Cuestiones que clarificar y articular

AutorLucrecio Rebollo Delgado
Páginas229-264

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1. La confusa idea de España

Si tuviéramos que realizar un balance histórico de nuestra conciencia nacional, parece que éste no sería nunca positivo. Siempre fuimos más dados a los afectos locales o a los intereses personales. Esta circunstancia no obedece quizás tanto a coyunturas políticas, económicas, sociales, culturales o ideológicas, como a la propia idiosincrasia que no se singulariza únicamente por el personalismo, y sí esencialmente por la disconformidad con lo común, fundamentada en el interés personal. Es tal el grado de asintonía conceptual sobre la Nación, que no existe acuerdo generalizado ni al respecto del propio surgimiento de nuestro Estado como Nación. Desde una perspectiva histórica tres son las posibilidades que se barajan al respecto de su existencia:

  1. Si extraemos como claves de conexión de la Nación la delimitación de un territorio y el ejercicio del poder durante un cierto tiempo, puede remontarse el Estado a las uniones de los reinos de Castilla y Aragón con el matrimonio de los Reyes Católicos, y cuya fecha de inicio puede establecerse en 1492.

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    2º. Si atendemos a una estructuración del Estado homogénea, el concepto de España no surge hasta la denominada Nueva Planta que incorpora Felipe V, entre 1707 y 1716.

  2. Si buscamos una plena conciencia de soberanía nacional española en su concepción moderna, hay que remontarse a la Constitución de 1812.

    Sea el origen en una u otra fecha, es clara la ausencia de un concepto nítido de Nación española, que llega hasta nuestros días. Como manifiesta Stanley G. Paine, “España es el único país occidental, y probablemente del mundo, en el que una parte considerable de sus escritores, políticos y activistas niegan la existencia misma del país, declarando que > sencillamente >. Todavía es mayor la negación de otros aspectos relativos a la historia, y la utilización de algunos elementos, ya sean falsos o ciertos, es más exagerada que en otras partes, al tiempo que las distorsiones, sobre todo de su historia contemporánea, son más profundas”167.

    Otra realidad colateral al concepto de Nación, o mejor expresado, que impide un concepto nítido y de general aceptación, es la imposibilidad de los españoles de cerrar los capítulos históricos, que se regurgitan periódicamente como argumento de enfrentamiento. Esta es la circunstancia traumática con la II República, la Guerra Civil y el Régimen de Franco, que se agrava con el uso ideológico dentro de un contexto de generalizado desconocimiento, y donde los desencuentros son más políticos o interpretativos que historiográficos.

    Esta circunstancia que en los primeros años de vigencia de la Constitución de 1978 estaba esencialmente circunscrita

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    a los territorios con una fuerte implantación de los partidos nacionalistas, se ha ido haciendo concepto común prácticamente en todo el territorio nacional, puesto que se ha utilizado la diferenciación como argumento reivindicativo territorial. A ello hay que sumar una pretensión secular de la izquierda española por identificar lo nacional y el franquismo, que se ha constituido también en seña de identidad de los partidos populistas, y que tiene su manifestación más plausible en la pretendida elusión de utilizar el término España, circunstancia que se contagia al lenguaje general. Esto produce una circunstancia insólita en nuestro país, nadie tiene afecto al Estado Nación, pero todos le reivindican. Los territorios, más competencias y medios, los ciudadanos, más prestaciones, más soluciones concretas a sus necesidades, las organizaciones de todo tipo, que favorezcan su actividad. Parece que el Estado es un ente abstracto y atemporal generador de dádivas y beneplácitos, y sujeto pasivo de toda cólera. Se llega incluso al maniqueísmo político de que lo bueno desde todas las perspectivas procede del territorio, y lo malo del Estado, circunstancia en la que colaboran denodadamente las Comunidades Autónomas.

    Este apagón de la historia común no se debe únicamente a la ideología política, también a la manipulación, que es mucho más efectiva en el campo de cultivo del desconocimiento. Así, mientras se deconstruye la historia de España, se construyen otras historias, y que como expone Blanco Valdés “… cuando los hechos históricos se resisten a lo que en su momento se precisa, cabe recurrir a reinventarlos: ello permite convertir costumbres que apenas alcanzan la centuria en tradiciones seculares, considerar héroes de una causa a personajes que batallaron por otra muy distinta, y entender como hechos fundadores circunstancias que en su día respondieron a necesidades que nada tienen que ver con las que les atribuyen. Pero es igual: lo importante es el efecto político que con ello se consigue y no la certeza científica sobre la que esas afirma-

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    ciones se construyen. Y ello porque el nacionalismo concibe la historia, antes que nada, como una fuente de legitimación política”168. Pero lo más grave de este panorama es que no se queda en el ámbito del debate político, sino que se inculca como verdad revelada en la enseñanza en todos los niveles, y tenemos ya una generación entera bajo este adoctrinamiento, cuyas consecuencias son ya claramente visibles en algunos territorios como Cataluña.

    En el mismo porcentaje en que se ha vaciado al Estado de competencias se ha desdibujado de forma intencionada la identidad nacional, y no ha sido un devenir natural, sino intencionado, deliberado desde algunas Comunidades Autónomas, a la vez que consentido por el Estado. Es esta una circunstancia singular en España, y que nos diferencia tanto de los países desarrollados, como de los que no lo son, que tienen no sólo un concepto claro de Nación, sino también un sentimiento de orgullo de pertenencia a la misma. Esta ilógica, pero real riada, arrastra otros elementos también capitales de cualquier organización social, como es la Constitución. A la vez que se pretende omitir la historia común de España, se exalta la historia particular de cada territorio, y en la misma medida, ocurre con la Constitución, cuya existencia y contenido se relega intencionadamente, a la vez que se hace centro de la organización territorial al Estatuto de Autonomía, a las instituciones autonómicas y a la legislación de desarrollo, lo cual es legítimo y constitucional, pero no se hace de forma que se incardine en un conjunto estatal, sino que su legitimidad deviene de la historia, de la voluntad de los pueblos, o de una distorsionada legitimidad democrática particularista.

    Desde esta concepción, son los territorios una realidad que se justifica en conceptos abstractos, sin incardinación en una

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    estructura estatal y que conforman un mundo endogámico. Resulta así que sigue habiendo dos Españas, una desde la óptica de los territorios, y otra desde el Estado, y ambas parecen incompatibles, y en muchas ocasiones viven de espaldas una a la otra, cuando no en abierto conflicto, y se ha desdibujado el elemento de conexión y legitimación construido en 1978, la Constitución.

    Estamos inmersos en una oleada reformista. Desde todos los ámbitos se proponen reformas constitucionales, que si tales se dieran, los juristas deberíamos volver a iniciar los estudios de Derecho, singularmente los constitucionalistas. A modo de ejemplo pueden consultarse dos obras recientes en las que se estructuran doctrinalmente las necesarias reformas constitucionales, pero no recogen ni con mucho, todas las propuestas, que podría decirse que afectan en su totalidad a la Constitución, y que si todas se realizaran, quedaría irreconocible respecto de su texto actual169. Se maneja así el concepto de reforma constitucional como si de un mero trámite burocrático o legislativo se tratara y siempre atribuye al que lo propone un toque de singularidad o de ingenio, y en el ámbito académico de meritoria investigación científica. Esta circunstancia, por desmesurada, también tiene un efecto perverso, da a entender que la Constitución es un texto desfasado, carente de valor y eficacia, reminiscencia de un pasado oscuro, intransigente y carente de soluciones a los problemas actuales, en la misma línea argumental que el concepto de Nación española, pare-ciendo ser ambas, parte de un todo quimérico.

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    Constatada la realidad, surge la duda de si esta articulación ilógica tiene su origen de forma natural en los españoles, o es producto ideológico que se canaliza a través de los partidos políticos y como resultado de ello, de las instituciones auto-nómicas. Me inclino a pensar que es debido más a la segunda opción que a la primera, pero en todo caso, el resultado es que se obvia un elemento capital de la ordenación social, como es el acuerdo, el consenso, el pacto originario y democrático que constituye nuestra Constitución.

    El Estado autonómico se ha centrado en estos cuarenta años de vigencia en una persistente idea de diferenciación que justifique y legitime una mayor atribución competencial, incluso podría decirse que se ha superado con creces el grado de descentralización que se ajuste a criterios de solidaridad o eficacia de forma concreta, y desde una perspectiva más genérica, a lo que fuera legítimo desde una óptica nacional o común. Esta descripción pendular de excesos de lo español es aplicable a la materia que tratamos. Hemos pasado así de un Estado centralizado autocrático y de pensamiento único, a un Estado democrático sobredimensionado en su descentralización territorial, pero desestructurado, invertebrado, utilizando el concepto orteguiano. La carrera ha sido vertiginosa, y sin un respiro para la reflexión razonada y reposada. Como manifiesta Paloma Biglino, el Estado actual se parece bastante al Medieval, “… Recordemos que entonces, por encima y por debajo del Príncipe, existían centros de poder originario e independiente...

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