Delimitación del contenido subjetivo del Derecho a la buena administración: sus implicaciones políticas para la ciudadanía según el parámetro de la Carta de Niza.

AutorBeatriz Tomás Mallén
Páginas213-237

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I Titularidad de Derecho a una buena administración: los ciudadanos comunitarios y extracomunitarios como sujetos beneficiarios
1. Primera aproximación bajo la perspectiva de los derechos conexos con la ciudadanía de la Unión

El título del epígrafe inicial de este capítulo quinto ya revela la inexactitud que implicaría atribuir en exclusiva a los ciudadanos comunitarios la titularidad del derecho a la buena administración. En efecto, desde el punto de vista de su ubicación sistemática en el Capítulo V de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, referido a la ciudadanía, no podría extraerse automáticamente esa consecuencia de exclusividad a favor de los ciudadanos comunitarios, pues en dicho Título también se contemplan algunos otros derechos atribuidos asimismo a las personas de países terceros (como el derecho de petición ante el Parlamento Europeo o el de reclamación ante el Defensor del Pueblo europeo), lo mismo que sucede en la Segunda Parte («Ciudadanía de la Unión») del Tratado de la Comunidad Europea. Pero, en segundo lugar, la propia interpretación literal del artículo 41 (y del 42) de la Carta suministra prueba suficiente de que el derecho a la buena administración no se re-conduce únicamente a los ciudadanos comunitarios, pues ambas disposiciones afrontan la titularidad de dicho derecho aludiendo a «toda persona tiene derecho a» (artículo 41), o a «todo ciudadano de la Unión o toda persona física o jurídica que resida o tenga su domicilio social en un Estado miembro tiene derecho a» (artículo 42).

En efecto, por obra de la Carta, el concepto de ciudadanía europea se abre, se extiende definitivamente, en gran medida siguiendo la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, al favorecer una ampliación o, si se prefiere, reinterpretación de la dimensión objetiva del concepto. Si, en el ámbito subjetivo, ciudadanos de la Unión son únicamente los nacionales de los Estados miembros, en el

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ámbito objetivo, la ciudadanía europea tiene que ver con los derechos y libertades reconocidos en el ámbito comunitario. Como señalara en este sentido RALLO LOMBARTE, «la incorporación al léxico comunitario del término ciudadanía europea, en conclusión, sólo puede entenderse como una solución ad hoc (sin mayores pretensiones conceptuales) en la búsqueda de un elemento que identificase los derechos propios de los nacionales de los Estados miembros en el ámbito de actuación de las instituciones europeas»1.

Pues bien, la consagración del derecho a una buena administración no únicamente está llamada a ampliar el elenco de derechos reconocidos a los ciudadanos europeos, sino que al otorgarse también a los no europeos -que lo invocarán en no pocos supuestos; pensemos en situaciones relacionadas con la inmigración y el asilo, en donde ya es sabido que los «sin papeles» no sólo responden a una categoría de extranjeros comunitarios que se encuentran en situación irregular por voluntad propia de vivir en la clandestinidad para evitar ser expulsados, sino asimismo a aquellos cuya deseada regularización se demora por mal funcionamiento de la Administración2- viene a ensanchar el concepto de ciudadanía europea. Desde este punto de vista, puede convenirse con SICCA que «quien tiene derechos europeos y puede dirigirse al juez europeo para hacerlos valer es ya un ciudadano europeo»3. En este contexto, cualquier persona, con independencia de su nacionalidad, podrá ser considerada ciudadano europeo en la medida en que detente derechos europeos como el derecho fundamental a una buena administración. Quizá pueda parecer excesivamente amplia tal delimitación del concepto, pero la inclusión del mencionado derecho en el Capítulo intitulado «Ciudadanía» conduce a dicha conclusión.

En nuestra opinión, acertaba RALLO LOMBARTE al manifestar en relación con la ciudadanía europea definida en el artículo 8 del TUE (artículo I-10 de la Constitución europea) que aquélla, «en tanto concepto que refleja la evolución del sistema de protección de derechos en el ámbito europeo, debe plantearse de forma notablemente más amplia», así como que «la propia naturaleza evolutiva y progresiva del proceso histórico de protección de los derechos fundamentales y de las libertades públicas requiere una actitud abierta y recepticia»4.

Dicho lo anterior, es evidente que los derechos fundamentales reconocidos a escala de la Unión Europea admitirían una triple clasificación bajo el ángulo de la titularidad, a saber: derechos de los que son titulares únicamente los ciudadanos comunitarios con exclusión de los extracomunitarios (el derecho a ser miembro de

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la Comisión -artículo 213 TCE y artículo III-347 de la Constitución europea-); derechos que ostentan por igual los ciudadanos comunitarios y los de países terceros (el derecho a ser reparado por los daños causados por las instituciones comunitarias o sus agentes -artículo 288 TCE y artículo III-431 de la Constitución europea-); y derechos que corresponden de manera desigual a ciudadanos comunitarios y extracomunitarios sometiendo el ejercicio por ambos grupos a condiciones diversas (el derecho a la libre prestación de servicios -artículo 49 TCE y artículo III-144 de la Constitución europea-). Lo mismo ocurre con los derechos incluidos en el capítulo de la ciudadanía: mientras algunos derechos se reconocen exclusivamente a los ciudadanos de la Unión (derechos de sufragio activo y pasivo en elecciones europeas y municipales -artículo 19 TCE y artículos 39 y 40 de la Carta, respectivamente, artículo I-10 y artículos II-99 y II-100 de la Constitución europea-) y otros se extienden prácticamente en igualdad de condiciones a las personas de países terceros (derechos de petición ante el Parlamento Europeo y de reclamación ante el Ombudsman europeo -artículo 21 en conexión con artículos 194 y 195 TCE, y artículos 44 y 43 de la Carta; artículo I-10 en cone-xión con artículos II-103 y II-104 de la Constitución europea-), una tercera categoría de derechos se reconoce de manera diferenciada a ciudadanos comunitarios y extracomunitarios (la libertad de circulación y de residencia -artículo 18 TCE y artículo 45 de la Carta-). Y algo similar podría incluso aducirse que sucede, en cierta medida, con los subderechos incluidos en el genérico derecho a la buena administración, sometidos a grados diversos de ejercicio, al menos en un doble sentido: mientras los derechos consagrados en los apartados 1 a 3 del artículo 41 de la Carta se reconocen y podrán ser ejercidos indistintamente por los ciudadanos comunitarios y extracomunitarios, es obvio que el apartado 4 de dicho artículo 41 establece una cierta diferenciación entre ambas categorías de personas, puesto que sólo los primeros podrán dirigirse en su lengua a las instituciones, mientras los segundos no podrán hacerlo -a menos que se produzca la coincidencia de que la lengua propia de éstos sea, además, oficial en la Unión Europea-.

En estas coordenadas, si la pertenencia a la Unión Europea (y más aún desde la introducción de la categoría de ciudadano de la Unión a través del Tratado de Maastricht de 1992) comportaba en cada país miembro, en esencia, la introducción de tres categorías de personas bajo el ángulo de la titularidad y el ejercicio de derechos (a saber, nacionales, ciudadanos comunitarios y extranjeros no comunitarios) y especialmente un desfase entre estas dos últimas categorías (de lo que se han encargado no sólo las normas comunitarias de cooperación intergubernamental -sobre todo, la normativa de Schengen-, sino asimismo las leyes estatales de inmigración y extranjería), en rigor debe hacerse notar que, desde cierto punto de vista, se ha producido la paradoja consistente en que la ciudadanía de la Unión ha beneficiado excepcionalmente a algunos ciudadanos de países terceros. Pongamos dos ejemplos notorios de este paradójico beneficio: uno tiene que ver con la exención de visado para permanencia de extranjeros extracomunitarios; el otro, con la libre circulación de personas en el territorio de la Unión. Veámoslos por separado:

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- En materia de exención de visado, la entrada en vigor del Tratado de Maastricht de 1992 vino a significar que mientras la normativa española de extranjería preveía hasta entonces que la exención de visado de un/a extranjero/a no comunitario/a sólo podía producirse -entre otros motivos- cuando éste/a estuviera casado/a con un/a ciudadano/a español/a, la jurisprudencia del Tribunal Supremo determinó que dicha exención debía extenderse, asimismo, a los/a extranjeros/as extracomunitarios/as que estuviesen casados/as con otros nacionales de Estados miembros de la Unión Europea que no fuesen españoles y residieran en España (británicos, franceses, portugueses, etc.). A...

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