Una reforma legal desafortunada, ampliamente criticada por la doctrina

AutorLuis Fernando Crespo Montes
Páginas192-215

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a) Los prolegómenos de la Ley

El 15 de noviembre de 1991 el Consejo de Ministros aprobaba el Plan de Modernización de la Administración del Estado, que implicaba, entre otros objetivos, la necesidad de una nueva regulación del régimen jurídico de las Administraciones y del procedimiento administrativo. Su objetivo era ofrecer una mayor y mejor protección al ciudadano, una mayor transparencia de la actuación administrativa, y la concreción de la responsabilidad tanto de la Administración pública como de su personal.

A pesar de diez años de Gobiernos socialistas, hasta ese momento no habían existido otras iniciativas propiamente gubernamentales sobre la regulación del

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procedimiento administrativo. En cambio, sí habían existido algunas iniciativas parlamentarias que no llegaron a prosperar por distintos motivos. Entre ellas, el Proyecto de Ley de Reforma de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1981, presentado por el Gobierno de UCD, cuya tramitación parlamentaria no llegó a superar el plazo de presentación de enmiendas; y la Proposición de Ley Básica reguladora del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, presentada por el Grupo Popular en 1987, cuya toma en consideración fue rechazada por el Congreso.

El primero respondía a un compromiso que, una vez promulgada la Constitución de 1978, tenía el Gobierno de UCD; en su programa legislativo había figurado la remisión a las Cortes Generales de un proyecto de reforma de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958.

Por eso en junio de 1979 el Ministro de la Presidencia se dirige al Consejo de Estado solicitando dictamen sobre «qué preceptos de la misma debían ser modificados en la nueva regulación, de conformidad con el artículo 105 de la Constitución y la experiencia del Alto Cuerpo Consultivo en la aplicación de la Ley». Requerimiento que resultaba algo inusual.

Esto no obstante, la Comisión Permanente del Consejo de Estado emitió el dictamen solicitado en diciembre del mismo año, del que cabría entresacar las siguientes consideraciones en relación con lo que se expone en este capítulo:

Al cumplir la Ley de 17 de julio de 1958 los requisitos establecidos en el artículo 105 c) [de la Constitución], debe entenderse que, en cuanto ley necesaria puede ser modificada, pero no suprimida... la desviación de los preceptos de la Ley de Procedimiento Administrativo no podía ser esencial en ningún caso, por contravenir la exigencia de procedimiento común, contenida en el artículo 149.1.18.ª... no es preciso que la Ley de 17 de julio de 1958 sea modificada sustancialmente... El Consejo de Estado estima que las especialidades que se introduzcan en el futuro serán perfectamente compatibles con la regulación de la Ley de Procedimiento vigente, dada su acertada flexibilidad y la ausencia de trámites preceptivos y preclusivos, siendo por consiguiente posible desarrollar, completar e incluso excepcionar trámites de la misma sin atentar al carácter común del procedimiento... La consecución de un procedimiento común no implica postular la necesidad de un procedimiento único... El Consejo de Estado observa que deter-minadas exigencias [constitucionales] encuentran una regulación satisfactoria en la Ley de 17 de julio de 1958, por lo que la Constitución no implica una revisión total de ésta en tales cuestiones, sino, todo lo más, meros retoques técnicos que le hagan cobrar plena efectividad en sus previsiones... A la luz de lo que hasta aquí se ha venido exponiendo, se pueden extraer ya conclusiones sobre la incidencia del texto constitucional sobre la Ley de Procedimiento Administrativo vigente. Son éstas que la Ley de 17 de julio de 1958, por su flexibilidad y acierto, no necesita ser modificada sustancialmente para acomodarse a las exigencias del nuevo ordenamiento constitucional, siendo suficientes leves reformas, de gran importancia en cuando al fondo, pero de gran simplicidad técnica para acomodarla a la nueva estructura constitucional del Estado español, consiguiendo realizar el principio de unidad que ya inspirara al legislador de 1958 y garantizando

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el principio constitucional de audiencia al interesado y la participación de los ciudadanos en el procedimiento administrativo

.

Se ha efectuado esta larga cita de algunos pasajes del dictamen del Consejo de Estado para recordar la opinión de este órgano consultivo sobre la necesidad real de sustituir la respetable Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 por otra de nueva planta, para acomodar sus preceptos a la Constitución.

En este sentido existió otro tipo de iniciativas, no tanto para establecer una nueva regulación del procedimiento, como para modificar de una manera más o menos amplia la entonces vigente Ley de 1958. Y así, nos encontramos con la elaboración de un texto de reforma parcial realizada por la Dirección General de lo Contencioso del Estado en 1979; o el texto presentado en 1980 por el Instituto Nacional de Prospectiva, con la colaboración de la Secretaría de Estado para el Desarrollo Constitucional y del Centro de Estudios Constitucionales. Ambos borradores preparados en consonancia con la doctrina sentada por el Consejo de Estado en su dictamen.

Tras estas iniciativas no latía otro propósito que el planteamiento de la necesidad, o no, de una Ley de Procedimiento Administrativo de nuevo cuño. Y así se esgrimían las razones de la preconstitucionalidad de la Ley de 1958, la del pluralismo de los diferentes títulos competenciales Estado-Comunidades Autónomas, o el distinto alcance de algunos preceptos constitucionales para justificar la necesidad de una nueva ley en la materia. Pero a veces también se utilizaron esos mismos o parecidos argumentos para mantener la opinión contraria.

El primer argumento era muy relativo, pues -al margen de lo manifestado por el Consejo de Estado- no en vano uno de los méritos de la Ley de 1958 era precisamente, a pesar de su preconstitucionalidad, el de su reconocimiento como norma «de singular relieve por su calidad técnica y que aún constituye la cabecera del correspondiente grupo normativo», como decía la Sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 12 de febrero de 1986. Lo que era tanto como atribuir a dicha Ley una importancia capital no sólo durante la transición política para el normal funcionamiento de la Administración, sino incluso después, por cuanto había conseguido nada menos que ocho años de vigencia con posteriori-dad a la promulgación de la Constitución de 1978. En cuanto a la segunda, se argumentaba que dicho objetivo, el de la armonización de los diversos títulos competenciales, podía cumplirse perfectamente con un simple retoque de la Ley de 1958, incidiendo en la posición mantenida por el Consejo de Estado.

En definitiva, muy probablemente la razón última de la necesidad de una nueva Ley sea la del «gusto del Gobierno por proponer al legislador una Ley de Procedimiento Administrativo dictada durante la democracia» (Muñoz Machado), que «pudiera computarse en su haber, y cancelara, además, toda referencia a tiempos anteriores» (Sebastián Martín-Retortillo).

La elaboración del anteproyecto que ahora nos ocupa, que después se convertiría en Proyecto de Ley y algo más tarde en la Ley 30/1992, de 28 de no-

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viembre, pasó prácticamente desapercibida en los medios académicos y de comunicación, sin merecer ninguna atención especial por parte de la doctrina y de la opinión pública.

De dicha Ley no llegó a trascender ni siquiera el nombre del autor o autores materiales del Proyecto, a diferencia de su predecesora, aunque su principal impulsor y más entusiasta defensor en aquel momento fuera el entonces Subsecretario del Ministerio para las Administraciones Públicas, Juan Ignacio Moltó.

A la nueva LRJAP le pasó algo parecido que con la anterior Ley de medidas de reforma de la Función Pública, también número 30 pero de 1984, que dada la mala acogida que tuvo y las críticas que recibió, pronto se convirtió en una Ley de paternidad desconocida.

Por lo demás, ya García de Enterría durante la tramitación de la Ley comentaba:

Tenemos la impresión de que el Proyecto ha debido elaborarse casi exclusivamente en los servicios internos del Ministerio, con sugerencias de otros Ministerios, pero quizá sin una labor de reflexión más amplia y general

.

Es decir, una preparación hecha exclusivamente por funcionarios, lo que tradicionalmente no suele ser del gusto de la academia.

En el mismo sentido, se ha recalcado la ausencia de «una elaboración pausada, compleja, plural, con participación tanto de especialistas como de representantes de organizaciones políticas y sociales, y animada por el firme propósito de alcanzar un sólido acuerdo de fondo que dotara a la Ley de la necesaria estabilidad en el tiempo» (Jesús Leguina).

Algo de esto debió ocurrir cuando la circulación del texto se circunscribió a determinados foros. Así, un primer anteproyecto de Ley fue difundido a principios de 1992 por la Secretaría General Técnica del Ministerio de Administraciones Públicas. Por su parte, el INAP y otros institutos hermanos de las Comunidades Autónomas organizaron durante el verano de 1992 foros de debate especializados en torno al anteproyecto. Y en los primeros meses de la gestación del texto se habían cruzado algunos borradores en ámbitos muy reducidos, destinados probablemente a comprobar las reacciones que provocaban; textos que contenían soluciones distintas e incluso contradictorias entre sí. En suma, fue sólo con ocasión del debate parlamentario del Proyecto de Ley cuando se pudo conocer con precisión y...

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