Sobre desobediencia y democracia. La hora de la ciudadanía

AutorJavier De Lucas
Páginas57-75

Page 58

El funcionario dice: ¡no razones, adiéstrate! El financiero: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!)

Kant, Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784)

1. Sobre el lugar de la desobediencia civil en democracia

En lo que sigue trato de plantear algunos argumentos que permitan avanzar en la discusión en torno a dos problemas que están profundamente relacionados entre sí y que, a mi juicio, constituyen uno de los desafíos de mayor entidad que afrontan los movimientos sociales en nuestro país y aun la democracia misma.

El primero, la necesidad de revisar el lugar del disenso y de la crítica, de la desobediencia civil, en democracia. Creo que se extiende peligrosamente la tesis de que toda crítica radical (en el sentido de la crítica que reivindica las raíces de lo que, por definición, es la democracia) es radical en el sentido peyorativo: desmesurada, irreal, en suma, antisistema. El corolario es la descalificación (la criminalización incluso) de la desobediencia civil1, que no estaría justificada en democracia, por cuanto dentro de la democracia siempre había posibilidades de crítica institucionalizada que no comporta desobediencia. Como se verá, mi propuesta final apuesta más bien por recuperar incluso el derecho de protesta –si no de resistencia– como instrumento en la lucha por los derechos, cuando ésta plantea la necesidad de frenar lo que se ha llamado (Pisarello y Asens) el proceso de deconstitucionalización, la secuencia destituyente en que vivimos hoy, debido a la cerrazón del modelo de gestión de

Page 59

la crisis2. Para llegar a esa tesis será necesario recuperar la discusión sobre la función positiva de la desobediencia civil en democracia y quizá de su relación con lo que tradicionalmente se había entendido como “derecho de resistencia” (Wiederstandsrecht) y hoy se reivindica como “derecho a la protesta”. Aún más, como expresión de la democracia misma, entendida como insurrección, por recuperar propuestas de Balibar y Rancière3.

Volviendo a la tan frecuente descalificación de la desobediencia civil, en mi opinión se asienta paradójicamente en un prejuicio. Y hablo de paradoja porque es fruto de la insistencia en una convicción que –siempre a mi juicio– es hija de la ignorancia y de lo que denominaría en el mejor de los casos ingenuo “fundamentalismo democrático”, propio de quienes sostienen ideas recibidas y asaz conservadoras –en realidad, reaccionarias– y desde esa perspectiva ideológica invocan –para secuestrarlo– el denominado patriotismo constitucional. Por eso, de nuevo en mi opinión, tienen mucho del (peor) patriotismo, el que denostara Oscar Wilde (“el último refugio de los cobardes”) y muy poco de constitucional, pues confunden la Constitución con la Carta Magna, si no con las tablas de la ley. Y por eso identifican legalidad demo-crática y legitimidad (que no es una tesis idéntica a la de la fuerte presunción de legitimidad a favor de la legalidad democrática, que no excluye la posibilidad de que se produzcan normas, mandatos, actuaciones que, aun siendo conformes a la legalidad, infrinjan aspectos básicos de la legitimidad).

Page 60

Es decir, estas posiciones –que insisto en calificar como fundamentalistas– creen que la Constitución (y toda ley adoptada conforme al procedimiento legal y por tanto formalmente derivada de ella, en particular aquellas que son parte de lo que entre nosotros se denomina “bloque constitucional”) es un texto sagrado, otorgado por benéficos y patriarcales poderes a los que no se debe ofender y, por ende, no se debe desobedecer… Por entendernos, me parece que abundan los que, sin conciencia de ello, como Monsieur Jourdan, el personaje de Molière, son presas de ese “odio a la democracia”, que en realidad parte del miedo al pueblo, tal y como lo ha estudiado y denunciado Jacques Rancière y que, por simplificar, se concreta en una actitud de sospecha y temor cada vez que el pueblo, es decir, la ciudadanía, parece tomar la voz para recuperar aquello que la democracia significa, frente al mixtum de aristocracia cultural y oligarquía económica, que se basa en el clientelismo y degenera en corrupción institucionalizada, una democracia demediada a la que han abocado en no poca medida bastantes democracias representativas.

Me parece que esa actitud, cada vez más presente en muchos medios de comunicación, opinadores, analistas y responsables políticos, se puede concretar en la descalificación de la desobediencia civil y de los movimientos sociales que la ejercen: entre nosotros es obligado referirse a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (la PAH), claro, pero también al Movimiento Sanidad para todos, o las denominadas “Mareas”, etc. La descalificación se basa en el argumento de que, en el mejor de los casos, esas estrategias son sólo un remoto, ultimísimo recurso –casi un supuesto de laboratorio– cuando hablamos de democracias. A decir verdad, las más de las veces, esas corrientes de opinión hoy, en España, proceden pura y simplemente a su descalificación, tachando esas iniciativas de antisistema (esto es, antidemocráticas). Y es que para esas posiciones ideológicas (como lo expresó muy bien la secretaria general del PP, la señora de Cospedal y el propio Presidente del Gobierno, el señor Rajoy) la ciudadanía, el modelo del buen ciudadano, es sobre todo la “mayoría silenciosa”: el ciudadano que ha depositado su voto y después permanece callado permitiendo afirmar así que está de acuerdo con todo lo que haga el Gobierno al que votó (incluso si ese Gobierno incumple palmariamente su programa electoral). No hay otro lugar para el ciudadano, para los movimientos sociales. Y así, se permiten afirmar que si un ciudadano quiere hacer algo más, lo que debe hacer es fundar un partido político y concurrir a las elecciones.

Esta es una flaca idea de la desobediencia civil, de la ciudadanía y de la democracia. Por continuar con la primera, recordaré que, si bien su pri-

Page 61

mer referente contemporáneo, Henry David Thoreau, es un exponente de una concepción anarco-liberal, lo interesante hoy es que, al menos desde los movimientos de lucha por los derechos civiles y políticos que encabezaron Martin Luther King y el Mahatma Gandhi y, desde luego, hoy, los movimientos de desobediencia civil se aproximan más bien a la noción y estrategia de acción colectiva, que a su vez remite a la idea de sociedad-red que Castells supo detectar como una de las claves de nuestras sociedades en este cambio de época. Eso nos sitúa precisamente ante la conveniencia e incluso la necesidad de reconocer que las prácticas de desobediencia, resistencia y disenso, paradójicamente, lejos de constituir ejemplos de elitismo egoísta, suponen vías de solidaridad y de participación, es decir, manifestaciones de una ciudadanía activa y solidaria... Por esa y otras razones estoy convencido de que debemos discutir la oportunidad e incluso la necesidad del recurso a la desobediencia civil, lo que supone discutir en concreto, es decir, plantear si no sólo es plausible, sino necesaria, justa, equitativa y saludable. Y para elucidar esas cuestiones tendremos que precisar también de qué tipo de desobediencia civil hablamos, por qué, cómo y cuándo.

2. Sobre democracia, ciudadanía y disenso

Todo lo anterior, como se ve, nos remite en realidad a una segunda cues-tión, de mayor calado, esto es, al debate sobre las raíces mismas de la demo-cracia y así a su relación con el disenso y a la identificación de la democracia y de la ciudadanía con el modelo de democracia representativa. Porque no olvidemos que hablamos de modelos, de conceptos históricos, que han evolucionado y pueden y deben seguir transformándose, para dar respuesta a los problemas del ahora y aquí y aún más, de las generaciones futuras.

Pues bien, si hay dos características o, mejor, dos desafíos que muestran las aporías del modelo liberaldemocrático que encarna en la democracias representativas, estos son los déficits de inclusión, es decir, de igualdad, y de pluralismo, que están fuertemente entrelazados. Son déficits que remiten a la vexata queastio del papel del pueblo, de la ciudadanía, la misma que plan-teara ya Rousseau en el Contrato Social, su famoso aserto sobre el pueblo inglés, que es una crítica a la identificación reductiva de democracia y derecho al sufragio. “El pueblo inglés cree que es libre, pero se equivoca: sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, se convierte en su esclavo, no es nada. En los breves momentos de libertad, el

Page 62

uso que hace de ella merece que la pierda”. Por eso, responderé claramente que no: se equivocan quienes piensan que el único papel de la ciudadanía en democracia es el de ejercer el derecho al sufragio (o, en todo caso, como ha recomendado la secretaria general del PP a los movimientos sociales, constituirse en un partido político más) y a continuación dejar hacer a sus representantes (y, por supuesto, sin molestarles con críticas acerbas) hasta la siguiente elección.

La ciudadanía, el pueblo, ya no puede seguir siendo tratado como menor de edad, ya no se puede seguir apelando al consenso construido sobre la vía pasiva de su reducción a cuerpo electoral una vez y consumidor pasivo el resto del tiempo, con el output de los derechos y el bienestar en tiempos de vacas gordas y del miedo y el miedo en momentos de vacas flacas, de crisis (por no decir, el chiste bien conocido del nosotros o el caos, que tiene hoy la versión del dogma TINA –There is not alternative– de Tathcher y Tietmayer, que se traduce en tragar, en callar, en sacrificarse con paciencia, que algún día mejorarán las cosas)...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR