El Derecho es la justicia de los hechos: A propósito de la Instrucción del Marqués de Gerona

AutorCarlos Tormo Camallonga
Páginas873-920

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I Introducción
1. 1 Planteamiento de la cuestión

Es todo un clásico que los estudios sobre la motivación de la sentencia se inicien con la observación de que los juristas profanos en el iushistoricismo, y mucho más los investigadores y estudiosos que, en general, son legos en la ciencia jurídica, queden sorprendidos ante una práctica tan obvia como secular, cual era la falta de motivación de la sentencia o de cualquier otra resolución judicial. Lo mismo, o más, se puede decir con respecto a la ausencia e incluso prohibición que pesaba sobre los abogados de razonar en Derecho a lo largo del proceso; tal vez, esta última cuestión no ha despertado tanto interés entre los historiadores del Derecho1. En cualquier

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caso, sabemos que la misma presencia del letrado no estaba garantizada en todos los pleitos; en algunos, simplemente, se permitía, en otros, llegaba a prohibirse2.

Diversas y variadas interpretaciones podríamos ofrecer respecto a este posicionamiento de la administración de justicia; diversas y variadas explicaciones tendríamos que aportar para dar satisfacción a las preguntas que dicha perspectiva de la justicia nos plantea, pero todas ellas, en resumidas cuentas, partirían de la máXIma formulada por un letrado de mediados del XIX, de que, en esencia, «el derecho es la justicia de los hechos»3. Y por todo ello, a la doctrina actual le resulta ineludible plantearse si, mientras perduraron estas prohibiciones, las partes carecían de la más mínima seguridad jurídica en el procedimiento; si no gozaban de ninguna garantía frente a una posible arbitrariedad judicial en la tramitación y resolución del pleito. Intentaremos, a lo largo de este estudio, repasar algunas de las decisiones y prácticas que a mediados del siglo XIX contribuyeron decisivamente al derrumbe de este escenario procesal.

Uno de los aXIomas básicos sobre el que se construye el estado liberal es el principio de legalidad, es decir, que tanto los ciudadanos como los poderes públicos deben quedar sometidos al imperio de la ley que emana de la nación. Y uno de estos poderes públicos es el judicial; los jueces y los tribunales. Este sometimiento del poder judicial a la ley cabe interpretarlo desde una doble perspectiva. Por una parte, en cuanto a su estructura, organización y funcionamiento, que deben estar regidos por unas mismas directrices, marcadas en las normas emanadas del pueblo a través de sus representantes. Por otra, porque en el ejercicio de la función que el nuevo ordenamiento le sigue asignando -juzgar y hacer ejecutar lo juzgado-, jueces y magistrados deben aplicar, en primer término y esencialmente, la ley, como norma igualadora y manifestación suprema de la recién estrenada soberanía.

Visto así, toda intervención en el proceso tendrá que venir sustentada y respaldada por la letra de la ley -garantía endo y extraprocesal-, que será ahora la fuente de creación casi exclusiva del Derecho. nada que no sepamos hasta ahora. Pero que de ello se derive que el estado tributario del pensamiento liberal vaya a eXIgir, inmediatamente y entre otras cosas, la fundamentación o motivación jurídica de la sentencia, como medio de fiscalizar al poder judicial en el cumplimiento de sus funciones, al tiempo que se asegura de que todos los ciudadanos reciben un tratamiento igualitario; eso ya es otra cosa. Como otra cosa será que el nuevo Estado pretendiese convertir a los ciudadanos en colaboradores en la administración de la justicia, mediante su participación, a través de los abogados, en la determinación y búsqueda de la norma jurídica aplicable. Y es otra cosa al menos por lo que a España se refiere.

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Efectivamente, y frente a lo sucedido en la Francia revolucionaria, este cambio respecto a la exhibición del Derecho en el proceso no despertará un gran interés entre los primeros juristas y legisladores españoles, tal y como pudiéramos esperar.4Como a penas había despertado en su momento el interés de los ilustrados europeos. Según estos, las bondades de unos códigos perfectamente sistemáticos y coherentes, y la consiguiente mecanicidad de las funciones judicial y letrada, hacían totalmente innecesaria la motivación de la resolución; ni mucho menos se planteaba la posibilidad de que el letrado señalase al juez la norma a aplicar. Ante redacciones tan depuradas, y asegurada la publicidad de las actuaciones procesales, simplemente no cabía el arbitrio judicial. En líneas generales, la confianza de los ilustrados en la judicatura continuaba, pues, intacta5. Como continuaba intacta para Manuel García Gallardo, en 1840, cuando ofrece al Ministerio de Justicia un proyecto de Instrucción Provisional de Enjuiciamiento. Para la demanda y la sentencia del enjuiciamiento civil proponía, respectivamente, lo mismo que ya eXIstía:

Artículo 248. Las demandas y peticiones se extenderán con claridad y precisión, refiriendo sencillamente los hechos que las motivan, la acción o excepción que se entable y la pretensión que se deduce, fijando en la conclusión con la posible individualidad la cosa que se pida, el modo legal con que se solicita, y la persona contra quien se dirige la petición.

Artículo 493. En toda sentencia se ha de conceder o negar lo que solicitaren las partes, clara y explícitamente, sin excederse de lo pedido, pena de nulidad6.

No obstante, algo empieza a moverse entre los autores más prácticos y entre los agentes más inmediatos del Derecho. José Antonio Verdaguer, magistrado

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de La Habana, remite en 1830 al ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde, una traducción del código de procedimiento civil de Francia. Con ocasión de la motivación recogida en el texto francés, comentaba lo siguiente:

Antes de la nueva planta de la Audiencia de Cataluña dada por el Sor. D. Felipe 5.º, se fundaban las sentencias por aquel superior tribunal, y son todavía un modelo de sabiduría las que se leen en las obras de los autores prácticos de aquella Provincia. El artículo 1.213 del Código de Comercio ordena sabiamente que se funden tanto las definitivas como las interlocutorias, y es de esperarse que en el Código de procedimientos que debe poner término a tantos males y abusos, se obligue a todos los jueces a expresar en sus sentencias los puntos de hecho, las cuestiones legales que de ellos emanan, y el texto de la Ley en que se apoye la decisión7.

En la misma línea, de 1835-1836 datan unos Apuntes, redactados en forma de artículos por Pérez Hernández, Sobre Disposiciones comunes a todos los juicios, en los que el autor propone:

Artículo 22. Todos los tribunales y jueces ordinarios deben motivar las sentencias definitivas o interlocutorias que pronuncien en asuntos civiles o criminales de mayor cuantía.

Los fundamentos se expresarán breve y concisamente, reduciéndose a establecer el hecho o hechos que resultan y la cuestión de derecho que se resuelve, con una ligera referencia a los principios o disposiciones legales que le son aplicables.

Artículo 57. En los escritos y alegaciones será lícito a los abogados citar las leyes del reyno en que apoyen sus defensas, por el número que tengan, y el título, libro y cuerpo legal en que obren; y se les permitirá también esponer las disposiciones de las leyes citadas, pero no insertarlas o copiarlas a la letra. En los informes verbales, a más de citarlas, podrán también leer su testo.

Artículo 58. Se observarán con especial cuidado las disposiciones legales que prohíban alegar contra la ley espresa, y también las que previenen no se abulten los escritos y alegatos con citas doctrinales de los autores que han escrito sobre jurisprudencia, o de la legislación romana u otras estrangeras8.

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El hecho de que empiecen a recogerse, en un mismo texto, referencias en semejante sentido, para la sentencia y para las alegaciones de las partes, evidencia la coneXIón entre la formulación de aquélla y la redacción de éstas. De ahora en adelante, y respecto a los escritos de las partes, cualquiera que sea el procedimiento y la jurisdicción, todas las normas que permitan la alegación en Derecho prohibirán insertar o copiar las leyes «a la letra», como prohibirán las citas doctrinales y romanas.

Y si entendemos que la jurisdicción es una de las atribuciones inherentes a toda comunidad política y social, a cada pueblo o nación, podemos ver como obvia la correspondencia entre la personalización de la soberanía y la necesidad de que los jueces legitimen y justifiquen sus resoluciones ante la misma persona, so peligro de que este poder anule dicha atribución. En tanto en cuanto se profundice en el proceso revolucionario, con la implantación de la soberanía popular y el sufragio universal, la comunidad en su totalidad eXIgirá la inmediatez en el derecho a participar en la administración de justicia, lo que se materializará, fundamentalmente, en el nombramiento de los jueces, en el establecimiento de los jurados -también arbitraje y conciliación- y, dentro del proceso, en la posibilidad de señalar al juez la norma a aplicar. Una justicia popular que ya se venía sugiriendo desde la Constitución gaditana, en sus artículos 280 y siguientes, pero que no se materializará de manera patente hasta la Gloriosa. Si ciudadano es aquél que, desde el plano legislativo, participa de la elección de sus representantes parlamentarios que determinarán el contenido de las leyes, desde el plano judicial es aquél al que se le rinde cuenta del sentido y...

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