Costumbre, ley y procesos judiciales en la antropología clásica: apuntes introductorios

AutorGuillermo de la Peña
Páginas51-68

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¿Cuál es la relación entre la cultura y el derecho? ¿Existe el derecho fuera del mundo occidental (es decir: de la tradición grecolatina)? ¿Es la ley una mera extensión de la costumbre? ¿O bien debemos plantear una radical dicotomía entre las costumbres, sujetas a sanciones informales y difusas, y las leyes, que exigen sanciones formales y específicas? Tales cuestiones se han planteado desde los comienzos de las disciplinas antropológicas, junto con otras igualmente importantes: ¿cuál es el origen del derecho? ¿Podemos proponer definiciones jurídicas universales? ¿Es posible y pertinente realizar estudios comparativos sobre la concepción y aplicación de las costumbres y leyes en distintas culturas, para arribar a conclusiones generales?

Trataré en este ensayo de exponer sucintamente cómo se han ido configurando algunas respuestas a estas preguntas en la obra de tres pares de autores: Maine y Durkheim, Malinowski y Radcliffe-Brown, Bohannan y Gluckman. En cada par encontraremos posturas opuestas, pero también visiones complementarias. Los dos primeros autores representan el nacimiento de las ciencias sociales europeas, en el contexto de las discusiones sobre la evolución y la naturaleza de la sociedad. El segundo par ilustra el arranque de la antropología empírica, basada en trabajo de campo intensivo en sociedades preliteratas y en la comparación sistemática de estas sociedades. Finalmente, Bohannan y Gluckman son continuadores de la misma línea científica pero dirigen su atención explícitamente a los procesos de resolución de conflicto y llegan a conclusiones diferentes acerca de la aplicación universal del derecho. Todos ellos, en resumen,

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construyeron los cimientos de lo que hoy llamamos antropología jurídica. Como se verá, ésta puede definirse como la búsqueda de los fundamentos tanto históricos como epistemológicos del dominio de la ley.

Sir Henry Maine y la evolución del derecho antiguo

Si el siglo XIX puede nombrarse «el siglo del evolucionismo», no es sólo porque las teorías biológicas de Jean-Baptiste Lamarck y Charles Darwin ocuparon el centro del debate intelectual durante varias décadas, sino también porque los estudiosos de la sociedad adoptaron un enfoque análogo en sus pesquisas. Y no hay que olvidar que el propio Darwin reconocía la inspiración que había recibido del Ensayo sobre los principios de la población (1798), de Thomas Malthus. La obra central de Darwin, El origen de las especies, se publicó en 1859; pero antes y después encontramos una avalancha de obras socio-evolucionistas de gran peso intelectual: las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (1837), de Hegel; el Manifiesto comunista (1848), de Marx y Engels; La liga de los iroqueses (1851), de Morgan; El derecho materno (1861), de Bachofen; La cultura primitiva (1871), de Tylor; La sociedad antigua (1877), de Morgan (a partir de la cual Engels elaboró en 1884 El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado)... Un autor británico, Herbert Spencer, a través de una vasta obra que cubre la segunda mitad del siglo (recogida en sus Principios de sociología [1876-1896]), fue elaborando una síntesis del pensamiento evolucionista (predominantemente anglosajón) y el pensamiento positivista (predominantemente francés). En este contexto, Sir Henry James Sumner Maine, abogado, magistrado y profundo conocedor de la historia del derecho en Grecia y Roma, publicó El derecho antiguo (1861).

Como buen evolucionista, Maine parte de la hipótesis de que lo que hoy llamamos derecho surgió embrionariamente en las sociedades primitivas —simples— y se fue desarrollando y transformando a medida que las sociedades se volvían más complejas. Por ello, rechaza que el derecho tenga una explicación única e intemporal. Si en el pensamiento escolástico el derecho se hacía derivar de la naturaleza humana, Maine pre-

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guntaba: ¿entonces, por qué encontramos en él tantas variaciones a través del tiempo? Hobbes, Rousseau y Locke lo explicaban mediante la teoría del contrato, y Bentham llevaba esta teoría a una última causa: la utilidad; pero, cuestionaba nuestro autor, ¿por qué una norma deja de ser útil? Montesquieu empujaba el argumento al terreno de la ecología social; sin embargo, quedaban sin dilucidarse los contrastes existentes entre sociedades con ambientes semejantes. Así, para enfrentar estas insuficiencias, la propuesta metodológica de Maine nos conduce al examen sistemático de las relaciones entre la sociedad y la autoridad, que van cambiando históricamente. Este examen lo realiza predominantemente en documentos del mundo indo-europeo; con todo, advierte que es necesario compararlos con evidencias de otras partes del mundo, que pueden arrojar diferencias significativas.

En el capítulo V de El derecho antiguo, que ostenta el título «Sociedad primitiva y antigua ley», Maine traza la historia del surgimiento y primer desarrollo del derecho mediante la utilización de fuentes diversas: los poemas homéricos y la épica inmediatamente posterior, las historias y crónicas del mundo clásico e indostánico, y los códigos de la antigua Hélade y la Roma arcaica. Para él, la sociedad más primitiva se constituyó como un grupo familiar patriarcal, cuya unidad fundamental se derivaba de la autoridad ilimitada —de vida y muerte— del patriarca: su voluntad se confundía con la norma. El siguiente estadio de evolución lo encontramos en la aparición de un principio autorregulador, que disminuía el grado de arbitrariedad en la propia autoridad del patriarca. Este principio se expresaba en sentencias recogidas por la tradición oral —llamadas Themistes por los antiguos griegos, quienes luego las asimilaron a los oráculos divinos—; tales sentencias iban sentando precedentes a los cuales se podía apelar.1La unión de varias familias emparentadas por vía paterna dio origen al linaje (patrilinaje) o casa: la gens de los romanos. Los miembros de un patrilinaje se unían por parentesco agnático y formaban una corporación, poseedora de un patrimonio común; en cambio, el parentesco cognático o bilateral no proporcionaba —según Maine— bases firmes para el desarrollo de corporaciones. La unión de varios

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linajes formaba el clan; la de varios clanes, la tribu. En esta última encontramos ya el embrión del Estado y de los códigos legales, resultado de la acumulación y especificación de Themistes; asimismo, encontramos que la autoridad, aunque conservaba fuertes rasgos patriarcales, tenía como una de sus funciones el hacer cumplir no sólo su voluntad personalizada sino ciertas normas impersonales. Se originaba así —todavía muy limitadamente— lo que hoy llamaríamos la esfera pública: un ámbito de jurisdicción accesible en principio a todos los miembros de la sociedad. Empero no desaparecía la autoridad de los patriarcas al interior de sus linajes, y el derecho era fundamentalmente corporativo: es decir, los individuos eran miembros de la tribu sólo en cuanto miembros de un linaje; éste, y no el individuo era el depositario por excelencia de los derechos y obligaciones. En este punto, Maine plantea una pregunta fundamental: ¿cuál es el proceso por el cual la sociedad se fue descorporativizando para dar paso a una organización jurídica centrada en la relación directa entre el individuo y el Estado?

La emancipación del individuo de la tutela familiar exclusiva implicó por lo menos dos condiciones: 1) que se pudiera reconocer como miembros de la tribu a individuos que no pertenecían a ninguno de los linajes o clanes constituyentes, y 2) que se reconociera la legitimidad de agrupaciones diferentes de las familiares (las de base territorial, por ejemplo). Respecto de la primera, Maine llama la atención del papel de las ficciones legales tales como la adopción: una vez que el hijo adoptivo gozaba de los mismos derechos que los atribuidos a los hijos nacidos del matrimonio, se abría la puerta a una noción de membresía (o ciudadanía) más universal: un tipo de ciudadanía emergente que podría desembocar en el cumplimiento de la segunda condición, es decir, en la legitimización de las agrupaciones territoriales. Así, la exclusividad de la ius sanguinis (el derecho de la sangre: la membresía definida sólo por transmisión de padres a hijos) se fue matizando por la ius soli (el derecho del suelo: la membresía adquirida por nacimiento y/o residencia en un territorio). Otro mecanismo legal de individualización se refiere a la herencia: si en un principio el patrimonio familiar se poseía, disfrutaba y transmitía colectivamente —y la única estratificación posible era la de grupos de edad—, la introducción del principio de primogenitura o de herencia diferenciada rompió

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el igualitarismo al interior de la corporación y permitió la dispersión de sus miembros. La división generalizada entre los herederos del patrimonio y los desheredados establecía el fundamento de una estratificación societal legitimada: nobles y plebeyos, propietarios y «proletarios» (el nombre que se daba en la antigua Roma a quienes carecían de herencia, es decir de padre), etc. Concomitantemente, la definición del derecho de propiedad, pero también la búsqueda de los «derechos de la plebe», iban a poner el acento ya no sólo en el sujeto familiar sino cada vez más en el individual.

Por supuesto, el corporativismo familiar se debilitó pero no desapareció del todo: las familias más poderosas muchas veces lograban crear lealtades...

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