El coste de las guerras en defensa de los derechos humanos

AutorFederico Arcos Ramírez

Consecuencialismo vs. Deontologismo

Los derechos humanos tal y como han sido considerados, la detención de algunas de sus violaciones más flagrantes, ofrecen un fundamento o ¿cuando menos¿ razón moral casi incontrovertible con la que justificar las intervenciones bélicas humanitarias. Sin embargo, esta convicción se atenúa cuando nos preguntamos en qué medida los derechos humanos son suficientes para proporcionar una justificación completa de las intervenciones y si cualquier forma de poner en marcha su defensa puede beneficiarse ipso facto de la calidad moral de los mismos. La respuesta a este interrogante estará condicionada tanto por la concepción ética que suscribamos (consecuencialista, deontologista, etc.) como por el modo en que nos inclinemos a definir las intervenciones humanitarias: si como actos de defensa de los derechos humanos que exigen el recurso a la fuerza o como, más bien, guerras que producen daños pero que, no obstante, pretenden justificarse en tales normas.

En favor de una justificación absoluta de la injerencia basada en los derechos humanos suele aducirse que éstos, o cuando menos los derechos humanos básicos, imponen deberes erga omnes, que son universales, no sólo en el sentido activo de que están adscritos a todos los seres humanos, sino también en el pasivo de que vindican un respeto y protección universal181. Pero no es la universalidad per se de los derechos humanos y de sus deberes correlativos el único rasgo de los mismos que se ofrece a su favor como razón suficiente para la justificación de las intervenciones. También se señala que son derechos absolutos, esto es, exigencias morales que, como afirma Dworkin, triunfan sobre cualquier otra pretensión ética y, sobre todo, frente a cualquier otra exigencia de carácter social, económico, político, etc. Ello supondría, en definitiva, que los deberes correlativos a los derechos humanos también son absolutos y no pueden ser postergados por consideraciones como las señaladas.

Partiendo de tal concepción de los derechos, resulta comprensible que se subraye el idealismo y rigorismo presente en toda justificación de las intervenciones que se fundamente exclusivamente en aquéllos y que se llegue a tachar a sus defensores de auténticos ¿imperialistas morales¿182. A juicio de Ruiz Miguel, dicho tipo de justificación ofrecería una derivación contraintuitiva que no es fácil de encajar o de evitar: ¿si los derechos humanos constituyen un criterio deontológico firme de obligatoriedad moral perentoria y universal y no simples estados de cosas deseables entre los que se puedan hacer balances y cálculos en términos de consecuencias, entonces imponen deberes correlativos universales. En el caso que aquí nos ocupa, éso significa que cualquiera que esté en condiciones de hacerlo ¿y no sólo los Estados, pero sobre todo y también los Estados¿ estaría obligado a proteger los derechos humanos básicos, si es preciso mediante la iniciación de intervenciones armadas o la participación en las iniciadas¿183.

Si al carácter universal y absoluto de los deberes correlativos que garantizan su protección, añadimos la emotividad favorable de la que disfrutan los derechos humanos, existe el riesgo de que toda acción que logre presentarse como una defensa de los mismos goce ipso facto de una presunción de legitimidad que impida su examen y valoración atendiendo a las causas que la desencadena, los medios empleados y las consecuencias que produce. De ahí el riesgo apuntado por Ignatieff de que el lenguaje de los derechos humanos termine por convertirse en una poderosa nueva retórica de justificación abstracta, dependiente de ¿realidades virtuales¿, de abstracciones que simplifican las causas y las consecuencias de las guerras184.

El idealismo del modelo deontológico, su aparente incapacidad para tomar en cuenta las circunstancias fácticas que rodean las intervenciones humanitarias, ha sido especialmente criticado por los defensores de una versión renovada de la tradición de la guerra justa. Como es sabido, el origen de esta doctrina se remonta a Agustín de Hipona (La Ciudad de Dios), pero sus conceptos no serán elaborados hasta el siglo XIII por obra de Tomás de Aquino. El mayor desarrollo y aplicación de la doctrina tendrá lugar en los siglos XVI y XVII por Vitoria (Relectio de Indis) con su teoría del ius comunicationis185 y, posteriormente, por Grocio, que le dará una impronta más legalista. Aunque se trata de una teoría alumbrada por la teología cristiana y, por tanto, de origen occidental, hay quienes abogan por la Jihad como una versión islámica comparable186.

Una de las mayores ventajas que, a juicio de algunos de los más destacados impulsores de su recuperación, tendría la doctrina de la guerra justa sería reconocimiento de la importancia moral de las consecuencias y de la insuficiencia de las intenciones virtuosas cuando de lo que se trata es de emplear la fuerza. Aunque su uso es algo intrínsecamente indeseable, puede, no obstante, resultar necesario y correcto en determinadas circunstancias, pero ¿incluso entonces¿ ello puede acarrear efectos dañinos. A juicio de Fixdal y Smith, la doctrina de la guerra justa permite superar esta paradoja integrando las tres principales tradiciones éticas: el deontologismo (lo prioritario es que nuestras acciones satisfagan los deberes que tenemos hacia otros), el consecuencialismo (lo prioritario es que los efectos de nuestras acciones respeten los deberes que tenemos frente a otros) y la ética de las virtudes (lo prioritario es que nuestras acciones satisfagan los deberes que tenemos para con nosotros mismos). La necesidad de superar las discrepancias entre la rectitud de las intenciones virtuosas y la incertidumbre de las consecuencias nos anima a ponderar cada caso antes de hacer juicios firmes acerca de la legitimidad de una guerra de intervención. La doctrina de la guerra justa encara este desafío a través de su distintiva forma de argumentación casuística, en la que los principios morales repartidos entre ius ad bello y el ius in bello establecen guías y admiten excepciones, compromisos y desfases entre la realidad y el deseo. La ventaja de este casuísmo reside en que, en lugar de someter los dilemas morales a la ¿tiranía de los principios¿ (Jonsen y Toülmin), intenta situar la moralidad y la realidad en un mismo plano. De esta manera, las conclusiones no brotan de fuertes nociones preconcebidas acerca de la justicia de la guerra o la intervención, sino de la sensibilidad hacia la realidad de una guerra o intervención particular187.

Otra forma de intentar superar el rigorismo señalado por Ruiz Miguel, Tesón o Ignatieff y tomar en consideración las consecuencias, pero sin renunciar por ello a una justificación de las intervenciones en los derechos humanos, es la que defienden, entre otros, Tesón, Beitz o Walzer188. Aunque partiendo de premisas y argumentos diferentes, todos ellos consideran que la mejor forma de superar la tensión entre los derechos humanos que justifican actuar militarmente y las consecuencias que de ello se derivan es considerar la intervención no un deber sino simplemente un derecho. Para Walzer, la intervención humanitaria es completamente voluntaria, incluso ante una brutalidad amplia y evidente: ¿la intolerancia humanitaria generalmente no es suficiente para superar los riesgos que supone la intervención, y solamente algunas veces se dan las razones adicionales para la intervención, ya sean razones geopolíticas, económicas o ideológicas¿189.

Cabría, por último, intentar reconciliar los derechos humanos y las consecuencias de su defensa a partir de una comprensión más flexible y amplia del significado moral de los primeros. Ciertamente, el liberalismo o, al menos, una cierta versión del mismo, ha defendido que la fuerza y el sentido de los derechos radica precisamente en la exclusión de la deliberación en términos de consecuencias. Los derechos establecerían los límites de lo que puede hacerse a unos individuos para beneficiar a otros, a los sacrificios que se les puede demandar como contribución al bien general190. La concepción metaética que está en la base de esta concepción ¿triunfalista¿ de los derechos sería, siguiendo a Hare191, el intuicionismo que, en el caso de las intervenciones humanitarias, estimo sería todavía más fuerte ya que, junto al de los principios que respalda a los derechos humanos básicos, el deber de intervenir estaría también apoyado en un intuicionismo del acto alimentado por el efecto CNN al que al comienzo aludíamos192. Las imágenes televisivas de las masacres y atrocidades tendrían la fuerza suficiente para, sin necesidad de disponer una información fáctica ni tener que deliberar, saber que intervenir es correcto.

Pero aceptar que los derechos representan un elemento tan inmensamente importante de nuestro lenguaje moral como para justificar en muchos casos que son ¿triunfos¿, no elimina la posibilidad y necesidad de acudir a un razonamiento que tenga en cuenta las consecuencias de los actos realizados en observancia de tales derechos. Aunque necesarios, los principios relativamente simples que se emplean a un nivel intuitivo no son, sin embargo, suficientes en el pensamiento moral. Parece sobradamente admitido que el recurso a una argumentación consecuencialista se hace espacialmente necesario cuando se producen conflictos entre los derechos y ésta es, precisamente, la situación que se genera en las intervenciones humanitarias. Pretender resolver tales tensiones sin trascender el plano de los principios (esto es, sin abandonar el intuicionismo), mediante la introducción de excepciones, no parece una salida razonable: siempre habría un grado de complejidad en tales principios, que por razones psicológicas y prácticas, éstos no pueden ni deben traspasar193. Por muy bien equipados que estemos de principios relativamente simples prima facie, siempre nos encontraremos con situaciones en que éstos colisionan entre sí y en las que se hace preciso recurrir...

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