La continuidad del modelo minero romano en la América colonial hispana

AutorLuis Rodríguez-Ennes
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Romano de la Universidad de Vigo y Miembro de las Reales Academias de la Historia y de Jurisprudencia y Legislación
Páginas53-76

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1. La recepción de la normativa romana minera en la europa bajomedieval

Es sabido que el renacimiento de los estudios romanísticos y la creación de las universidades surge al socaire de las magnas transformaciones socioeconómicas acaecidas en los siglos xi y xii, tras el estancamiento generalizado producido por la crisis del milenio1. En este contexto temporal, cabe constatar la mutación de una economía agropecuaria y de subsistencia -inadecuada para la naciente sociedad burguesa de extracción fundamentalmente urbana- por una política dineraria que va a postular la creación de una moneda fuerte -de oro o plata- que, obviamente, no se concibe sin disponer de buenas explotaciones de metales preciosos2; lo que sin duda contrasta en grado sumo con el modus vivendi rural de la Alta

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Edad Media que generaba una actividad transaccional de trueque, parcamente mercantilizada y -por ende- con mínima circulación pecuniaria. Ello explica -y aquí radica el primero de los múltiples paralelismos que vamos a poner de manifiesto- que al igual que en el imperio romano el comercio exterior y la economía de las ciudades sólo podían ser sostenidas en gran parte por la moneda3, lo mismo acontece con la naciente sociedad burguesa bajomedieval. De ahí que sea precisamente en esa época cuando tiene lugar en Europa la recepción del ordenamiento minerario romano.

Así las cosas, en los pueblos germánicos, cuya economía gravitaba sobre el sector primario y, a fortiori, con escasa circulación monetaria, cabe constatar la ausencia de regulación minera. En la época primitiva los productos del subsuelo aparecen como partes integrantes de la finca: su obtención corresponde, pues, al propietario de ella. De este modo se configura la explotación minera de los propietarios de los predios sobre su propio suelo, desde el período franco hasta bien entrada la Edad Media4. De esta concepción germánica participan los visigodos en cuyas fuentes legales -incluido el Liber Iudiciorum- no es posible ni siquiera columbrar la existencia de normativa reguladora de la minería. Por otra parte, como ha demostrado Díaz y Díaz5, las noticias que nos transmite S. Isidoro referentes a los metales obedecen a un afán de poner al día los datos suministrados fundamentalmente por Plinio -que fue procurator metallorum en el NO. Peninsular hacia el 73 d. C.-; pero su desconocimiento de las técnicas mineras, a las que alude sólo superficialmente, y el silencio que guarda en torno a los yacimientos, constituyen un indicio de que éstos se hallaban reducidos a pequeñas explotaciones, sin ninguna trascendencia en la economía del país.

Empero, ya en el siglo ix empieza a manifestarse el ansia de los monarcas por asegurarse los metales de valor. Para dar realidad a este deseo, los reyes acudieron al diezmo real sobre las minas o diezmo minero tomado del Derecho romano6o utilizaron su derecho de coto, institución esta en modo alguno ajena a la idea del Estado patrimonial de tipo germánico. De esta forma, en el siglo xii, aparece ya plenamente desarrollada la «regalía de minas» correspondiente al monarca7, la cual pasó pronto a los señores

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territoriales transformándose en sus manos en un derecho de soberanía sobre toda explotación minera. Los productos del subsuelo se separan con ello de la propiedad inmobiliaria y se convierten en res nullius. Únicamente el titular de la regalía puede conceder el derecho de explotación y ya no sólo al propietario de la finca, sino también a todo descubridor del metal. El giro decisivo se produjo con el desarrollo de la libertad de explotación minera que pueden otorgar los titulares de las regalías a cambio de una participación en las ganancias. Regalía de minas y libertad de explotación minera fueron concepciones que se mantuvieron hasta el siglo xix.

Al igual que en Roma, las comunidades mineras bajomedievales no estaban sometidas al régimen municipal ordinario, sino a una jurisdicción especial -análoga a la del procurator metallorum- y a un estatuto particular similar a la lex dicta. Todo ello queda demostrado sin ambages en el estatuto de Iglau, base de las famosas Ordenanzas de Kuttemberg8que fue adoptado por un gran número de ciudades mineras. Este régimen jurídico viene a reproducir en esencia el contenido de la lex metalli Vipascensis de las tablillas de Alburnus Maior9, o de la documentación procedente de las cuatro provincias danubianas10; lo que prueba sin ambages que -aunque las diferencias locales son siempre posibles- la materia se prestaba probablemente a un tratamiento unitario en todo el Imperio11.

2. Evolución de la legislación minera de castilla hasta la era de la conquista americana

El principio de la «regalía de minas» -de clara progenie romana- que confería la titularidad del subsuelo a la Corona y que, como acaba-

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mos de exponer fue rápidamente expandido por centroeuropa, fue proclamado ya en el siglo xii por Alfonso VII en las Cortes de Nájera12, con la sola razón de incrementar los recursos de la monarquía. Las Partidas del Rey Sabio mantienen el principio regalista atribuyendo el dominio minero a la Corona y el derecho de ésta a percibir rentas. Concretamente, la Part. 2.ª, tit. 25, ley 5.ª incluye a las minas entre las cosas que «pertenecen al señorío real», si bien Gregorio López en su comentario anota que las minas sunt de regalibus principi, pero advierte que ello es así únicamente si minere essent Regis, nisi loca privatorum fuerunt donata a principe13. A nuestro juicio, el tenor literal de la Partida proclamando el principio de regalía no ofrece lugar a dudas interpretativas; con todo, no podemos omitir que Gregorio López publica su famoso comentario en 1555, en vida de Carlos V, cuando ya desde siglos atrás se venían concediendo privilegios a nobles, dignatarios eclesiásticos, órdenes militares... las denominadas «mercedes de minas», en detrimento del monopolio real de la titularidad dominical.

En 1348, el Ordenamiento de Alcalá va a regular minuciosamente en su título 32, leyes 47 y 48 el «Derecho de los Reyes en las minas de oro, plata y otros metales, aguas y pozos de sal14y prohibición de labrarlas sin

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real licencia»15. Tal «regalía» se concilió por Juan I en las Cortes de Briviesca de 1387 con el desarrollo de la explotación minera mediante el cual el soberano -a cambio de una participación de las ganancias- otorgaba a personas interesadas y expertas en la minería las llamadas «minas liberadas» para que las investigasen y explotasen16. La exigencia de este tributo equivalente a más del 66% de la utilidad del laboreo, en vez de constituir un acicate a los mineros -cuyo interés se pretendía fomentar por medio de la libertad de explotación- retrajo a los posibles interesados, que se veían hipotecados además por el retraso tecnológico de la época y la escasez de capitales suficientes para hacer rentable una explotación. De esta manera -como muy bien apunta Naharro Quirós17- no se aprecia un avance en la minería, ni durante el resto del siglo xiv, ni durante el siguiente, pese a que las «mercedes de minas» hechas habían cobrado tan grande extensión que prácticamente se había repartido por todo el reino el derecho de su explotación.

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Felipe II, y en su ausencia la princesa D.ª Juana, tratan de remediar tal estado de cosas con la anuencia de las Cortes reunidas en Valladolid el 10 de enero de 1559, promulgando una ley de incorporación de las minas de oro, plata y azogue á la Corona y Patrimonio Real; y modo de beneficiarlas, que revoca las mercedes hechas por sus antecesores, fundamentalmente a partir de Juan I «por el perjuicio que a Nos y a nuestra Corona y Patrimonio Real se ha seguido y sigue»18; de ahí que el Rey Prudente exija que ad futurum se amplíe el elenco de beneficiarios de los yacimientos a «todos los súbditos y naturales»19. La licencia para buscar y explotar minas quedó sujeta al cumplimiento de determinadas condiciones y, sobre todo, al pago del canon sobre la producción fijado en dos tercios del producto, aunque en los casos de minas muy ricas20, aun puede rebajarse la parte del explotador hasta la vigésima parte, todo ello sin descontar costes. En marzo de 1563, Felipe II publica una pragmática de desarrollo de la ley de 155921prontamente sustituida en 1584 por las Nuevas Ordenanzas que se han de guardar en el descubrimiento, labor y beneficio de las minas de oro, plata y otros metales, que fueron de apli-

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cación en la América hispana y a las que nos referiremos en el ap. 3.3 de este trabajo.

3. Paralelismo entre la minería romana y la explotación de los yacimientos minerales en la américa colonial hispana
3.1. Marco histórico-económico

Muy poco tiempo después de haber tenido lugar el descubrimiento de tierras del continente americano comenzó la colonización en su vertiente doble, de búsqueda de beneficio en la actividad comercial y de asentamiento en las tierras nuevas. Ya a partir de 1493 hay emigración a Indias22. Con todo, sería injusto ver únicamente en los conquistadores unos aventureros sin escrúpulos atraídos por el espejismo del oro y el mito de El Dorado. En sus motivaciones entran también -y con mucho- el gusto por la hazaña y la preocupación de ganar nuevos pueblos para el Evangelio. Dicho esto, los conquistadores, y luego los colonos, no vieron ninguna contradicción entre el oro y la cruz: creían poder enriquecerse y hacer una obra pía al mismo tiempo; el Estado compartía estos puntos de vista: la evangelización no impedía la búsqueda del metal precioso y era preciso cubrir los gastos de la Conquista y sacar...

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