La enseñanza del derecho en la picota

AutorRoberto Bergalli/Iñaki Rivera Beiras
Páginas43-65

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1. Lo que se enseña

¿Qué enseñamos cuando decimos que enseñamos «derecho»? Derecho, claro. Pero, ¿qué es eso? Como se sabe, se han escrito toneladas de papel para decir, no tanto qué es el derecho, sino para qué sirve. Y pocas cosas parecen más políticamente discutibles que este famoso asunto.

Pero lo cierto es que se enseña a manipular unos objetos que, en la Teoría del Derecho, nadie lo discute, son normas. Lo que enseñamos es a «conocer» esos objetos, lingüísticos,

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un tanto misteriosos, habida cuenta del revuelo que han levantado. Pero, ¿qué es «conocer» las normas jurídicas? Esto es motivo de discusión aún. Para los más desavisados, «conocer» el derecho consiste en «saber» cuáles son las normas «aplicables a un caso». Lo cual transmite la idea de que se enseñan unas normas que existen previamente al acto de enseñanza. Hay un «universo» a conocer, previamente dado. Antes, incluso parecía que era Dios quien lo había dado. Ahora sabemos que lo «dio» el legislador —es decir, el poderoso. Antes se creía que Dios se había ocupado de dar a los hombres el contenido de las normas que debían obedecer. Hoy sabemos que unos personajes, escondidos bajo el rimbombante nombre de «el legislador», imponen, si tienen fuerza suficiente, las normas que debemos obedecer o utilizar.

Pues bien, conocer el derecho consiste en conocer esas normas impuestas por el legislador. Y enseñar derecho consiste en «trasmitir», desde una conciencia a la otra, el contenido de esas normas. La idea, ahora, puede ser ilustrada por el siguiente símil. Una computadora, gracias a la formalización del lenguaje, es «capaz» de transmitir a otra exactamente la misma información de que dispone. Esto puede ser realizado por una conexión directa entre las dos máquinas, o por intermedio de un objeto llamado diskette, que contiene un texto que luego es leído por la segunda computadora, pero tal cual estaba escrito en la memoria de la primera.

Y la idea de la enseñanza del derecho, en nuestras casas de estudio de este mañoso objeto, es la misma. Hay unos objetos, lingüísticos, previamente existentes en la mente del profesor —y antes en la del «legislador»— que, si el alumno «atiende en clase», se transmitirán exactamente a la mente de este último. De modo que la mente de un jurista bien formado contiene una gran cantidad de esta información que de esa manera llegó allí.

Pero eso no es verdad. Lo que sucedió es otra cosa. Ni las normas son datos preexistentes, ni la transmisión fue «exacta». Porque esos objetos lingüísticos no existen como quieren

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los juristas escolares que existan. En la facultad de derecho nada se parece a las ilusiones de Platón, que pensaba que las mentes son como las computadoras. Enseñar derecho, en realidad, es adiestrar a algunos jóvenes para que usen ciertos textos, y no otros. Unos textos creados por el poderoso. Esos textos se encuentran en las que pomposamente llamamos fuentes del derecho. La primera de la cuales, faltaba más, es la ley. O sea, lo que quiso el que puede querer.

El asunto no deja de ser sorprendente. Porque dice que hay que buscar las normas en las leyes. Lo cual es demasiado obvio como para que conocimiento tal merezca ese prestigioso nombre: «conocimiento». No obstante, los juristas acarician esta idea, que «transmiten» generosamente a sus alum-nos, a quienes se la transmiten con cierto grado de seriedad pomposa. Pero no es muy interesante. Aunque sí fructífera: el futuro abogado sabe adónde debe acudir en caso de tener que dar un consejo profesional. El que dispone del poder ya sabe adónde recurrirá el jurista para solucionar un caso: recurrirá a sus textos, a los producidos conforme con su voluntad de dominio.

Pero la simpleza del proceso es sólo aparente. Pues sucede que esos objetos, las normas, precisamente por ser lingüísticos, no gozan de las características de los objetos que formaban el elenco de cosas enseñables de Platón. Y, además, no se dejan fácilmente formalizar en alguna lógica conocida —al menos hasta ahora. Es decir, las normas no gozan de la calidad matemática que tenían los objetos que Platón entendía como «enseñables». Ni tienen la calidad que los profesores dicen que tienen las normas. Todo lo contrario. Como son resultado de un acto de poder, siempre son controvertidas por los contestatarios del poder. Kelsen se equivocó totalmente cuando dijo que un abogado anarquista sabe del derecho lo mismo que su colega capitalista, pues el derecho es un dato «objetivo» que se puede conocer —«enseñar», por tanto— con certeza, aunque, como el anarquista, desconozca la legitimidad de las normas. No es así. Los abogados que responden a las fuerzas

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sociales contestatarias no encuentran, en los mismos textos, las mismas normas que sus colegas conservadores.

Y respecto de los profesores pasa más o menos lo mismo. No exactamente, porque no se permite el ingreso a las cátedras de los abogados contestatarios o críticos. Las excepciones son eso: excepciones que no significan ningún peligro para la hegemonía de los juristas del poder. Pero no se requiere que haya profesores contestatarios en las escuelas para que las normas muestren su aspecto subjetivo, su condición de sirvientas del poder. Cualquiera sabe que en la misma asignatura de Derecho Civil I, dos profesores, supuestamente científicos ambos, enseñan cosas distintas. Es completamente normal que en la cátedra A se enseñe que el artículo 2.021 —o cualquier otro— «dice» cierta cosa, mientras que en la cátedra B se enseñe que en ese mismo artículo dice otra cosa. Y eso, que escandalizaría a cualquier médico o biólogo, es, la mayor parte de las veces, un dato que pasa desapercibido. Porque los abogados siguen creyendo, y los profesores repitiendo, que las normas son unas «reglas» que dicen cómo deben comportarse ciudadanos y funcionarios. Generalmente, ni una nota al pie acerca de esta ubicuidad de las normas.

Entonces, ¿qué se enseña si no se puede enseñar las normas? En realidad se enseña a ubicar los textos en los cuales el «legislador» ha querido que se busquen «sus» normas. Poco más que esto.

Pero esto es así cuando se trata del contenido de las normas. Sin embargo, la enseñanza del derecho no se agota en las normas. Al contrario, lo que realmente se enseña es a amar y reconocer la calidad beatífica del poder.

El derecho es un discurso que recubre con un halo de santidad las conductas del poderoso, y las conductas que el poderoso quiere que sean producidas por los dominados. Otorga calidad de «bueno», socialmente aceptable, a ciertas conductas y de ciertos individuos, más o menos claramente determinados por el propio discurso. Constituye una máscara que oculta el rostro, y las intenciones, del poderoso; así es

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como cierto individuo no es él mismo, sino el «señor presidente» —alcalde, senador, juez, policía. Sus conductas pueden ser vistas, o como siendo las de ese individuo, o haciendo la ficción de que son conductas de unos personajes actuados por los primeros. Pueden ser vistas, o imaginadas. Son vistas las conductas de los individuos. Son imaginadas las de los personajes. Así, todo lo que haga José Luis, si consigue que sea visto, no como de él, sino del personaje —el «presidente»—, será visto como acto del Estado. O sea, de la razón, del bien común, de la paz, del colectivo, del país, de la nación, y de ninguna manera podrá ser visto como producto de relaciones sociales de las que José Luis, sus mandantes y amigos, se benefician.

Otros personajes entran también en escena para dotar, precisamente, a las acciones de José Luis de ese color beatífico. Jueces, profesores de derecho, e ideólogos en general —»políticos», la llamada «clase política»—, en bloque, aun cuando sean de partidos políticos aparentemente antagónicos, se aúnan en el coro de beatificación de las acciones cumplidas en beneficio de los titiriteros, que nos regalan la función en que se santifica al Estado.

Y es aquí donde entran nuestros peones jurídicos. Los que enseñan que el Estado es la personificación jurídica del país, que las leyes buscan el bien común —«porque si no hubiera leyes», y además estas leyes, «la sociedad no podría existir»—, que los funcionarios son «mandatarios» que hacen lo que les instruyen sus mandantes —o sea nosotros—, que los «servidores» públicos se preocupan por el bienestar de los ciudadanos y no por los negocios de la clase dominante.

Esto es lo que se enseña: que las normas están para ser obedecidas, porque es mejor malas leyes que la inexistencia de ellas, porque están de acuerdo con el derecho natural, con la historia del país, con los intereses superiores de la nación. La apología del Estado, pues.

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2. ¿Quiénes son los juristas?

Todas las sociedades conocidas, por lo que sabemos de ellas, tienen juristas; iuris consultos; personajes que «saben» las normas. Pero, ¿qué es saber las normas? Tener la posibilidad de decirle a los demás cómo deben actuar. En las sociedades sin Estado, o con organizaciones modestas, el jurisconsulto es un individuo más de la comunidad. Pero, por alguna razón, tal vez por su sensatez, su edad, su prudencia —iurisprudentes—, o quizás por todo eso, disponen de una palabra prestigiosa que es escuchada por todos. En su palabra se pone la distinción entre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo reprimible. Pero en las sociedades complejas, como la nuestra, la palabra jurídica está en manos de una casta o grupo social, muy cuidadosamente educado; no para que sepa mucho o se haga muchas...

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