De los conventos a los colegios

AutorDámaso de Lario
Páginas33-52
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DE LOS CONVENTOS A LOS COLEGIOS
En el siglo V, avanzado ya el otoño del imperio romano, el obispo de Cler-
mont, Sidonio Apolinar, miembro de una familia de senadores procedentes
de Auvernia, decía premonitoriamente: “Ahora que ya no existen los niveles
de dignidad que permitían diferenciar las clases sociales, de la más baja a la
más alta, el único índice de nobleza será en adelante el conocimiento de las
letras”1.
Tras la pérdida del prestigio y el papel político de la aristocracia, y su fu-
sión con elementos germánicos, la cultura clásica sobrevivió porque los eru-
ditos cristianos la utilizaron para alimentar su cultura religiosa. San Agustín,
al denir los principios de la ciencia sagrada en su De doctrina christiana,
recuerda el interés de las artes liberales “consideradas como una invención
divina”; la educación clásica había demostrado que era capaz de formar un
tipo humano perfectamente desarrollado, a partir del cual podía “injertarse la
gracia divina”. Ello era válido tanto para los clérigos como para los laicos2, a
los que había que seguir formando tras la progresiva extinción en el occidente
cristiano, salvo en algunos lugares de Italia, de las escuelas imperiales [ro-
manas] y las municipales. Educar y enseñar fue entonces la tarea de monjes
y clérigos, los cuales, como ha señalado Pierre Riché, “han hablado poco de
su ocio”3. Al menos, por lo que respecta a los primeros tiempos del encargo.
ESCUELAS MONÁSTICAS Y ESCUELAS CATEDRALICIAS
Durante el siglo V crece la hostilidad a la cultura clásica en los medios mo-
násticos, en los que se impone una línea rigorista de rechazo al compromiso
entre esa cultura y la cristiana. Mientras la enseñanza de la escuela clásica se
basa en las artes liberales, el monje solo debe estudiar la Biblia. Y esa cultura
religiosa de los monjes, exclusivamente ascética en origen y cuyo último n
es llegar a la contemplación de Dios, es el modelo que se ofrece a los clérigos
a través de las escuelas catedralicias y presbiterales. Unas escuelas en las que
1 Wolff, p. 17.
2 Riché, pp. 27-28.
3 Ibidem, p. 5, y D’Irsay, I, p. 39.
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se utilizaban los libros sagrados para enseñar a leer, primero, y como libros
de religión después.
En el Concilio de Vaison (529) se decide que cada párroco debe tener alum-
nos en su casa y enseñarles el salterio, los santos textos y la ley divina. Era la
manera de empezar a formar a los futuros clérigos; pero no solo a éstos. Los
párrocos no tardaron en admitir también a niños destinados a la vida laica.
De ese modo nace en la edad media la escuela presbiteral, una escuela rural,
escasa y poco frecuentada, en la que el maestro juega el papel simultáneo de
profesor y padre espiritual4.
Los centros de enseñanza y las escuelas que van apareciendo entre na-
les del siglo VII y mediados del siglo XI presentan unos caracteres comunes:
maestros y alumnos circulan por occidente sin problemas de adaptación cul-
tural, unos y otros pertenecen al mismo grupo social de hombres de Iglesia
(monjes [clérigos regulares] y clérigos seculares), hablan la misma lengua
en la escuela (el latín), encuentran las mismas instituciones y obedecen la
misma ley religiosa5. Los tres tipos de establecimientos educativos existen-
tes entonces –las escuelas monásticas, las catedralicias y las parroquiales o
presbiterales– se inscriben en un mismo universo religioso y cultural, que se
prolongará en los siglos sucesivos, en el que el latín constituye el vehículo de
comunicación, uniformador, minoritario y necesariamente elitista, como co-
rresponde a una lengua sagrada, “la lengua de las Escrituras, de la liturgia, del
culto y de los sacramentos”. Lengua, en n, legada por el imperio romano, del
que la Europa medieval es su heredera directa6. Lengua, precisamente, de los
clérigos y los monjes, quienes controlaban la “alfabetización restringida” que
les permitía mantener sus fuentes de poder7. En una sociedad de tipo sacro,
como la de la alta edad media, los laicos juegan un papel importante pero
secundario; aún aquellos que hablan y escriben en latín.
A las escuelas monásticas solo acudían al principio jóvenes destinados a la
vida monacal; sin embargo, los abades tuvieron que admitir después algunos
niños sin esa vocación, o destinados a ser clérigos seculares, y encargarse de
su educación e instrucción. El rey Luis el Piadoso (814-840) y su consejero,
4 Ibidem, pp. 35-40, 192; Riché-Verger, p. 25, y Bayen, p. 10.
5 Riché, p. 187.
6 Verger (c), p. 5, y Le Goff (c), p. 22.
7 El concepto de “alfabetización restringida” es de Jack Goody. Vid. Guijarro Gon-
zález, p. 27.

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