de su grado, así como su eventual revisión, son actuaciones administrativas que no se limitan a constatar un diagnóstico médico sobre el estado de salud del interesado, sino de un acto administrativo -susceptible de recurso ante la jurisdicción social- dirigido a desencadenar consecuencias en el orden laboral y en el de la protección social (STS de 6 de octubre de 1992). En congruencia con lo anterior, los jueces de lo social únicamente examinan las alteraciones de la salud en cuanto afecten o disminuyan la capacidad laboral de una persona, y no con referencia a su aptitud de autogobierno.

      b.3. En términos semejantes a los hasta ahora indicados, igualmente se ha discutido la repercusión en la órbita civil de las resoluciones administrativas y de las procedentes del orden jurisdiccional contencioso-administrativo que contengan declaraciones sobre el estado mental de los funcionarios públicos, siendo reproducible -naturalmente con las adaptaciones oportunas- lo ya expuesto.

      En coherencia con lo anterior, si se entiende que el único procedimiento idóneo para decretar la incapacitación de una persona es el seguido ante la jurisdicción civil por los trámites del juicio declarativo de menor cuantía, la apreciación -e incluso la constatación- por jueces, tribunales de justicia o administraciones públicas de posibles causas de incapacitación, debería ser comunicada al Ministerio Fiscal con sujeción a lo establecido en el artículo 203 del Código Civil, ya que de no darse traslado de tal información al Ministerio Público se produciría una situación borrosa, profundamente perturbadora para la seguridad del tráfico...

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