El control parlamentario del Gobierno

AutorEnrique Guerrero Salom
Cargo del AutorVocal Asesor. Inap. Profesor Asociado de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
Páginas429-450

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1. Cambios socialesy su impacto institucional Calidad de la democracia

Se cumplen ahora -se cumplen ya- veinte años de vigencia de la Constitución Española de 1978. Si atendiéramos a la bienintencionada pero arriesgada aspiración de Jefferson, estaríamos ya en el umbral temporal en el que debiéramos repensarla. El presidente de la joven república americana mostraba, todavía en la fase fundacional de la misma, su preocupación por el hecho de que un movimiento revolucionario, incluso si se trataba de una revolución de libertad, pudiera determinar de una vez y para siempre la estructura constitucional y política de una sociedad. Consideraba que no se podía negar a cada generación el derecho a expresar, debatir y decidir libre, pacíficamente y en una Convención, «la razón común de la sociedad». Proponía para ello que la Constitución contemplase su propia revisión a plazos regulares porque entendía, entre otras razones, que no se contaba con Constituciones tan perfectas como para hacerlas inmutables. «No permita Dios -concluía- que pasen nunca veinte años sin que se produzca una rebelión de ese tipo» 1.

Si a esa abstracta aspiración contraponemos ahora los avatares de la historia concreta de nuestra trayectoria constitucional, encontraremos un sinfín de razones no sólo para ser rigurosos y prudentes ante las propuestas de hipotéticos cambios, sino también para felicitarnos del logro de una mayoría de edad que sólo excepcionalmente ha alcanzado alguno de nuestros textos fundamentales. No en vano uno de sus constituyentes más activos 2, por entonces ya en su edad madura, formulaba el humilde deseo de que aún siguiera vigente a su muerte de longevo. Pero, además, la Constitución de 1978 no sólo ha logrado pervivir en buen estado general de salud, sino que ha mostrado su capacidad para ser plenamente operativa, metabolizando múltiples y profundos cambios producidos, en nuestra sociedad ya nuestro alrededor, en las dos últimas décadas.

La España de 1978 se movía en un entorno internacional bipolar, cristalizado en torno a dos bloques homogéneos y estancos que promovían modelos distintos y confrontados de formas de producción, de organización política y de sistema defensiv . habíamos roto todavía el aislamiento político del exterior, en el que habíamos vivido la mayor parte del siglo. Manteníamos una estructura fuertemente centralizada, asentada en una mentalidad predominantemente jacobina. La España de hace dos décadas demandaba un Estadofuerte, activo y de dimensión consistente, que diera rápida satisfacción a las demandas retenidas de los ciudadanos y colmara los déficit sociales acumulados en campos como la educación, sanidad, infraestructuras o protección social.

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Veinte años después se han diluido casi por completo las tradicionales referencias Este-Oeste. El mercado, más o menos intervenido, más o menos corregido, se ha convertido en el único paradigma económico; la democracia, más o menos asentada, ha venido a ser el único principio de organización política ampliamente legitimado; los cambios tecnológicos y productivos, sus impactos sociales transversales, la globalización fáctica, los flujos y las redes que de ella derivan, la universalización y homogeneización de la comunicación, etc., han puesto en cuarentena las tradicionales fronteras de los Estados-Naciones. El papel de los Estados actuales está sometido, al menos, a un cuádruple debate, que afecta a su eventual inserción en unidades supranacionales más amplias, a su descentralización interna, a la dimensión de su acción ya las formas de llevarla a cabo.

En los veinte años transcurridos desde 1978 han avanzado un largo trecho los proyectos de entidad supranacional, al tiempo que han tendido a generalizarse los procesos de descentralización política, generando dos corrientes centrífugas que plantean un reto muy serio a las estructuras desde las que, hasta hoy, se ha venido desarrollando la acción política. Un reto que genera una preocupación muy extendida, pero para el que carecemos todavía de una consistente orientación teórica y de un suficiente consenso doctrinal y político. Pero la discusión se dirige también hacia la dimensión del Estado, posicionándose a un extremo los que lo consideran un mal necesario, deseablemente transitorio, cuya anatomía y fisiología debe reducirse a un mínimo de subsistencia imprescindible, siempre subsidiaria de la libre iniciativa individual, mientras que en el otro extremo lo hacen quienes entienden que debe existir todo el Estado necesario, y que es la decisión demo-crática de los ciudadanos la que debe determinar y precisar en cada caso cuál es ese grado de necesariedad.

En nuestro ámbito específico, España ha resuelto, en esosveinte años, su problema endémico de fragilidad de la democracia y de provisionalidad constitucional. Ha concluido su aislamiento y ha llevado a cabo un doble proceso de incorporación a la Unión Europea y de profunda implantación y desarrollo del Estadode las Autonomías. Ha garantizado extensamente los llamados derechos de tercera generación. El conjunto de esasy otras transformaciones en nuestro entorno y en nuestro propio espacio interno conducen, inevitablemente, a que nuestras estructuras y procesos institucionales tengan que operar ahora en un escenario distinto a aquel en el que fueron diseñadas. Algo que, por lo demás, sucede con todos los países de nuestro ámbito.

Las mutaciones constitucionales permiten que, sin alterar ese diseño, estructuras y procesos se adapten a esa nueva realidad a través de los cambios e innovaciones en su consideración y en sus formas de operar. Uno de los campos en que es conveniente ese replanteamiento es el que concierne al control parlamentario al Gobierno. La necesidad de su reubicación en el engranaje del sistema político proviene de la evolución a que está siendo sometida la propia democracia en su funcionamiento real.

La caída del Muro de Berlín en 1989 simboliza el fin de un conflicto que enfrentaba a dos concepciones de la democracia y consagra el triunfo de una de ellas. Pero su consecuencia no es que estemos ya ante una democracia que se haya realizado por completo y para siempre. Por el contrario, nuestras realidades democráticas se enfrentan ahora al reto de operar mirando sólo a sus propios objetivos, dejando de presentarse en continua comparación con otro sistema menos preferible. Su legitimación pasa a dirimirse ahora en la arena de los resultados que obtiene, de los valores que promueve y respeta, de la capacidad que muestra para asimilar y liderar los cambios sociales, ofreciendo respuestas eficaces a las nuevas aspiraciones de los ciudadanos. Su futuro está asociado ahora a su rendimiento y a lo que ha venido a denominarse su «calidad», en claro reconocimiento de que nos hemos conformado con operar durante mucho tiempo con una concepción minimalista de la propia democracia.

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Ese futuro seguirá estando en su forma representativa 3. Quienes, alentados, deslumbrados o cegados por los avances tecnológicos, han venido proponiendo una democracia electrónica u ofreciendo una democracia sin partidos, siguen sin aclarar si están planteando una alternativa global a la democracia representativa o elaborando simplemente un catálogo de posibles complementos de la misma. Los teóricos de la democracia nos alertan para que sigamos resguardándonos del fetiche de la democracia directa 4, que no es capaz de resolver los problemas que deja irresueltos la representativa y que, además, genera no pocos añadidos. Muchos de los que animan a explorar las posibilidades participativas que ofrece la tecnología, sitúan esa exploración, sin embargo, en el contexto de un incremento de la referida calidad.

Por todo ello, sin desdeñar esas nuevas posibilidades, debemos dirigir los esfuerzos a la mejora de nuestros sistemas democráticos desde una perspectiva sistémica, es decir, abordando los problemas que afectan a su entrada, a su salida y a su interior. En el planteamiento y eventual solución de los mismos se dirime la legitimación global del propio sistema. En el primer apartado, que se refiere a la entrada, se encuentran los relativos a la representación y en él se implican elementos tales como la alteración en el funcionamiento de los partidos políticos así como el consistente malestar social sobre los mismos, la amenaza corporativa, la sobrecarga política, o la escasa capacidad del elector para intervenir en la selección de sus representantes y para controlar el ejercicio de su función. En el segundo se plantean los referidos a los rendimientos obtenidos por el sistema, tanto en valores de uso material, es decir, en la satisfacción de necesidades y demandas' sociales, como en valores simbólicos de motivación cultural y política. En el tercero se encuentran los que remiten al interior del sistema, lo que significa, en buena medida, a su funcionamiento institucional.

En lo que concierne a este último apartado, los cambios producidos en las últimas décadas han ido siempre en la misma dirección de subrayar la posición dominante de los Gobiernos, hacia los cuales se ha ido trasladando la determinación y la dirección de la decisión política. Su actual hegemonía tiene su base en el cambio del papel del Estadoy en la homogeneidad de la legitimidad de las distintas instituciones, elementos ambos introducidos por la democracia de masas. El Estado inter-ventor y prestacional tiene tal dimensión, se mueve en tal complejidad y decide con tal continuidad que favorece extraordinariamente la posición relativa de...

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