El derecho penitenciario militar: sus orígenes

AutorCarlos García Valdés
CargoCatedrático de Derecho penal UAH
Páginas5-23

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La vida me ha dado dos momentos profesionales que no tiene en su haber cualquiera y que constituyen, posiblemente, lo mejor de la misma. En uno tenía 31 años, en el otro 39. Fue el primero mi designación como Director general de Instituciones Penitenciarias en el gobierno de Adolfo Suárez. El segundo, la superación de la oposición a la cátedra de Derecho penal de Alcalá que hoy detento. Ambos se entremezclan en mí como algo consustancial e intenso, como lo mejor de mi existencia, a veces con un sentimiento íntimo de inmereci-miento, de regalo generoso, por no haber tenido los sustanciales méritos para haberlo logrado. Por eso, tanto tiempo después, continuo venerando aquel nombramiento y aquel mandato, así como agradeciendo al Tribunal que me votó su gesto y, desde luego, cumpliendo escrupulosamente con mi elevada posición universitaria. No importaron los terribles tiempos en que me tocó desenvolverme en el cargo político: asesinatos, entierros, motines, mi atentado, en fin, la transición española hacia la democracia dirigida por la UCD y apoyada por S.M. el Rey. Tampoco los largos días, con sus noches, de continuado estudio hasta completar la necesaria formación académica y los ejercicios correspondientes para obtener la preciada plaza universitaria. Todo estuvo bien empleado: el riesgo, el sacrificio y el esfuerzo.

Traigo lo anterior a colación por cuanto las dos oportunidades vitales referidas tienen un claro punto de relación con las jornadas que hoy tengo el honor de inaugurar. Si el Derecho penitenciario fue mi ocupación doctrinal y de gobierno, si tuve la ocasión de redactar la todavía vigente Ley Orgánica general Penitenciaria, de 26 de septiembre de 1979, la primera de desarrollo constitucional, no menor trascendencia tuvo para mi persona que la lección magistral elegida para mi oposición fuera, precisamente, el Derecho penitenciario militar, publicada ese mismo año (Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, III, 1986), asunto que se ofrecía, hasta ese momento, poco menos que ignorado o muy desconocido. He aquí la venturosa coincidencia de la que hablaba al principio: la unión de los dos temas más importantes de mi biografía profesional y la presente intervención que voy a desenvolver a continuación que se refiere, precisamente, al Derecho penitenciario y al específico militar.

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Pero hay más. Cuando ocupaba el mando de nuestros establecimientos carcelarios, el entonces Capitán general de Madrid, gómez de Salazar, un militar cabal, cumplidor siempre de su deber, incluso cuando tuvo que entregar nuestro postrer territorio marroquí, después de la sinvergonzonería de la «marcha verde», o presidir comprometidos Consejos de guerra, me solicitó ayuda para llevar a cabo la prisión militar, hoy única en servicio, de Meco. No dudé en ofrecerle la colaboración y el empuje de los arquitectos de mi Dirección general que llevaron a buen puerto, con tino y prontitud, el encargo recibido, extraño a sus ocupaciones formales, pero que acometieron con la misma ilusión y competencia con la que al Ministerio de Justicia servían. Pasó el tiempo pero quedó el apunte de la entrega. Cuando yo era Decano de la Facultad de Derecho, que en el campus poseía unas modestas instalaciones prefabricadas y el rectorado fijó la mirada en el cuartel de Mendigorría, antiguo Colegio Máximo de jesuitas, me dirigí a gómez de Salazar en súplica de apoyo para obtener o aligerar los trámites de la afectación del inmueble de Defensa a Educación. Su caballerosidad y el recuerdo de mi pasado compromiso, hizo que no dudara en colaborar en el magnífico empeño. Si ahora todos disfrutamos de este magnífico edificio docente fue, sin duda alguna, por su ilustre persona, por él.

Por todo lo expuesto, que no es poco, no podía negarme a estar hoy entre Vds. y abrir el presente ciclo de conferencias.

II

El penitenciarismo español hunde sus mejores raíces en el siglo xix y, prácticamente, desde su principio. Ello no debe causar sorpresa. También en el resto de países de nuestro círculo cultural el fenómeno es, más o menos, similar. Bien fuera por la irrupción de los sistemas de cumplimiento de penas privativas de libertad americanos o por los impuestos en las colonias por Inglaterra, entre otros; bien sea por el coincidente declive de la aplicación de la pena capital, que era la panacea del castigo universal de los delitos, la prisión se alza como la nueva penalidad reina. Todas las naciones la incorporan a sus primeros textos punitivos o penitenciarios, pero sus modalidades son distintas. En efecto, si el régimen que se impone en Europa, importado de los Estados Unidos, fue fundamentalmente el celular continuo, con trabajo obligatorio y dulcificado el cumplimiento respecto al llamado pensilvánico o filadélfico, de aislamiento absoluto, uno de los modelos clásicos de la nueva tierra, en España se adopta, en un instante

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inicial, el de aglomeración en brigadas y galerías colectivas. Y ello tiene una explicación razonable y apegada al terreno.

Los recursos de nuestro país referidos a los centros carcelarios son escuetos y limitados. De hecho, es casi imposible encontrar nuevas edificaciones a tal efecto construidas, sino más bien viejos locales desafectados de otros usos, reconvertidos malamente y utilizados para su destino de contener personas. La desamortización de Mendizábal fue la causante de la disponibilidad de estancias que no estaban orientadas a tal efecto. Vetustos cuarteles, desangelados conventos, frías fábricas, incluso castillos medievales, fueron las prisiones del momento. Otras, ya en los comienzos del siglo xx, fueron erigidas o reconvertidas más ampliamente para acoger a los presidiarios africanos que se integraban al sistema penitenciario de la Península. El resto de los Estados de nuestro círculo cultural hacen lo mismo, pero su régimen interno es infinitamente más severo que el nuestro, con una aplicación de la más dura y, en ocasiones, inhumana disciplina que jamás empleó nuestra legislación ni nuestra práctica ni, desde luego, era el sentir de los gobernantes ni de los penitenciarios patrios.

¿A qué se debe esto? Tengo mi opinión al respecto. El mando de los establecimientos carcelarios españoles esta referido a la autoridad militar desde un primer momento, es decir desde que existe un verdadero sistema, no el atisbo del mismo cuando en nuestro panorama penal existían exclusivamente cárceles preventivas con instituciones como el derecho de carcelaje. Desde la «Relación de la cárcel de Sevilla», de Cristóbal de Chaves, a las primeras ordenanzas y reglamentaciones penitenciarias hay todo un mundo, un largo camino que, no obstante, el penitenciarismo español ha recorrido con prontitud. Y esa responsabilidad asumida por los militares da una impronta característica única a nuestro Derecho de ejecución de penas.

El Derecho penitenciario español en sus orígenes es esencialmente militar. Los grandes especialistas de la época fueron jefes y oficiales generales de las distintas armas. Después vendrían los excepcionales penitenciaristas y penitenciarios civiles. Desde el coronel Montesinos, comandante del presidio de Valencia, introductor del régimen progresivo de tratamiento, que acorta la condena de los internos, pasando de grado, hasta obtenerse la libertad; hasta Haro, Morla, Abadía o Puig y Lucá, que mandaron distintas prisiones o participaron, con extremada competencia, en la redacción de las primitivas normas reguladoras, todos fueron soldados de oficio que se emplearon, con dedicación y conocimientos, a poner en marcha todo el aparato prisional. Y, lo más importante, estos nombres ilustres tratan al hombre presidiario como lo hacen con sus soldados, sean o no delincuentes, con respeto, con

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disciplina y rigor, cuando procede, sin tonterías, con ejemplo y sin olvidar su condición de personas; en ocasiones, con un pietismo que anticipa posiciones doctrinales por venir y estoy pensando concretamente en Concepción Arenal. Esta es, en mi criterio, la clave, el motivo de nuestro avance inicial, como luego lo será también de la bifurcación del sistema en militar y civil, ya a mediados del diecinueve, cuando se entiende que no es su estricto cometido, aunque se sigue manteniendo el mando militar y las costumbres heredadas de entonces, como las formaciones, el saludo, el cornetín de órdenes y los correspondientes toques o la uniformidad estricta.

Nuestra historia penitenciaria sufre aquí una distorsión, como a continuación veremos. El sistema civil se separa del castrense y vuela más alto si bien, en sus comienzos, sigue tutelado por el militar, al menos hasta el Real Decreto de 23 de junio de 1881, en que se crea el cuerpo de empleados de establecimiento penales, de la mano del dos veces ministro, de Hacienda y gobernación, el liberal Venancio gonzález. Y la separación tiene sus consecuencias que no serán buenas para las prisiones castrenses. Pocos años después, por Ley de Presupuestos, de 29 de junio de 1887, la competencia definitiva sobre las prisiones la ostentará, durante décadas, el ministerio de Justicia. La proliferación de centros carcelarios es materia que solo puede predicarse del sistema que nace de la Ordenanza general de los Presidios del Reino, de 1834, mientras que los estrictamente militares se reducen de hecho a los arsenales de Marina, presidios ribereños, regulados en 1804. Y la historia de esta divergencia es la de nuestro sistema penitenciario, de su razón de ser y de su ventaja respecto al resto de los europeos, al añadirse alas valiosas iniciativas de los comandantes-directores de las prisiones del ejército, las puramente penitenciarias, enmarcadas en la nueva Dirección general del ramo, y basadas en los criterios reformadores de los auténticamente grandes: Rafael Salillas o Fernando Cadalso.

III

Desde el punto de vista doctrinal, el Derecho penitenciario militar ha sido poco tratado y en menor medida todavía su estudio histórico. A las escasas...

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