El "diálogo regulatorio" como base para la confianza en la regulación

AutorJuan Miguel de la Cuétara Martínez
Páginas11-37

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Ponencia al II Congreso de ASIER, "Regulación, instituciones y competencia en sectores estratégicos", Montevideo, Uruguay, 29 de noviembre al 1 de diciembre de 2006.

1. El problema

Una simple ojeada a cualquiera de los sectores estratégicos de nuestras sociedades (agua, gas, electricidad, combustibles, transportes, comunicaciones...) muestra que su regulación se sostiene sobre un constante y complejo flujo de ideas y opiniones, en continuo movimiento. El intercambio de pareceres más común se produce entre los reguladores y sus Gobiernos, de un lado, y los agentes del sector, representantes de los usuarios, analistas y comentaristas, de otro. Esto es así en todos los países y en todos los regímenes, salvo, por supuesto, los totalitarios.

Si detenemos un poco la mirada, observaremos que los medios de comunicación informales (encuentros en foros "neutrales", discursos, ponencias, entrevistas, declaraciones, filtraciones a la prensa...) vienen adquiriendo preponderancia en los últimos tiempos, en detrimento de los formales o, con mayor rigor, "institucionales" (participación en organismos consultivos, audiencias públicas, procedimientos administrativos...).

Al preguntarnos por qué sucede esto, tendríamos que concluir que los procedimientos formales, oficiales, revelan ciertas insuficiencias que los informales vienen a cubrir. Al fin y al cabo, el origen de los primeros hay que situarlo en el mundo jurídico-administrativo, y la regulación de los sectores estratégicos no se adapta bien a las rigideces de corte burocrático. Los funcionarios, siempre de reacciones lentas y recelosas, quedan fuera de su elemento cuando se trata de responder rápidamente, por ejemplo, a las cambiantes circunstancias del sector energético (encarecimiento del petróleo incluido) o a los continuos y sorprendentes desafíos tecnológicos de las telecomunicaciones. Otros profesionales, menos formalistas, asumen esos retos. Ahora bien, la informalidad es siempre peligrosa, al generar una tierra Page 12 de nadie donde prevalece quien más fuerza tiene (o recursos, o información, o agilidad...), lo que fácilmente deriva en una regulación desequilibrada contra la que debemos precavernos.

Al propio tiempo, la regulación de estos sectores ha generado recientemente una serie de instrumentos de ordenación de conductas, sustitutivos de las normas clásicas (ley y reglamento), que son, también, eminentemente informales y que los juristas no hemos acabado de asimilar todavía. Son las directrices", "recomendaciones", "códigos de buenas prácticas" y demás preceptivas no vinculantes, que se hacen circular para su cumplimiento por alguna autoridad pública o algún regulador, pero que no tienen ni rango, ni rigor ni formalidad reglamentaria. No son exigibles, pero se cumplen, con la ventaja de que su emisor puede ampararse en su inexigibilidad para eludir cualquier responsabilidad; la informalidad es siempre cómoda para el poderoso.

Sumando ambas cosas -un diálogo informal y unos mandatos no menos informales- nos encontramos ante un mundo muy inseguro. ¿Es acaso ésta la dirección en que debe caminar la regulación? Si pensamos que uno de los fines esenciales de la regulación es aportar seguridad jurídica y previsibilidad económica a los sectores regulados, diríamos que no, que la agilidad que necesitan los reguladores no debe conseguirse a través de una informalidad excesiva. El problema es que el diálogo formal, con garantías, que busca la racionalidad de las decisiones, está siendo sustituido por el informal, opaco e imprevisible, que busca la satisfacción de los propios intereses, lo cuales no siempre suelen coincidir con los generales. Detengámonos un momento en ello.

2. Apunte sobre la noción de interés público

El análisis que estamos a punto de emprender carecería de sentido si los reguladores tuvieran a su disposición un concepto de "interés público" que guiara sus decisiones. Dicho con toda crudeza, poco hay que hablar cuando la acción a emprender está clara. La cuestión es que pocas veces lo está. Los reguladores deben perseguir el interés general del sector confiado a su supervisión; éste debería ser el resultante de la agregación de los intereses de los usuarios, operadores, Page 13 suministradores y otros agentes del sector; pero la surgencia de este agregado no es en absoluto fácil, ni mucho menos aparece espontáneamente. Es más, la mera utilización de la expresión "interés público" (o "interés general" u otras equivalentes) llama a planteamientos políticos que inevitablemente interfieren con los puramente regulatorios, lo que enturbia más que aclara el panorama.

Acabo de leer con atención la reciente monografía de Feintuck The public interest in regulation" (Oxford University Press 2004, 280 pgs) y mucho me temo que, pese a sus esforzados intentos por hacer operativo este concepto en la regulación, no consigue arrancarlo del nivel político que le es propio. Su construcción intelectual gira en torno al concepto de igualdad en la ciudadanía" ("equality of citizenship"), concepto que entiende firmemente arraigado en los valores democráticos; al hacerlo así, su elaboración del concepto de interés público se mueve en el mundo de los valores, y, con ello, en el de la justificación de la regulación, no en el de la técnica regulatoria. Ciertamente, la regulación debe perseguir el interés público entendido conforme a los valores democráticos, pero, antes de comenzar a actuar, debe concretarlo en el sector de que se trate, concreción a la que la idea de la "igualdad en la ciudadanía" aporta poco; si acaso, proporciona un cierto sentido de orientación social de la regulación -que es positivo-, acompañado de una cierta tendencia hacia el igualitarismo -que es negativa- (recuérdese que la regulación moderna es "regulación para la competencia" y que la competencia admite -y a veces promueve- la desigualdad).

En España tenemos una legislación sobre los acontecimientos deportivos de interés general" que podemos utilizar como ejemplo de lo que se quiere decir. Se trata de que determinados eventos deportivos (unas olimpiadas, la final de un torneo como la Copa del Rey de fútbol) deben ser emitidos por televisión en abierto para que lleguen a toda la población, en correspondencia con el interés general -de toda la población- que despiertan. Ello significa que hay que establecer un sistema para la identificación exacta de cuales sean estos acontecimientos y que sobre los así calificados no puede constituirse ningún tipo de derechos para su emisión codificada en exclusiva. Pues bien, siendo ésta una clara aplicación del principio del "interés público", resulta que a la regulación del sector audiovisual le viene impuesta "desde fuera", desde la voluntad del legislador, sin Page 14 que la voluntad del regulador puede influir en nada e, incluso, sin que el núcleo de la regulación se vea afectado. La regulación del pluralismo audiovisual (fusiones y concentraciones), la obligatoriedad de transportar determinadas señales (regla "must carry") o la de los contenidos nocivos o no deseados (protección de la infancia) permanecen invariables, con independencia de la calificación o no de un determinado evento como de interés general, del mismo modo que tampoco se ven afectadas la regulación de las emisiones publicitarias o la de los derechos de propiedad intelectual de los creadores de contenidos audiovisuales. En resumidas cuentas, la declaración de un evento deportivo "de interés general" es un factor externo a la técnica regulatoria, que puede asimilarlo sin que la misión del regulador resulte alterada.

¿Cuál es esta misión? De modo sintético podríamos decir que se trata de equilibrar los numerosos intereses -de los usuarios, de las empresas, de los proveedores- presentes en el sector, para lograr un óptimo social que, a su vez, identificaríamos con el "interés público sectorial" cuya protección corresponde al regulador. Lo ideal sería que fuera el legislador quien definiese tal equilibrio, pero la observación de lo que ocurre en cualquier país del mundo demuestra que a las Cámaras parlamentarias les resulta dificilísmo, si no imposible, hacerlo, más allá de unos términos vagos o genéricos tales como "conseguir un grado suficiente de competencia" o lograr que se atiendan todas las peticiones razonables de prestación del servicio", que no dicen mucho. Esto podría no ser un gran problema en el Derecho Administrativo tradicional, donde el Poder Ejecutivo (Gobierno + Administración) tiene la capacidad de concretar por sí mismo el interés público general o sectorial dentro de los parámetros marcados por la ley; pero la regulación se está separando progresivamente del Derecho Administrativo tradicional; ésa y no otra es la razón de que ahora estemos estudiando el nuevo tipo de diálogo que llamamos "diálogo regulatorio".

Durante muchos años se ha utilizado en nuestras Facultades de Derecho la expresión sintética el interés público es lo que la Administración dice que es", para solventar las dudas que a los alumnos se planteaban al estudiar el privilegio de decisión ejecutoria o la presunción de validez del acto administrativo, ambos anclados en el formidable aserto "la Administración Pública sirve con objetividad los Page 15 intereses generales" del art. 103 de nuestra Constitución. Por la misma razón es común oir, en medios forenses, la queja de muchos abogados de que pelear contra la...

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