Crisis y regeneración: dimensiones interna y europea de la crisis de los mecanismos de representación política

AutorÁngel Rodríguez
Páginas83-98

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I Introducción

No existe una acuerdo unánime sobre la relación que existe entre la actual crisis del modelo europeo de Estado Social y la paralela crisis de los postulados de la democracia representativa que, hasta ahora, le han proporcionado legitimidad política y estabilidad. En un extremo se encuentran los que piensan que la segunda es tan sólo una consecuencia epidérmica de la primera, y que bastará tan sólo con la restauración de las prestaciones sociales que han caracterizado el Estado del bienestar europeo para que se acallen las voces críticas con las actuales instituciones de democracia representativa. En el opuesto, los que creen que ha

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llegado el momento de reemplazarlos por otros que permitan profundizar en las bases democráticas del sistema político en su conjunto. Para unos, la crisis de los mecanismos de representación cesará con la vuelta del Estado Social; para otros, no terminará hasta que se sustituyan por nuevos instrumentos que garanticen una mayor participación popular en la toma de las decisiones públicas.

Sea cual sea la relación que exista entre ambos fenómenos, lo que es indudable es que se han desarrollado prácticamente en paralelo. Las movilizaciones sociales de protesta frente a los recortes en prestaciones sociales y las exigencias ligadas al equilibrio presupuestario, no sólo han clamado contra esas políticas como una ineficaz y desigualitaria receta para salir de la crisis económica, sino que, al grito de «¡No nos representan!» han puesto de manifiesto su desacuerdo con el uso que hasta ahora se ha hecho en nuestro país, y en el entorno europeo, de los instrumentos clásicos de la democracia representativa.

En esta ponencia nos centraremos en algunos aspectos de esa crisis y de las propuestas que han nacido al calor de la misma para regenerar los mecanismos de representación, poniendo de manifiesto las similitudes y diferencias habidas en esas dos dimensiones, la interna española y la europea. Así, en el epígrafe siguiente nos centraremos en la estrecha relación que ha existido entre los factores desencadenantes de la crisis en los niveles nacional y europeo. A continuación, analizaremos por separado las propuestas de regeneración planteadas en cada uno de estos niveles, resaltando en este caso los contrastes que pueden apreciarse entre el primero y el segundo. Concluiremos poniendo de manifiesto una aparente paradoja: que ante una crisis económica cuyos factores desencadenantes en el nivel interno y en el europeo se relacionan de manera muy estrecha, las propuestas de regeneración de los mecanismos de representación política formuladas en cada uno de estos entornos muestren importantes diferencias entre sí.

II La crisis en España y en Europa

En una de las últimas obras que dejó escritas cuando ya sabía que su muerte estaba próxima, Tony Judt (2011), probablemente el historiador contemporáneo que mejor haya analizado el nacimiento y posterior evolución de la socialdemocracia en nuestro continente, describía las condiciones sociales de la posguerra europea como una época de «austeridad», recordando que entonces ese término se empleaba no sólo para referirse a una circunstancia económica de escasez, sino que al mismo tiempo «aspiraba a fomentar una ética pública» (2010; 42).

Las palabras de Judt, en realidad una evocación de vivencias personales de la Inglaterra de su infancia, fueron escritas prácticamente en el mismo momento en el que la compañía de servicios financieros nortea-

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mericana Lehman Brothers protagonizó la quiebra empresarial más importante de la historia, poniendo fecha (finales de 2008) al inicio de la crisis global del capitalismo en la que todavía estamos inmersos. Fue esa crisis la que trajo consigo la correspondiente quiebra del modelo de Estado Social que el movimiento socialdemócrata europeo tanto había contribuido a fundar.

La crisis ha sido de tal envergadura que ha implicado también un cambio profundo en el sentido de las palabras que se emplean para diagnosticar sus causas o postular sus posibles soluciones. Uno de los términos que ha cambiado radicalmente de significado es el de «austeridad», al que ya no puede atribuirse —al menos, no sólo— el sentido que, según Judt, fue tomando a partir de la posguerra en el imaginario colectivo de la socialdemocracia europea, simbolizando la aspiración por una recta administración de los bienes públicos presidida por la lucha contra el despilfarro y por la sobriedad como modelo de una conducta personal alejada de la ostentación y el lujo. Es en ese sentido, que hoy suena decididamente anticuado, en el que Judt se lamenta de que en la actualidad no abunden los políticos austeros, y en el que afirma que «un poco de austeridad nos vendría bien» (2011; 44).

Muy al contrario, propugnar en la actualidad políticas «de austeridad» ha pasado a ser sinónimo de defender una salida de la crisis económica que abandona por completo la idea de que el Estado debe fomentar el crecimiento con políticas de estímulo económico de carácter anticíclico y orientación keynesiana y cuya principal receta es, en un sentido completamente opuesto, el recorte en gastos sociales. Este es, como se sabe, y a diferencia de lo ocurrido en otros escenarios (por ejemplo, en los Estados Unidos) el discurso político dominante en Europa, que ha hecho que la Unión Europea (en adelante, UE o la Unión) se enfrente a la crisis económica, al menos hasta ahora, con un sesgo fuertemente conservador.

Son manifiestas las interrelaciones que han existido entre las dimensiones interna y europea de la crisis y las recetas económicas para salir de la misma. En muchos Estados miembros, sobre todo en el sur de Europa, las políticas basadas en la nueva concepción de la austeridad han sido una clara imposición de la UE. La crisis de la deuda soberana en países como Grecia, Portugal, Irlanda o Chipre abocó a un rescate por parte de la Unión, cuyo precio fue un inmenso recorte en prestaciones sociales en cada uno de ellos. En todo estos países (sobre todo, el prime-ro de los citados), las manifestaciones de protesta contra las consecuencias de la crisis fueron también una toma de postura en contra de la imposición de esas recetas por parte de la UE, y, en muchos casos, un alegato directamente en contra de la Unión como proyecto político común.

El caso español también ilustra claramente las profundas relaciones entre las dimensiones interna y europea de la crisis. Al comienzo de la política de recortes sociales en España se le puede poner una fecha pre-

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cisa: la del debate parlamentario del 12 de mayo de 2010, el día en el que el Presidente Rodríguez Zapatero anunció en el Congreso de los Diputados un plan de ajuste de 15.000 millones de euros en gasto social, aprobado quince días más tarde en la Cámara (por un solo voto de diferencia) con la convalidación del Real Decreto-ley 8/2010, de 20 de mayo, por el que se adoptaron medidas extraordinarias para la reducción del déficit público, la primera norma que dio carta de naturaleza jurídica a las políticas de austeridad en nuestro país. Tan sólo unos días antes, en la cumbre de los jefes de Estado y de gobierno del Eurogrupo de 7 de mayo, el presidente del gobierno español había sido informado de las exigencias que la Unión imponía sobre España y de la necesidad de realizar un viraje radical en su política social para reducir el déficit público.

Quizá el paradigma de la interrelación entre los niveles interno y europeo de la crisis en nuestro país sea, por su carácter simbólico, el proceso de reforma del art. 135 de la Constitución Española (CE) que tuvo lugar un año más tarde, en septiembre de 2011.

Hay que tener en cuenta que, al contrario de lo que sucede en muchos países de nuestro entorno, una reforma constitucional sigue siendo entre nosotros un acontecimiento excepcional. Es cierto que cuando, el 16 de abril de 2004, José Luis Rodríguez Zapatero obtuvo por primera vez la confianza del Congreso de los Diputados, fue investido Presidente con un programa de gobierno en el que incluyó una propuesta de reforma constitucional que incluía cuatro puntos: la derogación de la preferencia del varón sobre la mujer en el orden de sucesión al Trono, una nueva regulación del Senado como Cámara de representación territorial, la mención expresa en el texto constitucional de las diecisiete Comunidades Autónomas y la dos Ciudades Autónomas que se habían establecido en España, y la introducción en la Constitución, al igual que en otros textos constitucionales europeos, de una «cláusula Europa», mediante la cual se diera plena legitimidad constitucional a la integración de España en la Unión Europea. Pues bien, a pesar de que, sobre el fondo, ninguna de estas reformas despertaba los recelos de los grupos políticos presentes en el Parlamento, ninguna de ellas pudo llevarse a cabo. La imposibilidad de suscitar el necesario consenso en torno a su necesidad impidió que el proyecto pudiera sustanciarse. El propio Presidente del Gobierno reconoció el fracaso de su iniciativa cuando, cuatro años más tarde, en 2008, volvió a solicitar por segunda vez la confianza parlamentaria para formar gobierno. En esta ocasión, reconoció, ni siquiera se proponía estudiar la posibilidad de acometer la reforma constitucional, que se daba pues por descartada.

Y, sin embargo, fue en el año 2011, bajo su segunda presidencia, cuando, ciertamente que de una manera inesperada, se iba a llevar a cabo la segunda —y, por ahora, última— reforma de la Constitución de 1978, la del artículo 135 CE. Para esas fechas, Zapatero ya había anunciado que pensaba convocar elecciones anticipadas en septiembre. Pero, escasas

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semanas antes de que se procediera a la anunciada disolución del Parlamento, y de...

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