Crónica de un transplante con rechazo

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas219-242

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1. Nacimiento de la jurisdicción contencioso-administrativa

El Estatuto de Bayona estableció ya un Consejo de Estado, presi-dido por el Rey, dentro de cuyas atribuciones meramente consultivas se encontraba el conocimiento “de la parte contenciosa de la Administración”, así como de los conflictos jurisdiccionales y de la citación a juicio de los agentes o empleados de la administración pública (arts. 52, 58 y 59). La Constitución de 1812 creaba también un Consejo de Estado que habría de ser oído “en los asuntos graves gubernativos” (art. 236), expresión ambigua que, sin embargo, el párrafo XXX del discurso preliminar configuraba con alguna mayor precisión: “en él se habría de refundir el conocimiento de los negocios gubernativos que andaban antes repartidos entre los tribunales supremos de la Corte con grande menoscabo del augusto cargo de administrar justicia, de cuyo santo ministerio no deben ser en ningún caso distraídos los magistrados y porque también conviene determinar con toda escrupulosidad y conservar enteramente separadas la facultades propias y características de la autoridad judicial”. Este criterio hubiera permitido probablemente, dentro de la lógica del sistema, el nacimiento de una jurisdicción contencioso-administrativa. Sin embargo, ninguno de ambos textos constitucionales tuvo eficacia real, por lo que la situación en este aspecto permaneció inalterada.

En cambio, el Decreto de 13 de septiembre de 1813, aprobado por las Cortes generales y extraordinarias como consecuencia de la supresión del Consejo de Hacienda, encomendaba a la Administración de Justicia el enjuiciamiento de “todos los negocios contenciosos de la Hacienda pública”, incluso “las causas y pleitos sobre contra-

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tos generales y particulares”, así como, “los asuntos contenciosos que ocurran sobre liquidación de cuentas”. De aquéllos conocerán los jueces letrados y las Audiencias en segunda y tercera instancia, según el art. 262 de la Constitución; de la “vista y revista” en materia contable se encomendaba a la Audiencia de la Corte, asesorada por “un individuo de la Contaduría mayor o de la Junta Nacional del Crédito Público”. Este sistema quedó sin efecto en el trienio constitucional por el Decreto parlamentario de 25 de junio de 1821 (obra de Canga Argüelles), que prohibió a los Tribunales ordinarios el juicio de tales reclamaciones (art. 199) atribuido a la propia Administración pública mediante Juntas de agravios provinciales1.

Tampoco significaron novedad alguna el Consejo de Estado que creó Fernando VII en 1825, ni el Consejo Real establecido por la Reina Gobernadora en 1834, suprimido tres años después. En consecuencia, durante este período no existe la jurisdicción contenciosoadministrativa, aun cuando, naturalmente, se produjeran algunos conflictos y reclamaciones respecto de los actos de la Administración que resolvían los ministros de la Corona2. Por ello, en 1838 se constituye una comisión de notables para organizar esta jurisdicción, sin que el proyecto elaborado llegara a convertirse en ley. Sin embargo, el dato revela que en esta época se adquiere conocimiento de la necesidad de “una jurisdicción especial de naturaleza difícil y compleja, distinta en la esencia y en la forma de la jurisdicción ordinaria, que pueda conocer de los negocios contencioso-administrativos y decidir definitivamente sobre ellos”, según explica la exposición del Decreto de 24 de diciembre de 1843, que establece otra comisión con tal finalidad, en la cual figuran nombres ilustres del Derecho administrativo y en la que tuvo una actuación decisiva el magistrado Francisco Agustín Silvela3.

Obra de esta comisión son las Leyes de 2 de abril y 16 de septiembre de 1845, que establecen por primera vez en España la jurisdicción contencioso-administrativa con carácter retenido, según el modelo francés. Era la propia Administración, mediante el Consejo de Ministros presidido por el Rey, quien pronunciaba la sentencia en forma de Real Decreto, acorde o no con el dictamen del Consejo Real. Dentro de éste se creó una sección de lo Contencioso, que tramitaba las demandas interpuestas contra los actos de la Administración central y los recursos de apelación contra los fallos de los Con-

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sejos Provinciales, así como los de casación y revisión contra las sentencias del Tribunal de Cuentas. Los Consejos Provinciales enjuiciaban en primera instancia las reclamaciones contra las resoluciones de la Administración local y estaban compuestos por tres o cinco vocales, bajo la presidencia del jefe político Dependía de la propia Administración no sólo la decisión final, sino incluso la admisibilidad de las demandas, acerca de las cuales se pronunciaba, según los casos, el gobernador, el ministro o el Consejo de Minis-tros. El sistema expuesto era fiel reflejo de su modelo francés, aceptado casi unánimemente sin reserva por los cultivadores del Derecho administrativo de la época4. Era también el criterio del partido moderado, entonces en el poder.

En el bienio progresista se modifica el anterior sistema, aunque las innovaciones resulten más aparentes que sustanciales. Son suprimidos por Decreto de 7 de agosto de 1854 el Consejo Real y los provinciales Los asuntos contencioso-administrativos se encomiendan más tarde a las Diputaciones Provinciales y a un Tribunal Contencioso-Administrativo, que sólo tenía de tal el nombre, pues no obstante su carácter de supremo, el presidente y los doce ministros que lo formaban no estaban amparados por la inamovilidad y sus acuerdos eran meramente consultivos (Decreto de 10 de enero de 1855). La jurisdicción continuaba siendo retenida y, en consecuencia, difícilmente puede calificarse esta organización como judicialista5. El Real Decreto de 16 de octubre de 1856 restablece la situación existente dos años antes. Así permanecerá hasta 1868 con ligeras variaciones: en 1860, el Consejo Real se convierte en Consejo de Estado, y en 1863 se reorganizan los Consejos provinciales6.

En este sistema, que duró medio siglo, lo contencioso-administrativo constituye una faceta de la potestad jurisdiccional de la Administración Pública. Su especialidad se construye en función del objeto y, por lo tanto, se intenta delimitar mediante el acto administrativo, como el de comercio sirve de eje al Derecho Mercantil Se habla así de la «materia contencioso-administrativa», sin que falte algún intento tímido de convertirla en fuero común de la Administración7. La concepción doctrinal, como la integra estructura de la Administración, es de origen francés y quizá flote en la configuración objetiva de lo contencioso-administrativo un prejuicio residual respecto de

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los fueros privilegiados de carácter personal proscritos por el principio de igualdad ante la Ley. Sin embargo, el trasplante de la superestructura obtuvo resultados muy diferentes a los del modelo, ya que la realidad subyacente, más fuerte que cualquier esquema teórico, provocaría una distorsión trascendental.

2. La solución indígena

Una vez triunfante la “Gloriosa” Revolución de 1868, que destronó a Isabel II, la consagración absoluta del principio de unidad de fueros implicaba, por su propia lógica interna, el triunfo de la tendencia judicialista en orden a la configuración de lo contencioso-administrativo. En efecto, como ya quedó esbozado más atrás, pocos días después de la constitución del Gobierno provisional, un Decreto de 13 de octubre de 1868 «suprime la jurisdicción contencioso-administrativa que ejercían el Consejo de Estado y los Consejos provinciales» (articulo 1º) y, en consecuencia, declara extinguidos éstos y la sección de lo Contencioso de aquél (articulo 2º) para encomendar el enjuiciamiento de tales asuntos al Tribunal Supremo y a las Audiencias La competencia del Tribunal Supremo se extiende entonces al conocimiento de «las demandas que según la legislación hasta ahora vigente debían entablarse en primera y última instancia ante el Consejo de Estado» (articulo 57 y a «los recursos de alzada y nulidad que en lo sucesivo se incoasen» (articulo 4º) así como a «los negocios pendientes ante el Consejo de Estado..., sustanciándose según el estado en que se encuentren». A las Audiencias se les entrega el enjuiciamiento de los encomendados anteriormente a los Consejos provinciales (articulo 3º).

Conviene observar, ante todo, que este primer Decreto emana del Ministerio de Gobernación, ya que los Consejos suprimidos le estaban adscritos8. El trasplante de la jurisdicción contencioso-administrativa desde la Administración Pública al Poder Judicial implica una primera consecuencia formal: la competencia respecto de aquélla se altera y corresponde desde entonces al Ministerio de Gracia y Justicia, del que procederán las demás normas que instrumenten esta operación9. Tal planteamiento judicialista se mantiene en sus líneas esenciales durante esta etapa política, si bien adoptará diversas manifestaciones orgánicas, que revelan plásticamente las dificultades

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que presentaba el experimento. Por lo demás, la reforma de lo contencioso-administrativo ofrece en este aspecto estructural tres fases muy definidas, que se exponen a continuación:

La primera está constituida por el Decreto de 16 de octubre, que, para incorporar la jurisdicción suprimida a la Administración de Justicia, «crea en el Tribunal Supremo de Justicia y en todas las Audiencias de la Península e Islas adyacentes, una Sala, que decidirá sobre las cuestiones contencioso-administrativas (articulo 1º). «La formarán en el Tribunal Supremo el presidente del mismo y los dos de Sala más antiguos, y en las Audiencias, el regente con...

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