El Derecho Administrativo Constitucional

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas23-48

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La caracterización del Derecho Administrativo desde la perspectiva constitucional trae consigo en España, tras la

Carta Magna de 1978, necesarios replanteamientos de dogmas y criterios que, ciertamente, han rendido grandes servicios a la causa de nuestra disciplina y que, por exigencias del modelo del Estado social y democrático de Derecho, deben sustituirse de manera serena y moderada por los principios que presiden la nueva forma de Estado, por cierto diferente en su configuración, y en su implementación, al denominado Estado liberal de Derecho, desde que se alumbró toda una urdimbre y un conjunto de técnicas que hoy deben ser revisadas. Hoy, el modelo del Estado social y democrático de Derecho, que no se entiende sin la previa existencia del Estado liberal de Derecho, reclama y exige una nueva contemplación de las técnicas e instituciones de una rama del Derecho Público que hoy se justifica en la medida en que a su través los valores y principios constitucionales adquieran plena materialización en la realidad.

Por otra parte, la experiencia actual de la versión estática del Estado de bienestar, la caricatura de un modelo en sí mismo dinámico, invita a repensarlo a partir de una nueva manera de en-tender las ciencias sociales. En efecto, constatado el fracaso de los postulados del pensamiento único, estático y de confrontación, es menester trabajar desde el pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario. Postulados desde los que se puede entender

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mejor el sentido originario del Estado de bienestar y, sobre todo, el alcance y funcionalidad del Estado social y democrático de Derecho, su trasunto jurídico y político.

En efecto, hoy la garantía del interés general es la principal tarea del Estado y, por ello, el Derecho Administrativo ha de tener presente esta realidad y adecuarse, desde un punto de vista integral, a los nuevos tiempos pues, de lo contrario, perderá la ocasión de cumplir la función que lo justifica, cual es la mejor ordenación y gestión de la actividad pública con arreglo a la razón y a la justicia.

En los Estados Unidos de Norteamérica justamente se apunta a la privatización del interés general como uno de las causas de la decadencia política. Es más, junto a la crisis institucional, conforma lo que hoy se denomina vetocracia, una de las formas en las que se expresa la profunda recesión democrática que hoy domina muchos regímenes formalmente democráticos.

Pues bien, esa preservación del interés general pasa por la necesidad de afirmar la categoría de los derechos fundamentales de la persona, que son individuales y sociales, pues el interés general en el Estado social y democrático de Derecho está estrechamente vinculado a la promoción y facilitación de los derechos inherentes y propios de la condición humana. Es más, el interés general como concepto presenta un núcleo esencial, indisolublemente unido a él, conformado precisamente por los derechos fundamentales de la persona, expresión concreta de la centralidad de la dignidad del ser humano, principio y raíz del Derecho Público y del Estado moderno.

El entendimiento que tengamos del concepto del interés general a partir de la Constitución de 1978 va a ser capital para caracterizar el denominado Derecho Administrativo Constitucional que, en dos palabras, aparece vinculado al servicio objetivo al interés general y, por ende, a la promoción de los derechos fundamentales de la persona, también, como no, a los derechos sociales fundamentales o también denominados derechos fundamentales sociales. Los derechos fundamentales de la persona son una categoría jurídica que admite diferentes funciones según la

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naturaleza propia de la expresión concreta de la dignidad humana de que se trate en cada caso. Pero se trata de una categoría única y por tanto debe gozar del mismo régimen jurídico. Es multifuncional pero presenta un conjunto de caracteres que definen un único régimen jurídico, especialmente en lo que hace al grado de su protección jurisdiccional.

En efecto, la perspectiva iluminista del interés general, vinculada a la apreciación personal que en cada caso hace el funcionario, que, en definitiva, vino a consagrar la hegemonía de la entonces clase social emergente que dirigió con manos de hierro la burocracia, hoy ya no es compatible con un sistema sustancialmente democrático en el que la Administración pública, y quienes la componen, lejos de plantear grandes o pequeñas batallas por afianzar su status quo, deben estar plena y exclusivamente a disposición de los ciudadanos, pues no otra es la justificación constitucional de la existencia de la entera Administración pública.

En esta línea, el Derecho Administrativo Constitucional plan-tea la necesidad de releer y repensar dogmas y principios considerados hasta no hace mucho señas de identidad de una rama del Derecho que se configuraba esencialmente a partir del régimen de exorbitancia de la posición jurídica de la Administración pública. Correlato necesario de su papel de gestor, nada más y nada menos, que del interés público. Insisto, no se trata de arrumbar elementos esenciales del Derecho Administrativo, sino repensarlos a la luz del Ordenamiento constitucional.

Es el caso, por ejemplo, de la ejecutividad del acto, que ya no puede entenderse como categoría absoluta, sino, más bien, en el marco del principio de tutela judicial efectiva. Y, en general, nuestra disciplina, poco a poco, ha de ir mudando el sentido y funcionalidad de unas categorías e instituciones que adquieren su pleno sentido constitucional en la medida en que se diseñan y articulan al servicio objetivo del interés general. O lo que es lo mismo, como instituciones que parten de la dignidad del ser humano y a ella se subordinan en su construcción y desarrollo.

Por tanto, lo que está cambiando es, insisto, el papel del interés general que, desde los postulados del pensamiento abierto,

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plural, dinámico y complementario en el marco del Estado social y democrático de Derecho, aconseja el trabajo, ya iniciado hace algunos años entre nosotros, de adecuar nuestras instituciones, categorías y técnicas a la realidad constitucional, especialmente en todo lo que atiende a su encaje en el modelo del Estado social y democrático de Derecho. Tarea que se debe acometer sin prejuicios ni nostálgicos intentos de conservar radicalmente interpretaciones de conceptos y categorías que hoy que encajan mal con los parámetros constitucionales.

En esta tarea no se trata, de ninguna manera, de una sustitución in toto de un cuerpo de instituciones, conceptos y categorías, por otro; no, se trata de estar pendientes de la realidad social y constitucional para alumbrar los nuevos conceptos, categorías e instituciones con que el Derecho Administrativo, desde este punto de vista, se nos presenta, ahora en una nueva versión más en consonancia con lo que son los elementos centrales del Estado social y democrático de Derecho. Ello no quiere decir, como se comentará en su momento, que estemos asistiendo al entierro de las instituciones clásicas del Derecho Administrativo.

Más bien, hemos de afirmar, no sin radicalidad, que el nuevo Derecho Administrativo que emerge de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho, está demostrando que la tarea que tiene encomendada de garantizar y asegurar los derechos fundamentales de los ciudadanos requiere de una suerte de presencia pública, quizás mayor en intensidad que en extensión, que hace buena aquella feliz definición que debemos al profesor González Navarro, del Derecho Administrativo como el Derecho del poder para la libertad4. Ahora más bien Derecho del poder público para la libertad solidaria de las personas, o, más breve aún, derecho del poder público para promover la dignidad humana.

En esta línea, la consideración de los derechos fundamentales sociales, categoría distinta a la de los Principios rectores de la política social y económica, reclama, ahora más que nunca, la cons-

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trucción de un Derecho Administrativo Social que esté en las mejores condiciones de expresar su compromiso con la dignidad del ser humano, especialmente de quienes están excluidos, marginados o apenas se valen por sí mismos para una vida digna.

Es más, si no se produce esta proyección de las bases constitucionales del Estado social y democrático de Derecho sobre el entero sistema del Derecho Administrativo, seguiremos debatiéndonos en continuas contradicciones. Contradicciones y polémicas que se podrían superar si decididamente nos atrevemos a transformar la urdimbre, las formas de nuestro Derecho Administrativo, insuflando en ellas, en sus categorías e instituciones, la sabia nueva del Estado social y democrático de Derecho. La tarea es clara, pero las dificultades son máximas puesto que todavía perviven inercias y frenos que no dejan crecer la buena hierba que hoy el modelo constitucional ha sembrado en todo el Ordenamiento jurídico.

De un tiempo a esta parte, es verdad, observamos notables cambios en lo que se refiere al entendimiento del interés general en el sistema democrático. Probablemente, porque según transcurre el tiempo, la captura de este concepto por la entonces emergente burguesía –finales del siglo xVIII, principios del siglo xIx–, que encontró en la burocracia un lugar bajo el sol desde el que ejercer su poder, lógicamente ha ido dando lugar a nuevos enfoque más abiertos, más plurales y más acordes con el sentido de una Administración pública que, como señala el artículo 103 de nuestra Constitución «sirve con objetividad los intereses generales».

Es decir, si en la democracia los agentes públicos son administradores y gestores, no titulares, de funciones de la colectividad y ésta está convocada a participar en la determinación, seguimiento y evaluación de los asuntos públicos, la necesaria esfera de autonomía de la que debe gozar la propia Administración ha de estar empapada de esta lógica de servicio objetivo y permanente a los intereses públicos. Y...

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