La Política criminal de las Escuelas del pensamiento criminológico. Intentos integradores y «luchas de Escuelas»

AutorIñaki Rivera Beiras
Páginas45-105

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1) La Escuela clásica y las primeras orientaciones comprensivas de la cuestión criminal

Presupuestos generales

Como indica Jiménez de Asúa (1990: 45 y ss.), el nombre de «Escuela clásica» fue adjudicado por Enrique Ferri con un sentido peyorativo señalando así, no lo que de consagrado o ilustre pudiera tener, sino haciendo referencia a lo «viejo y/o caduco». Admite el citado autor que, dentro de la llamada «Escuela clásica» existen muchas variedades (respecto, por ejemplo, de la teoría de la retribución y de la prevención) que, en su época, no eran reconducibles a una unidad.

Pero cuando el positivismo concibió al hombre y al delito como objeto natural de la indagación, las muy diversas Escuelas que existían pudieron ser unificadas por contraste [op. cit.: 46].

Respecto a esta dirección político-criminal, brevemente, pueden señalarse determinadas características, las cuales abundan en sus concepciones sobre varios de los elementos manejados anteriormente en el debate epistemológico indicado, esto es, en relación con método de la pretendida disciplina y los posibles objetos de estudio de la misma.

En cuanto se refiere al método, la «Escuela clásica» defendió uno de tipo lógico-abstracto, que debe ser, señalaban, el propio de una disciplina vinculada al Derecho pues éste, por ser tal, debía trabajar con esa metodología, más bien de índole dogmática.

Por cuanto se refiere a los presupuestos sobre los que se construirán los principales objetos de estudio, en primer lugar, debe

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mencionarse que se consagró un inicial concepto de imputabilidad, basado en el libre albedrío y la culpabilidad moral. Para Carrara, el Derecho penal debía fundarse en tales presupuestos (cfr. Programa del corso di diritto criminale dettato nella Regis Università di Pisa, 1859) que, como después se verá, se fundaron la doctrina del contrato social.

En un contexto semejante, se construye una primera noción de delito, el cual pasó a ser entendido como un «ente jurídico», y no como un «ente natural» pues se trata claramente de un concepto «jurídico» producido por la definición —típica— que la norma penal realizará sobre un acontecimiento de la vida humana. Ello fue posible pues, como es sabido, la separación entre Derecho y Moral es una separación «ilustrada». En efecto, como señala Ferrajoli,

[...] ello expresa la autonomía de la moral respecto al derecho positivo o a cualquier otro tipo de prescripciones heterónomas y su consiguiente concepción individualista y relativista: los preceptos y los juicios morales, con arreglo a esta concepción, no se basan en el derecho ni en otros sistemas de normas positivas —religiosas, sociales o de cualquier otro modo objetivas—, sino sólo en la autonomía de la conciencia individual. Y reflejan el proceso de secularización, culminado al inicio de la Edad Moderna, tanto del derecho como de la moral, desvinculándose ambos en tanto que esferas distintas y separadas de cualquier nexo con supuestas ontologías de los valores [1995: 218].1Por lo que se refiere a la concepción en torno a la pena, la misma fue siempre entendida como un mal y no como un medio de tutela jurídica, salvo las excepciones de autores como Romagnosi, Feuerbach o Bentham quienes no creyeron en el libre albedrío y asignaron a la pena un fin de defensa; por eso, señala Jiménez de Asúa, se les llamó «padres del positivismo» (op. cit.:
46). Veamos con más detenimiento estas direcciones.

La política penal de la Escuela clásica (por una pena «justa»)

Como indica Poulantzas, a propósito de analizar el modo a partir del cual se justificó el derecho a castigar en el Estado Absoluto, esta forma-Estado se caracterizó...

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[...] por el hecho de que el titular del poder estatal, por lo general un monarca, concentra en sus manos un poder incontrolable por las instituciones y cuyo ejercicio no es restringido por ninguna ley limitativa, ya sea esta ley de orden positivo o de natural-divino [1979: 204].

Por su parte, señala Baratta que la historia de las penas precede a la historia de los delitos «y sigue desarrollándose en buena parte independientemente de ésta» (op. cit.: 79), lo cual lleva a decir al autor italiano, provoca que los dos términos que dan contenido a la célebre formulación de Beccaria se debieron haber formulado en orden inverso. En efecto, la intervención del derecho, en la historia relativa al poder de castigar, representa una importante transformación cualitativa: aquella que concierne a la idea de legitimación del poder «y se corresponde con un fenómeno más general en el desarrollo del Estado liberal moderno: el nacimiento de una nueva forma de legitimación del poder, esto es, la legitimación a través de la legalidad» (Baratta op. cit.: 79).2De ese modo, y en un sentido similar a lo que Costa describe a propósito de la construcción del «proyecto jurídico» iluminista (1974), el «poder de castigar» se afirmará, políticamente, sobre la ideología contractual y, jurídicamente, sobre el principio de legalidad del naciente Derecho penal liberal. Así, ese poder de castigar, paulatinamente se transforma en derecho a castigar. A partir de ese momento,3la historia del poder de castigar se convertirá también, en parte, en la historia del Derecho penal. Las primeras tentativas por dotar de legitimación plena a la inter-vención punitiva del Estado, se encuentran en las que han sido denominadas como «teorías absolutas» de la pena, o el intento por diseñar la «pena justa».

Desde luego, detrás de todas estas teorías se encuentra la ideología contractualista que servirá de base legitimadora a la potestad punitiva del nuevo Estado. A partir de la concepción rousseau-niana de que la sociedad debe constituirse en una comunidad política en la cual todos actúen como iguales y donde la participa-

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ción de los sujetos sea directa, el problema a resolver por el contrato social sería encontrar una forma de asociación que defienda, respecto de toda la fuerza común, a la persona y a los bienes de los asociados y en virtud de la cual, cada uno, al unirse con todos, no obedece, sin embargo, sino a sí mismo y sigue siendo tan libre como antes. Estas expresiones, tomadas de Rousseau (cfr. Costa 1974 o Cerroni 1979), son ilustrativas acerca de cómo la ficción representada por el contrato social devendrá en la principal fuente de legitimación del nuevo orden político-jurídico.

Característica principal de estas teorías absolutas, es que la pena es entendida como fin en sí mismo (más adelante, a propósito de analizar el llamado idealismo alemán, se explicará por qué ello es así). En este sentido, ya sea como «castigo» o como «corresponsabilidad», como «reacción» o como «reparación», o como simple «retribución» del delito, las teorías absolutas no buscaron —en principio— ninguna utilidad a la imposición de la pena. Esta se justificaba por su intrínseco valor axiológico, como un «deber ser» metajurídico que posee en sí mismo su propio fundamento (Ferrajoli op. cit., Mir 1996). Simplemente, fue entendiéndose que era «justo» pagar al mal con otro mal.

Ello proviene de la antigua vendetta: precepto divino de la tradición hebraica, aminorada, no obstante, por la norma evangélica del perdón en la tradición cristiana y católica. Dicha concepción gira alrededor de tres ideas: la «venganza»; la «expiación»;4el «reequilibrio» (entre pena y delito).

Se formula, así, el principio retributivo más conocido: el del talión, es decir, el principio de la retribución de un mal con otro igual. Jakobs ve en esta formulación una primera limitación de la pena: «el principio “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”, etc., limita la venganza a la medida de la pérdida del bien ocasionada por el hecho» (cfr. 1995). Ferrajoli indica cómo el «talión» supone la base de la primera doctrina relativa a la «calidad» de la pena:

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[...] el principio del talión, presente con connotaciones mágicoreligiosas en todos los ordenamientos arcaicos, desde el Código de Hammurabi hasta la Biblia y las XII Tablas [...], teorizada por Aristóteles y Santo Tomás [...], perdura en la Edad Moderna hasta Kant y Hegel [...] y ha sido sostenida incluso por auto-res ilustrados y utilitaristas quienes, en la búsqueda de criterios objetivos e igualitarios de determinación de la calidad de la pena, sucumben igualmente a la ilusión de una cierta correspondencia natural o sustancial de la misma con la calidad del delito [op. cit.: 388].

Entradas en crisis tales ideas en el Iluminismo, posteriormente son relanzadas gracias a dos versiones laicas. Veamos. Ha de recordarse, ante todo, que las teorías absolutas de la pena siempre han intentado responder al interrogante de ¿por qué castigar? La respuesta normalmente ha sido la siguiente: porque se ha cometido un delito: punitur quia peccatum est.5Así, la pena ha de imponerse por razones de justicia o bien, por imperio del Derecho; ambos constituyen fines o valores absolutos.

Una de las iniciales argumentaciones de este tipo fue dada por el filósofo alemán Kant para quien el ser humano es, ante todo, libre. De acuerdo con esta concepción, cuando el hombre hace mal uso de su libertad se «hace acreedor» —en justicia— de un mal que es representado por la pena. Se esbozan así los fundamentos de la retribución moral: la pena (y el derecho penal) pasa a ser un imperativo categórico, una...

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