El estado de la cuestión
Autor | Francisco Longo - Adrià Albareda |
Páginas | 15-34 |
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En los últimos tiempos, las administraciones públicas occidentales han experimentado unos cambios profundos en sus agendas y prioridades de actuación, en la configuración de sus estructuras y de sus procesos, y en el marco de relaciones con la ciudadanía y los actores sociales. Dichos cambios han tenido destacadas implicaciones en los discursos sobre valores que orientan su actuación, lo cual, como veremos en el siguiente capítulo, plantea nuevos dilemas éticos en el seno de las organizaciones públicas.
Al mismo tiempo, los entornos en que operan las administraciones se han vuelto cada vez más complejos y turbulentos. La esfera pública es, en la actualidad, mucho más densa y superpoblada que en décadas anteriores. Grupos de interés y ciudadanos organizados incrementan su actividad e interpelan cada vez más a los poderes públicos, cuestionando las formas de proceder tradicionales de las administraciones. La crisis económica ha agudizado estas tendencias y ahora se pone en duda la legitimidad de las decisiones, aumentan las exigencias de trasparencia y de rendición de cuentas, y se plantea a las organizaciones públicas nuevos retos que sacuden los sistemas de valores establecidos.
Además, en las últimas décadas han proliferado sustancialmente, en las agendas públicas, problemas de gran complejidad -los llamados wicked problems (Rittel y Webber, 1973)- en los cuales ni la pertinencia ni la legitimidad de las respuestas pueden garantizarse. Ello ha provocado que la Administración pública sea incapaz de alcanzar sus objetivos de forma autosuficiente, por lo cual ahora son mucho más habituales las interdependencias y la coproducción con el sector privado, empresarial o no lucrativo. Este hecho incrementa el grado de exposición de los operadores públicos a los riesgos de captura del patrimonio público por los intereses particulares y plantea nuevos problemas éticos.
El fenómeno de la corrupción ha generado una profunda preocupación en numerosos países del mundo. En nuestro entorno más próximo, varios escánda-
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los han contribuido a minar la confianza de la ciudadanía en sus representantes y gobernantes, en un momento marcado por una profunda crisis económica. La dimensión institucional de esta crisis se pone de manifiesto en las encuestas, que muestran reiteradamente el descrédito de buena parte de las instituciones básicas de nuestro sistema social. En mayor o menor grado, las administraciones públicas y las personas que trabajan en ellas sufren las consecuencias de este deterioro de las percepciones ciudadanas sobre el comportamiento ético de los poderes públicos.
Todos estos factores han contribuido a extender por todo el mundo la preocupación por la ética pública. Los gobiernos, los organismos internacionales, las organizaciones de la sociedad civil, las universidades y los think tanks se han hecho eco de esta preocupación. Los valores públicos se han convertido en objeto de análisis y han motivado varias iniciativas destinadas a identificarlos y a robustecerlos, con el fin de mejorar el comportamiento ético de los actores que operan dentro de los sistemas públicos. La incorporación de la ética y de los valores en la agenda de la Administración pública y de los profesionales y académicos del ramo es ya una realidad incuestionable.
Pese a que la introducción de este tema en las agendas de los gobiernos occidentales a lo largo de los años ochenta se vincula a menudo, como veremos en el siguiente capítulo, con el impacto de las reformas gerencialistas y con la aparición de la denominada Nueva Gestión Pública (NGP)2, la preocupación por la ética pública, en realidad, es muy anterior. La historia muestra que esta cuestión ya se tenía en cuenta durante el siglo XX e incluso antes en países como Reino Unido, donde en 1854 se aprobó el informe Northcote-Trevelyan, que evidenció la importancia, entre los servidores públicos, de los valores de la neutralidad, la integridad y la eficiencia, entre otros. Asimismo, en 1924, la International City Managers’ Association3de Estados Unidos aprobó el primer código ético del país.
Sin embargo, dejando a un lado estos casos excepcionales, a partir de los años setenta y ochenta del siglo XX la ética pasó a ser un tema de suma impor-
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tancia para la mayoría de las administraciones públicas occidentales. Maesschalck (2004a) explica la emergencia de la gestión de la ética como una reacción contra la retórica individualista de la NGP. No obstante, la aparición de casos de corrupción tan relevantes como el escándalo Watergate en 1974 también jugó un papel determinante para la incorporación de la ética en la esfera pública. Desde entonces, la presencia de códigos éticos y otras herramientas y procesos de infraestructura ética no han hecho más que aumentar. En la actualidad, algunas actuaciones vinculadas con la crisis económica y financiera han contribuido a acentuar la relevancia de los valores y de la ética en todos los niveles de la sociedad.
La ética y los valores son indispensables en cualquier ámbito de la sociedad, público o privado. Ahora bien, en el origen de la preocupación por garantizar la ética pública se halla la consideración de que tanto los representantes y los gobernantes como los servidores públicos tienen un especial deber moral con la ciudadanía que les obliga a acreditar un mayor nivel de ejemplaridad que los demás ciudadanos (Gomá, 2009). En definitiva, las administraciones y sus agentes están al servicio de los ciudadanos y ello tiene que verse reflejado en su comportamiento y en el escrupuloso respeto de unos valores propios y distintivos, específicos del ámbito público.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cuál es el estado de la cuestión? ¿En qué medida los valores públicos impregnan el funcionamiento de las administraciones? ¿Qué diagnóstico puede hacerse de ello y cuáles son las percepciones sociales al respecto? Los estudios y los datos disponibles, tanto en el ámbito internacional como en España, demuestran que, en muchos países, la realidad presenta unos rasgos insatisfactorios, y las percepciones sociales manifiestan un predominio de la desconfianza en los sistemas públicos. Con todo, antes de entrar en la crónica de esta realidad, parece imprescindible realizar algunas precisiones conceptuales.
No es evidente que, al hablar sobre la ética pública y los valores que la caracterizan, tengamos la garantía de que todos entendemos lo mismo por estas palabras. Por lo demás, con frecuencia, las palabras ética y valor se relacionan con otros significados, más o menos próximos. Así pues, antes de proseguir, es preciso especificar en qué sentido estamos utilizando todos estos conceptos en este libro.
En primer lugar, entendemos por ética pública la que tiene que guiar la conducta de los responsables políticos y de los trabajadores públicos (Villoria, 2009). Deben tenerse en cuenta dos principios éticos dentro de este ámbito:
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a) los derechos y obligaciones que las personas tienen que respetar y asumir cuando actúan en un entorno en que sus actos afectan seriamente el bienestar de otras personas y de la sociedad, y b) las condiciones que las prácticas colectivas y las políticas públicas deberían satisfacer en la medida que también afectan el bienestar de las personas y de la sociedad (Villoria, 2009, 3-4). De la explicación anterior, se desprende que la ética se vincula a los hábitos y a las pautas de conducta de cualquier grupo humano, que se incorporan ordinariamente a las conductas de sus integrantes. Como concepto, la ética nació con los pensadores griegos, que fueron los primeros en tratar del tema de forma sistemática, definirlo y construir teorías al respecto. Ética proviene de la palabra ethos, que Aristóteles definió como «costumbres» y vinculó al temperamento, al carácter, a los hábitos y a la manera de ser de los individuos. En un sentido análogo, la RAE define el ethos como «conjunto de normas morales que rigen la conducta humana».
Para analizar la ética institucional e individual en el sector público, se utilizan principalmente tres teorías: la deontológica, la teleológica y la ética de la virtud. Cada una de ellas aporta respuestas distintas sobre cómo pueden abordar la ética las administraciones públicas.
La teoría deontológica se preocupa por definir el bien y el mal de la forma más clara posible. Es el caso, por ejemplo, de los diez mandamientos. Los principios de actuación definen, en términos absolutos, qué se considera correcto y qué incorrecto, y la decisión suele enmarcarse en una dicotomía moral. Uno de los principales argumentos contra la utilización de esta teoría como guía ética es su rigidez (Christensen y Lægreid, 2011). Este tipo de ética no deja margen a la discrecionalidad, la cual a menudo es indispensable en las organizaciones públicas a la hora de afrontar algunos dilemas éticos y superar incoherencias entre criterios distintos en determinadas situaciones. Además de ser rígidos, los sistemas basados en la norma son poco meritocráticos y usualmente no tienen muy en cuenta los valores orientados a los resultados. Como veremos más adelante, esta teoría se vincula a los mecanismos de la llamada «ruta fácil» en la creación de la infraestructura...
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