El contrato de suministro eléctrico entre comercializador y cliente

AutorGabriel Macanás Vicente
CargoDoctor en Derecho civil por la Universidad de Bolonia. Profesor de Derecho civil en la Universidad de Murcia
Páginas2217-2262

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I Introducción

El ámbito de la producción y comercialización de energía eléctrica supone un sector no ya socialmente estratégico, sino esencial, que ha estado sometido a una regulación completamente pública hasta la paulatina -mas no completa- liberalización del sector eléctrico, iniciada a finales de 19971. Se confía ahora -con mayor o menor profundidad- en la eficacia del mercado libre para distribuir costes y optimizar el beneficio de todos los actores que establecerán, en el ámbito de su autonomía privada, las relaciones jurídicas necesarias para

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satisfacer sus intereses. Este marco general, tendente a la libertad contractual como modelo de mercado, no puede sin embargo evitar tres vértices singulares:

En primer lugar, la complejidad material de producción y distribución de la electricidad como fuente de energía, así como la necesidad universal de la misma, determinan un conjunto heterogéneo de actores necesarios, en grupos y con funciones distintas. Solo unos pocos sujetos podrán ser productores de energía, habida cuenta los costes de todo tipo que suponen las instalaciones de esta naturaleza. Otros sujetos transportarán la electricidad, distribuyéndola desde la red general de transporte, a través de sus propias redes, hasta cualquier punto de utilización de la misma -además de transformar la tensión de la corriente para su utilización final-. Estos distribuidores operarán bajo un sistema que, para que pueda llegar a todos los lugares, incluidos los menos rentables, estará específicamente reglado (conforme a los principios de red única y monopolio natural zonificado). Para evitar que las limitaciones derivadas de los caracteres que determinan el régimen de distribución pudieran limitar un mercado que se pretende lo más liberado posible, se introduce el comercializador como un nuevo actor entre distribuidores y destinatarios finales de la energía, como natural suministrador de estos últimos. En fin, los clientes que utilicen la electricidad para su utilidad e interés, serán los últimos2-y cuantitativamente mayoritarios- intervinientes en el proceso.

En segundo lugar, no todas las fases o momentos relativos al sector están verdaderamente liberalizados, y difícilmente podría ser así. Por una parte, el mercado mayorista mayoritario -y estimulado-, en el que participan la práctica totalidad de productores, opera con un sistema organizado3que determina el funcionamiento del mercado bajo tal orientación de base pública. Por otra parte, para determinados destinatarios de la electricidad que se entienden especialmente vulnerables4, se establece un sistema de provisión excepcional (aunque generalizado en muchos ámbitos), fuera de mercado, en el que se impone un precio máximo por la electricidad (PVPC). Esto determina a su vez -que no necesariamente causa-, el llamado déficit tarifario, cuya eventual compensación afectará igualmente al mercado.

En tercer lugar, y como consecuencia más general, derivada de las dos anteriores, resulta inevitable una cierta complejidad fáctica y jurídica proyectada sobre las relaciones jurídicas de los sujetos intervinientes en el sector. Se trata, en fin, de una multiplicidad de relaciones, unas de origen negocial y otras puramente legal, que vincularán a algunos de los sujetos entre sí, bajo un régimen administrativo que ejerce una variable -pero considerable- intervención regulatoria. Esta configuración necesaria de relaciones, entre paralelas y yuxtapuestas, condiciona también la construcción jurídica de aquellas relaciones, así como la sistematización de los deberes legalmente establecidos.

Desde la perspectiva más próxima al ámbito del derecho privado, las consideraciones anteriores comportan que, por más que pueda partirse de un principio

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asentado de libertad contractual, el marco sobre el que se proyecta es mucho más complejo -y dirigido- de lo que puede ser en la mayoría de mercados. Además, por más que se intente propiciar la libre relación contractual entre comercializadores y clientes, persiste una amplia regulación administrativa que, superpuesta, distribuye igualmente posiciones activas y pasivas a tales sujetos frente a otros y también entre sí.

Se añade a este tejido normativo sectorial -así como a su discutida prevalencia frente a lo que las partes pudieran pactar- la complejidad ínsita a un objeto jurídico tan especial como la «electricidad», cuya realidad material desborda gran parte de las categorías clásicas. Desde ahí, y acumuladas las dudas, no es tampoco pacífica cual es la naturaleza del contrato de suministro eléctrico, así como la calificación más apropiada del mismo, en cuanto a los tipos contractuales de referencia. De hecho, pueden existir alternativas contractuales que, de forma excepcional, vinculen al comercializador con el cliente sin que exista en tal relación la obligación de prestar suministro eléctrico alguno. En fin, sobre cualquier relación contractual, tanto las disposiciones sectoriales como, también, las propias características del producto y del mercado hacen que el ámbito de protección del «consumidor» sea otra materia abierta a la discusión.

No se trata de un sector nuevo, ni de una relación inédita. Sin embargo, la pretendida culminación del proceso liberalizador, así como la aceptación general y expansiva de la libertad contractual entre comercializador y cliente por la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo, aconsejan repensar las categorías contractuales en las que se asentarían tales relaciones libres y mayormente desreguladas, así como sus límites y contenidos esenciales y naturales.

II ¿Autonomía de la voluntad sobre premisas sectoriales, o un contrato normado?

Cada vez que una empresa comercializadora de electricidad contrata con un cliente para proporcionar este suministro eléctrico, se ve sometida a una doble fuente regulatoria. De una parte operan las normas reguladoras del sector, desarrolladas en gran medida por disposiciones de naturaleza administrativa, que entre otros extremos contemplan también deberes del comercializador frente al destinatario final de la energía eléctrica. De otra, entre las partes existe una relación contractual explícita, consentida por ambas -bajo un contenido normalmente predispuesto por la entidad comercializadora-. El contenido de este contrato puede asumir o no, coincidir o no, con la regulación sectorial aludida.

Fruto de la situación descrita podría ocurrir que se yuxtapusieran las distintas relaciones, públicas y privadas, a través de cauces jurídicos distintos. De este modo persistirían, de forma disociable, deberes ex lege y obligaciones ex contractu. Podría suceder, en cambio, que la regulación sectorial fuera una

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premisa negocial forzosa, una base no disponible del contrato, que tuvieran que asumir las partes. En último lugar, acaso podría entenderse la base regulatoria del sector como un suelo general pero -salvo excepciones- disponible. Un marco general que podría asumirse como referencia por defecto del contenido del contrato; pudiendo sin embargo variarse mediante pacto en una relación jurídica en la que el contrato sería la fuente jurídica preponderante.

Como premisa, en cuanto al momento del consentimiento, el contrato de suministro eléctrico tratado no es, en situaciones ordinarias, un contrato forzoso5,

sino más bien un contrato normado o regulado6. Sin embargo, aunque no sea forzoso para el cliente suscribir el contrato, la voluntariedad de tal acto ha de concretarse sobre un ámbito en el que la demanda básica es casi perfectamente inelástica: todo sujeto en el tráfico, particular o profesional, necesita electricidad, en mayor o menor medida; por lo que actuarán efectivamente en su demanda, a través de los cauces jurídicos posibles, disponibles o no. De esta forma, se trataría incluso de una contratación más necesaria que muchos supuestos típicamente «obligatorios»7, como si de un contrato naturalmente forzoso se tratase.

En cuanto al ámbito normado del suministro, existe ciertamente una base regulatoria extensa, legal y reglamentaria -largo tiempo ajena a la libertad contractual-, que atribuye explícita e implícitamente deberes a los distintos sujetos, en ocasiones en interés y beneficio directo de otros. Sin embargo, bien podrían disociarse los deberes impuestos por tales normas del estricto ámbito de un contrato que, de no ser así, quedaría amenazado en su propia naturaleza -y existencia- tanto por la necesidad implícita de su suscripción como por tal exhaustiva regulación proyectada sobre tal contrato8. Además, ocurre que esas mismas normas, como consecuencia de la tendencia progresivamente liberalizadora del sector, permiten -e intentan propiciar- la contratación privada, en un marco aparentemente amplio (y siempre sin perjuicio de la persistencia de deberes administrativos ajenos a la relación jurídica entre los sujetos).

Además, no se trata en este caso de una eventual regulación reglamentaria neutra, sino de un sector que, aunque se nomine ahora «liberalizado», contiene aún una persistente intervención estatal, sin que exista verdaderamente una industria energética verdadera y completamente ajena al ámbito público9. Por lo tanto, las normas dictadas por el ejecutivo, salvo que desarrollaran mandatos legales expresos, con una clara legitimidad de desarrollo contractual, podrían concretar otros contenidos u objetivos distintos a los inspiradores de una...

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