Construyendo la Antropología Visual en España

AutorJosé C. Lisón Arcal
Páginas161-176

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El hombre de las cámaras

Uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia más está relacionado con una fotografía. No tanto con el momento de tomarla y las personas que aparecemos en ella, sino con lo que sucedió inmediatamente antes de tomarla. Curiosamente, los hechos que recuerdo son aparentemente irrelevantes, pero en mi memoria aparecen representados con inusitada claridad. Era domingo y época estival porque lucía un sol radiante. Mi hermana y yo íbamos «arreglados», es decir, recién lavados y con la ropa todavía sin manchas. Mi tío Carmelo estaba en casa con nosotros, y como casi era una costumbre, nos anunció que nos iba a hacer una foto. Entonces la fotografía se solía nombrar en singular porque era algo que se salía de lo cotidiano, escaso; aunque se hicieran varias tomas, pocas, se decía hacerse «una» foto. El día se convertía, a partir de aquel anuncio, en algo más especial que un simple domingo. Salimos hacia los campos que se extendían alrededor del pueblo en busca de un lugar adecuado. Guardo una imagen de un campo verde, con una zona reservada a hortalizas en la que había un rectángulo con plantas de melón y frutos todavía pequeños e inmaduros. Casi puedo recorrer con la mirada lo que allí crecía y describir con no poco detalle la disposición de los cultivos. Luego desaparecen los recuerdos y queda una nebulosa de la que lo único que puedo retener es que algo provocó un enfado que rompió el hechizo del momento. No sé qué fue, ni cómo, ni por

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qué, pero sí sé que luego se tomó la foto. Tampoco recuerdo cuándo ni cómo, pero mi hermana y yo aparecemos con una genuina sonrisa infantil.

Mi tío Carmelo siempre nos hacía fotos. Siempre tuvo unas cámaras fotográficas que me impresionaban y que suponía muy buenas. Para mi eran casi parte inseparable de su persona. Le acompañaban a todas partes y regresaban con él de lo que yo entendía como sus largos viajes. A principios de la década de 1960, que es lo más lejos que debe alcanzar mi memoria, cuando él llegaba, yo esperaba con impaciencia la aparición de un juguete novedoso traído de algún país más próspero. Pero también esperaba algo más. La noche mágica. Aquella en la que, después de cenar, nos dedicaríamos a ver «las fotos». Había que esperar a la noche para proyectar las diapositivas. Eran fotos en color que se veían en una gran pantalla y me transportaban a aquellos lugares impresionantes que había recorrido mi tío. Con las fotos llegaban los relatos de las vivencias del viaje, de las costumbres distintas de gentes que poblaban aquellos territorios para nosotros de ensueño, las anécdotas de situaciones generadas por la dificultad de comprender los idiomas diferentes que por allí se hablaban. De todo aquello, al contrario que de otras situaciones más o menos importantes de mi infancia, guardo recuerdos curiosamente detallados, probablemente fortalecidos por la asociación entre imágenes, sensaciones y relatos.

En realidad, mi memoria contaba también con mecanismos de refuerzo. En aquellas sesiones de fotos, mi abuela me solía sentar a su lado y me repetía los nombres de los lugares y de los monumentos importantes para que los recordara y, sin duda, recordarlos ella y reconocerlos en el futuro. Aquel conocimiento visual nos confería status en una comunidad y en un tiempo en el que el contacto con el mundo exterior era más limitado. Luego, alguna tarde, cuando me quedaba a su cuidado, mi abuela sacaba las fotos en papel que mi tío le había dejado y una caja que contenía postales enviadas desde el extranjero, casi siempre en blanco y negro. Empezaba entonces un curioso juego de remembranza ¿Qué es esto? La torre Eiffel. ¿Dónde está? En París... Ni qué decir tiene que me sometía gustoso a aquel juego en el que las imágenes se asentaban en mi mente y me permitían visualizar y recomponer un mundo que yo antes construía, en muy gran medida, a través de nombres. Las fotos de mi tío y sus postales, al fin y al cabo también fotografías, contribuyeron en no poca medida a configurar los mapas mentales de mi infancia, a construir los recuerdos que tengo de ella y, sin duda, a estructurar mi mirada hacia el mundo.

Un día, al regreso de un viaje, en el equipaje de mi tío había un pequeño maletín nuevo, de color gris y aspecto muy compacto. Contenía lo que entonces era una moderna cámara capaz de filmar en 8 mm y en Súper 8. A partir de aquel momento comenzaba una nueva era. En adelante, las sesiones de fotos se verían ampliadas y completadas con breves proyecciones de cine. Breves porque la tecnología era precaria y el metraje muy costoso, pero cada vez más largas y, de pronto, en color.

Reflexionando para escribir estas líneas me he ido dando cuenta de que buena parte de mis recuerdos infantiles más precisos están de alguna manera asociados con la fotografía o la cámara de filmar y las consecuentes proyecciones de diapositivas y de Súper 8. Además, fue él quien me regaló mi primera cámara y luego iría pasándome alguna de las que ya había utilizado a medida que se hacía con nuevos modelos, técnicamente más sofisticados. Su equipo se renovaba con relativa frecuencia, lo que pone de manifiesto su permanente interés por el uso de los medios audiovisuales más novedosos disponibles en cada momento. En aquella época y en aquel entorno, poseer una cámara fotográfica propia, aunque básica, era un pequeño privilegio. Los aparatos mínimamente sofisticados y con una lente de cierta calidad eran siempre productos importados de precio muy elevado y adquirirlos implicaba hacer una inversión no al alcance de cualquiera. El coste de los carretes y del posterior revelado de negativos y de positivos en papel, ponían límites evidentes a las prácticas de aprendizaje y al uso indiscriminado de

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las fotos y del cine. Quizá por todo ello, tomar fotos y filmar en Súper 8 era entonces una práctica que, en el imaginario popular, estaba asociada a situaciones de especial relevancia social que merecía la pena inmortalizar: fundamentalmente ritos de transición y, para algunos afortunados, viajes y vacaciones.

Cuando más adelante, siendo todavía estudiante de bachillerato, tuve ocasión de acompañar a mi tío en alguno de los viajes que planificaba con sus alumnos de antropología social de la Facultad de Filosofía y Letras de la UCM, pude observarle en acción. Aquellos viajes en los que participé consistieron en excursiones de fin de semana recorriendo pueblos en los que tenía lugar alguna celebración de características poco comunes, como los caballos que con sus jinetes atravesaban el fuego de las hogueras con las que se festejaba a San Antón. De este modo, los estudiantes de antropología podían tener contacto directo con otras gentes, aprender los rudimentos de la observación y vivir en primera persona la experiencia de recoger información haciendo entrevistas sobre el terreno. Para mí, que no formaba parte del grupo de estudiantes ni podía tener un cometido relacionado con su actividad, hacerme cargo de la cámara fotográfica y de la de Súper 8 era una forma de atribuirme un papel que me permitiera sentirme útil e integrado. Ni qué decir tiene que consideraba las cámaras elementos muy valiosos y que el hecho de que me las confiaran me hacía sentir la necesidad de ser muy cuidadoso, pues estaba asumiendo una responsabilidad propia de un adulto y tenía que estar a la altura de las circunstancias. En ningún momento esperaba que se me permitiera hacer uso de ellas, aunque soñaba con el día en que podría aprender a manejarlas. Mi sorpresa fue grande cuando, en una de estas salidas, ante una tímida e indirecta indicación por mi parte de que algún día me gustaría aprender a manejar aquellos objetos «cuasi sagrados», mi tío puso en mis manos el aparato de Súper 8 y, sin más preámbulos, empezó a enseñarme cómo se manejaba la «cámara de cine».

Las reglas del juego

Carmelo adquirió su primera cámara de fotos en Alemania, a donde había acudido con la esperanza de encontrar los departamentos de Antropología Social más dinámicos del momento. No los encontró y en esa búsqueda acabó dirigiéndose a Inglaterra, pero sí tuvo un encuentro con la fotografía que también fue importante en su trayectoria vital y académica. Se compró una Agfa Silette, una novedosa cámara de 35 mm de principios de la década de 1950, compacta, ligera y con una buena lente. Como entonces el fotómetro no era un accesorio habitualmente integrado en el aparato, se hizo también con una tabla de cálculo de exposiciones, muy al uso en la época, consistente en unos discos metálicos impresos superpuestos, que al girarlos sobre su eje permitían ver las combinaciones adecuadas de apertura y exposición para tipos genéricos de iluminación. Tenía que ser el fotógrafo quien evaluara, siguiendo su propio criterio construido a través de la práctica, a qué condiciones de luminosidad se enfrentaba.

Aquella innovadora cámara fotográfica, de una calidad bastante más que aceptable, no dejaba de ser una onerosa inversión para un joven sin demasiados recursos. Pero la elección era buena para iniciarse; era de manejo relativamente sencillo y rápido, muy silenciosa y adecuada para tomar fotos de cierta calidad sobre el terreno sin hacerse notar demasiado. Su intención era continuar viajando por Europa y la fotografía le permitiría poder recoger y guardar retazos de aquellos mundos tan diversos y diferentes que se iría encontrando y que, con frecuencia, le proporcionarían auténticas experiencias de choque cultural. Como era de esperar, sus primeras fotos, tomadas mientras recorría algunos países europeos, se aproximan más a la típica toma para el recuerdo y

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están marcadas por el referente que siempre han sido las postales para quienes manejan una cámara por primera vez. No obstante, con aquella Agfa se abriría ante él un mundo nuevo que ya nunca dejaría de explorar y en el que sigue aventurándose, ahora con...

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