Mas allá de la dicotomía cultura-natura: la metamorphosis del pharmakos y del homo sacer en la modernidad avanzada

AutorFernando Tenorio Tagle
Cargo del AutorUAM-A
Páginas588-625

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I

Todo indica que es una verdad definitiva, wittgensteinianamente dicha4, cuando Franz Rosenzweig (2006) afirma que el miedo a la muerte se erige en el motor o impulso del conocimiento, en nada diverso a la voluntad de saber de Michel Foucault (2002). Baste en este sentido apreciar antropológicamente el relato bíblico que conduce a Adán y a Eva a la mortandad, luego de comer los frutos del árbol prohibido: el árbol de la sabiduría. Representa la transición, desde la tradición evolutiva, del primate hacia el humano; el ser de la consciencia del mundo que se inventa individuo, se desprende del Ser, representa el origen de aquella línea que lo separa del Ser pero que éste continúa atrapándolo. Ciertamente se auto-diferencia (la endeble pero naciente dicotomía cultura - natura): la conciencia, entonces, de que natura no muere pero sí el individuo que se sabe tal: nacer destinado a la muerte, donde la cuestión problemática está, no en la muerte misma, sino en la consciencia de la irremediable mortandad a la que estamos destinados. Como el destino demoníaco al que se refiere Massimo Cacciari (1989. Pag.77.), en donde «... La vida misma, nos indica, es una condena».

Y esta verdad definitiva se mantiene y va más allá de cualquier relato preñado de una deseada eternidad incluido el del mismo Rosenzwieg para quien la muerte no es nada sino un algo, presupuesto del que parte para la formulación de una nueva filosofía; como antes el de Leibniz (al cual contrasta Cacciari (2002) con Rosenzweig), quienes, aunque la Puerta que está al final del recorrido de la estrella se abra a la vida (la meta que se convierte en origen) o el cuerpo como

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soma sea un germen de vida (una vez más la meta es el origen), se encuentran, wittgensteinianamente dicho, esto es, como una verdad definitiva, ya muertos, aunque vivan en nosotros o sean póstumos (Nietzsche, F. 1981) o, como en una antropología, nos habiten en su ausencia (Gil, J. 1983); entonces vivimos de los muertos. Una sintética especie de la entramada de las historias: somos lo que no somos, pero lo que no somos está definitivamente muerto. Ello devela que la debilidad de la dicotomía cultura - natura, sigue estando en la necesidad de construir su frontera, la frontera entre ambas, de esa línea que se encuentra al origen de la individualidad, porque aún no podemos escapar de las leyes de natura, sólo tenemos consciencia de parte de ellas, de algunas de sus infinitas posibilidades, no dejamos de ser natura a pesar de cultura: pertenecemos todavía a ella, de donde provenimos, a la que irremediablemente regresaremos.

Nada más preñante de ese deseo de eternidad, de no morir (pero también freudianamente comandado por Thanathos) que la identificación de Mictlán, el lugar de los muertos en la conciencia autóctona mesoamericana, definida como el lugar mismo donde los vivos se forman a partir de los muertos, el fin que es el origen (Tenorio, F. 1992). Es en cierto sentido atribuirle a quien muere que irremediablemente migrará hacia una nueva manifestación de vida, lo que ciertamente lo es, una nueva forma de existencia en el todo, aunque esa individualidad que ha cesado, ha quedado definitivamente abrogada.

Enterrar a los muertos, entre otras posibilidades semejantes como quemarlos para incorporarlos al universo al que ascienden, no puede significar otra cosa que la ritualidad para regresar los cuerpos sin vida, esto es, sin individualidad alguna, al Ser; aunque al morir, en ese preciso instante, cuando ya no hay individualidad, la materia inerte es ya totalmente parte del Ser, con lo que se convierte en germen de vida, convirtiéndose aquello sin conciencia en inicio: quizás con la proyección de un nuevo destello más potente, o sea, más consciente, pero al final la posibilidad de un nuevo destello de una vida, una nueva individualidad (quizás la misma alma en una nueva individualidad, que enmarca el ciclo de las reencarnaciones y que constituye, como arguye Cacciari (1989. Pag. 61), de su lectura angelical, la presuposición de la idea de redención final), pero una nueva individualidad, la que es, sin embargo, por ello efectivamente otra vida, pero que igualmente presagiará desde su inicio la fatalidad.

Así, la muerte, que no es nada sino un algo, como lo desprende Rosenzweig, es destino sólo de quien vive conscientemente, de quien transitó a la individualidad aunque es sólo un destino natural, no hay aún una verdadera emancipación respecto de natura, salvo un acto de rebeldía: adelantar la muerte. Adelantar la muerte implica en opinión de Rosenzweig exhibirlo como el acto antinatural por

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excelencia. Y esta conclusión podría ser igualmente pertinente en el caso de que el individuo (el humano desprendido del ser, aquel que dejó atrás su condición de primate, uno más de los conformadores de natura), alcance aquello que Nietszche (2008), por ejemplo, interpretaba como suprahumano. Por ello Rosenzweig aprecia al suicidio como el acto más antinatural: el individuo está condenado naturalmente a la muerte pero no al suicidio. Pero el individuo no es natura o pretende no serlo (y sin embargo ésta lo atrapa); si así fuese no sería individuo no construiría cultura, cultura que escapa de la muerte pero no el individuo, su productor. Por consiguiente, tan cultura es el suicidio como el referente ético que obliga al individuo a seguir la ley de natura. Por ello, ... «es preciso, observa Rosenzweig, que una vez en su vida el hombre salga (de cuanto es natural)» (2006. Pág. 44.), y la muerte no es nada sino un algo y especialmente en este caso, es un algo estrictamente cultural y en ningún modo natural.

Lo anterior implica que el miedo a la muerte ha conducido, como lo afirma Rosenzweig, a diversos saberes con el propósito mismo de conjurar la fatalidad. Uno de ellos es propiamente lo que aquí indico como el presupuesto del cual han partido todas las culturas: ser creaturas de dios, de los dioses, de un dios. Es la primera conjura de la muerte destinada: a mi muerte me reencontraré con el Eterno: «Muero porque no muero», afirmó Santa Teresa de Jesús. Se piense en el relato de Teotihuacan, la ciudad mesoamericana de los dioses, en razón de que ahí morir se decía: «hacerse Dios» (Tenorio, F. 1991). No es casual que esta primera etapa histórica sea calificada como la Edad de la fe.

El suicidio implica, entonces, dirá Rosenzweig, la negación de ser en sí, esto es, la negación de cultura y la reincorporación a natura, la reincorporación al ser sin consciencia pero eterno: la renuncia a ser en sí para convertirse anticipadamente en germen. Más es también, simultáneamente, uno de los momentos cumbres de ser en sí, una de las posibilidades del único acto decisivo del individuo de subvertir la ley de natura, no prolongar sino adelantar el destino fatal: la negación o renuncia de ser en sí, justo por ser en sí; cuestión que escapa de natura porque ésta y quienes la conforman no son en sí, sólo son, esto es, son sin consciencia de ser. Incluidos nosotros, por que natura nos atrapa, «La vida se derrama como un torrente que se renueva día a día, afirmó Rumi, sin embargo en nuestros cuerpos, parece continua e inmóvil». (Cit. Por Cacciari, M. 1989. Pág. 16).

Más este conocimiento que guía al inicial endeble humano tiene la necesidad consecuente de construir referentes éticos, de proyectar entonces la ley, que por eso es humano, de otro modo ¿porqué el suicidio, por ejemplo, además de antinatural, en el sentido señalado, ha venido a ser condenable? La ley ha

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ordenado en ocasiones esperar naturalmente la fatalidad. Si esto es así, la ley se convierte en el ícono del presupuesto al cual, sin embargo, ésta transparenta; la ley no es inicio sino secuela forzada, necesaria, del presupuesto la que, no obstante, afirma al propio presupuesto y su interpretación, su relato: la verdad, o una verdad invisible, que se manifiesta siempre cultural y nunca naturalmente hablando: pues el Ser no exige verdades ni referentes éticos y por ello no padece angustias, simplemente es.

Es el recorrido cultural de la mismísima estrella de Rosenzweig que alcanza en la meta al origen, inicio que también, como se ha dicho, no es natural sino cultural; el mismo recorrido que evoca el eterno retorno nietzscheano (Nietzsche, F. 2008). Una deseada, y por ello necesaria, meta - origen que puede ser capaz de conjurar el miedo que provoca la incerteza de las consecuencias de la propia fatalidad (pero no las consecuencias mismas), la incerteza del ¿qué más después? Si es que hay algo más después que conlleva a una idea de tiempo lineal. Entonces, ante semejante incerteza y la angustia que de ésta deriva, se afirma la obstinación por permanecer a pesar de natura. Es, por consiguiente, una necedad cultural y no natural justo por la conciencia de ser en sí, de ser individuo.

Más la constatación rosenzweigniana va más allá. Entre más nacimientos haya, entre más experiencia de vida se verifique, ésta aumenta la mortandad. Y en efecto, en el año 2011 nació Daniela en las Filipinas con quien la estadística mundial arrojó la cifra de 7 mil millones de habitantes en el planeta; esto es, que durante los siguientes 100 años habrán de morir, al menos 7 mil millones de personas (aunque serán más, como adelante se expone). Y esto es así, porque semejantes saberes y la tecnología por ellos derivada, no han logrado alargar suficientemente la vida ni conjurar la fatalidad, aunque luhmanianamente la función principal de cualquier sistema sea la pervivencia. Así, el Ser pervive pero no el individuo al que pertenece y, por lo tanto, pertenece a aquello que antecede a su origen.

De ahí que el mytho, sea en la interpretación de cualquiera (pero la verdad de las cosas traducida en palabras, en su origen, y entonces uno de los presupuestos), ayuden a soportar el máximo malestar en la cultura (que justamente este malestar viene de las apreciaciones de la ley en la intuición freudiana (Freud...

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