Naturaleza, contenido y alcance constitucionales de la autonomía universitaria (enfoque jurisprudencial y doctrinal de las principales cuestiones planteadas en el artículo 27.10 de la constitución)

AutorE. Expósito
CargoProfesora titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona
Páginas2-21

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La Constitución de 1978 acoge expresamente, y por primera vez en la historia constitucional española, la autonomía universitaria “en los términos que la ley establezca”. Este mandato no fue actuado hasta principios de los años ochenta, con la aprobación de la Ley Orgánica 11/1983, de 25 de agosto, de Reforma Universitaria (LRU, en adelante) –norma que vino a acomodar el régimen universitario a los nuevos principios constitucionales derogando la normativa, hasta entonces vigente, presidida por las disposiciones contenidos en la Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiación del Sistema educativo1. El sistema introducido en 1983 fue modificado por la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades (LOU, en adelante), actualmente vigente (y las diversas leyes autonómicas).

La inclusión de esta norma en el texto constitucional causó, en su momento, una cierta extrañeza. No dejaba de ser un tanto insólito que los constituyentes mostraran tanto interés por la Universidad hasta el punto de reconocer su autonomía con el máximo rango normativo. A pesar de ser una institución con una larga tradición en la historia educativa española y europea, los textos constitucionales españoles precedentes al de 1978 no se ocuparon de ella2, y en el entorno europeo vigente en aquella época, tal y como pone de manifiesto Torres Muro3, pocas eran las Constituciones que hacían referencia a la misma. Nieto4 atribuye esta ‘sensibilización’ de los constituyentes por la cuestión universitaria al gran número de docentes que integraban las Cortes en el momento de redactar la Constitución; en concreto, si se atiende a la composición de la Ponencia redactora del anteproyecto de Constitución, de los siete miembros, cinco eran reputados profesores de universidad.

También suscitaba perplejidad la utilización, en el enunciado del artículo 27.10 de la Constitución, del verbo ‘reconocer’. ¿Acaso existía, en la tradición universitaria española un funcionamiento autónomo de la institución que el constituyente se viera impulsado a aceptar? Para Cámara, la respuesta es clara: la Constitución, más que reconocer, otorga autonomía a las universidades. Se intenta, en cierto modo, ‘reparar’ una larga tradición histórica en la que “la autonomía de las Universidades no ha sido nunca una realidad […], sino una permanente y defraudada aspiración de sectores intelectuales y políticos liberales progresistas para proteger la

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libertad en su ámbito y para, desde esta plataforma regenerar la institución”5. Sea como fuere, como indica Meilán, la autonomía de las universidades ha pasado de ser “el principio oculto que ha permitido a las universidades cumplir sus funciones esenciales bajo estructuras tan diversas y variables, a ser un precepto constitucional”6.

Proclamada la autonomía universitaria, la doctrina no se hizo esperar a la hora de analizar su naturaleza, significado y alcance constitucional. Algunos estudios, sin embargo, ya habían visto la luz durante el proceso constituyente, como el de Linde7 publicado, en 1977 –en la Revista de Administración Pública (núm. 84)-, el de Carro8 del mismo año – publicado en Civitas. Revista Española de Derecho Administrativo (núm. 13)- o las reflexiones –desde distintas ópticas- de Díaz, Giner o Prats, entre otros, que integran el número 24-25 (junio de 1978) de la Revista de Ciencias Sociales, Sistema, en el que también se incluye una encuesta sobre la reforma universitaria con la opinión, entre otros muchos, de profesores de la talla de Clavero, Latorre, Tomás y Valiente, Martín Retortillo, Pérez Luño o Sánchez Agesta9. De esta época deben ser igualmente citados dos trabajos que sin tener como objeto la universidad española, sí que, en cierto modo, van a influir en la construcción doctrinal y jurisprudencial de la autonomía universitaria en nuestro sistema constitucional: son las monografías de Carro sobre Polémica y reforma universitaria en Alemania (Madrid, 1976) y de Vedel analizando La experiencia de la reforma universitaria francesa: autonomía y participación10 (Madrid, 1978), con la introducción de Martín Mateo.

Igualmente, es significativo el número de monográficos que han dedicado a este tema diversas revistas jurídicas. Junto a la ya citada revista Sistema, puede hacerse referencia, sin ánimo de exhaustividad, en primer lugar, al número 23 de esta misma Revista Catalana de Derecho Público del año 1998 dedicado a las “Universidades”. De este mismo año, es el número 22-23 de los Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol centrado en la “Autonomía universitaria y libertad de cátedra”. La Revista Vasca de Administración Pública también dedica el segundo volumen del número 86 del año 2010 a la “Modernización y mejora de la Universidad”. Y, más recientemente, la revista dirigida por S. Muñoz Machado, El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, titula su número 23, de octubre de 2011,

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como “La Universidad en crisis” y en él se incluyen las reflexiones, entre otros, de Baño León, Embid Irujo, Michavila, Martín Rebollo o Mangas.

La intervención del Tribunal Constitucional en el debate se demora –a pesar de haber realizado algunas ‘incursiones’ en el tema en algunos autos- hasta los inicios del año 1987, fecha en el que adopta la sentencia 26/1987, de 27 de febrero –calificada de “fundacional” por A. Embid11- , con la que resuelve el recurso de inconstitucionalidad promovido por el Gobierno vasco contra la LRU. Decisión que viene acompañada de tres votos particulares firmados por los magistrados Díez-Picazo, el primero; Rubio Llorente, el segundo –al que se adhiere Díaz Eimil- y Latorre, el tercero. Todos ellos, evidencian hasta qué punto la concepción de los magistrados sobre esta cuestión, tampoco era del todo pacífica.

En las siguientes páginas de este trabajo se abordará el contenido de estudios doctrinales, así como de las principales decisiones del Tribunal Constitucional en la materia. Debe advertirse, sin embargo, que una exposición de la principal jurisprudencia constitucional, así como de la literatura jurídica centrada en su análisis, no permite ser exhaustiva en el tratamiento de las múltiples y muy variadas cuestiones que plantea el enunciado del artículo 27.10 de la CE. Por esta razón, en la selección de los contenidos objeto de esta crónica se ha tenido especialmente en cuenta que sean temas más genéricos que hayan sido objeto de pronunciamientos o análisis más extensos tanto por el Tribunal Constitucional, como por los iuspublicistas. Siguiendo estos criterios, se ha dejado fuera otras cuestiones de gran relevancia como son las que abordan los diferentes estudios que se publican en este número monográfico de la Revista Catalana de Derecho Público, consciente de que el análisis más desarrollado de las mismas en estos trabajos hacía estéril su inclusión en estas páginas. Y específicamente me he centrado en tres temas abordados de forma recurrente por la doctrina y la jurisprudencia constitucional: su categorización como derecho fundamental o garantía institucional; su articulación como principio organizativo de la enseñanza superior y el contenido de la misma en su doble dimensión de autonomía normativa y de organización.

1. La naturaleza jurídico-constitucional de la autonomía universitaria: derecho fundamental vs garantía institucional

La ubicación de la autonomía universitaria en la parte de la Constitución dedicada a los derechos fundamentales, suscitó, tempranamente, un animado debate en torno a su naturaleza: ¿garantía institucional o derecho fundamental?

A favor de su concepción como derecho fundamental se decantaban Nieto12 y Leguina y Ortega13. A pesar de parecer “extraña” - para el primero- o “técnicamente no acertada” –para los

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segundos-, la principal razón que les llevaba a defender tal consideración era, justamente, su ubicación en la Sección Primera del Capítulo Segundo del Título Primero de la Constitución, en el contexto de los derechos fundamentales referidos al ámbito educativo. El principal escollo que, sin embargo, encontraba esta tesis era el de identificar su contenido esencial. Leguina y Ortega se escudaban en que no existía una fórmula de validez general para señalar los perfiles del contenido esencial o núcleo indisponible de la autonomía universitaria; en uno u otro caso se alude a un concepto indeterminado cuya mayor o menor amplitud depende del nivel de conciencia social y jurídica existente en cada momento histórico14.

Por el contrario, T.R. Fernández15, Fernández-Miranda16 o Alegre Ávila17 se expresaron partidarios de reconocer en la autonomía universitaria una garantía institucional. Especialmente crítico se mostró Alegre con las posiciones que identificaban en la autonomía universitaria un derecho fundamental, al considerar que no era ésta la voluntad del constituyente español: ni por el sujeto del que se predica; ni por su objeto –que difiere en su totalidad al legislador-, ni por su finalidad institucional –a cuya preservación resulta ajeno e innecesario el mecanismo de la dotación de un derecho subjetivo-, se sostiene la construcción de la autonomía universitaria como un derecho fundamental. Y tampoco su ubicación “constituye un argumento decisivo”: no todo lo que hay en esta parte de la Constitución es un derecho fundamental18.

La opción por una u otra concepción, lejos de plantear consecuencias en un plano meramente teórico, iba a comportar significativos efectos en la futura actuación del legislador. Tal y como advertía Souvirón19, conferirle un estatuto de derecho fundamental condicionaba el desarrollo legislativo del mismo al respeto al contenido esencial. La actuación del legislador podía ser mucho más amplia en el supuesto que se reconociera en el enunciado del artículo 27.10 de la Constitución una garantía institucional: una vez respetada la existencia de la institución, la ley deberá regularla sujetándose a los principios que se derivan de la autonomía que constitucionalmente se le confiere.

Con la STC 26/1987, el Tribunal interviene en este debate, decantándose por identificar en la autonomía universitaria un auténtico derecho fundamental de la comunidad Universitaria (y no de la Universidad)20. Precisamente éste fue uno de los aspectos abiertamente

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criticado por los magistrados Díez-Picazo y Rubio Llorente en sus votos particulares. Ambos coinciden en entender que la consideración de la autonomía universitaria como derecho fundamental habría de llevar a identificar en la propia Universidad la titularidad del mismo. Estas objeciones son ‘respondidas’ por Leguina –uno de los magistrados integrantes del Pleno que adoptó la STC 26/1987- poco tiempo después en un artículo doctrinal publicado en la obra colectiva Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al profesor Eduardo García de Enterría21. El todavía magistrado constitucional negaba la pretensión del Tribunal de desplazar la titularidad del derecho hacia un “nuevo sujeto jurídico”. En opinión de este autor, lo que se articula desde la sentencia de 1987 es la “identificación o hipóstasis de la institución universitaria con su elemento personal indispensable o insustituible”.

A la caracterización de la autonomía universitaria como derecho fundamental se llega, en la STC 26/1987, utilizando cuatro distintos métodos interpretativos: “por su reconocimiento en la Sección Primera del Capítulo Segundo del Título Primero” (ubicación), “por los términos utilizados en la redacción del precepto” (gramatical), “por los antecedentes constituyentes del debate parlamentario que llevaron a esa conceptualización” (auténtica) y “por su fundamentación en la libertad académica” (finalista) entendida, esta última, como libertad de enseñanza e investigación (FJ 4.a, párrafo segundo).

En un principio, sin embargo, el Tribunal –consciente de lo forzado de esta construcción- intenta matizar la contraposición entre ambos conceptos, iniciando, de esta manera, un alambicado camino que el mismo Leguina, en el trabajo antes citado, justificó en la intención del Tribunal de satisfacer todas las pretensiones que las partes formulan en el proceso de inconstitucionalidad22. En este sentido, el Tribunal entiende que “derecho fundamental y garantía institucional no son categorías jurídicas incompatibles o que necesariamente se excluyan, sino que buena parte de los derechos fundamentales que nuestra Constitución reconoce, constituyen también garantías institucionales, aunque, ciertamente, existan garantías institucionales que, como por ejemplo la autonomía local, no están configuradas como derechos fundamentales”. Una vez preservada la doctrina que el propio Tribunal Constitucional había desarrollado en torno a la garantía institucional –en precedentes SSTC 4/1981 y 32/1981, en

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relación con la autonomía local-, intenta integrar, en el concepto de autonomía universitaria, la operatividad de ambas categorías. Y, retomando el último de los argumentos que avalan, según el Tribunal, su naturaleza de derecho fundamental, declara que “la autonomía [universitaria] es la dimensión institucional de la libertad académica que garantiza y completa su dimensión individual, constituida por la libertad de cátedra” (STC 26/1987, FJ 4.a y 8.a).

Autonomía universitaria y libertad académica aparecen, en esta sentencia de 1987, como elementos de un particular binomio hasta el punto de identificar como contenido esencial “todos los elementos necesarios para el aseguramiento de la libertad académica” (STC 26/1987, FJ 4.a). Elementos que el Tribunal centra en las potestades que enumeraba el ya derogado artículo 3.2 de la LRU –coincidentes, en su gran mayoría, con el vigente art. 2.2 de la LOU. Este método de identificación constituye, para Pons23, la traslación de la ‘imagen’ protegida por la garantía institucional en el contenido del derecho fundamental.

En esencia, puede afirmarse que el Tribunal se inclina por reconocer la autonomía universitaria como un derecho fundamental, justificando, al mismo tiempo, su faceta de institución. La concepción como derecho provoca que se dispensen a la autonomía universitaria las máximas garantías contempladas en la Constitución, entre ellas la reserva e ley orgánica y, muy especialmente, como ya señalaba Latorre –en su voto particular- el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Instrumentos de tutela que no se aplican a las garantías institucionales las cuales no sólo quedan a disposición de las mayorías presentes en cada momento político, sino que su protección ante los tribunales queda muy diluida, careciendo la propia Universidad de medios procesales para poder intervenir en un proceso constitucional en el que se pudiera debatir el contenido de su autonomía.

Con la perspectiva institucional, además, se incorpora, como pone de manifiesto López-Jurado24, la dimensión objetiva de la libertad académica más propia de la construcción germánica, pero de una forma mucho más amplia, como demuestra el hecho de atribuir a la Comunidad Universitaria la titularidad de este nuevo derecho, que es un sujeto mucho más amplio que el profesorado, para quien va referida la libertad de ciencia y de enseñaza25.

La doctrina establecida en esta sentencia de 1987 va a iniciar un proceso que, años más tarde Torres Muro calificará de relativa “adoración” y exaltación de la autonomía26 y va a consolidarse en los siguientes pronunciamientos sobre autonomía universitaria (SSTC 99/1987, de 11 de junio, FJ 5.d; 55/1989, de 23 de febrero, FJ 2; 235/1991, de 12 de diciembre, FJ 1a; 82/1994, de 14 de marzo, FJ 3) en los que aludirá, además, a la naturaleza de derecho de configuración legal (SSTC 130/1991, de 6 de junio, FJ 3 y 5; 187/1991, de 3 de octubre, FJ 3;

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75/1997, de 21 de marzo, FJ 2 y 103/2001, de 23 de abril, FJ 4). En la literatura jurídica publicada tras la STC 26/1987 el debate en torno a esta cuestión, aún perdiendo la intensidad inicial, se reproduce en los mismos parámetros: los que inciden por su categorización como derecho fundamental (Piñar27, Leguina28 o Agudo Zamora29) y los que defienden su concepción de garantía institucional (Sánchez Blanco30, López-Jurado31, Martínez Sospedra32 o Cámara33).

2. Autonomía universitaria: ¿para qué? ¿Frente a quien?

Con carácter previo, debe señalarse que las escasas ocasiones en las que la Constitución utiliza el término de ‘autonomía’ la concibe como un principio de organización. Este alcance es patente en el artículo 137 aludiendo a Comunidades Autónomas y entes locales (provincia y municipio), entes en torno a los que se organiza territorialmente el Estado. Pero también, es este el sentido que adquiere la autonomía de la Universidad contemplada en el último apartado del artículo 27 de la Constitución. Su reconocimiento, como tempranamente ponían de manifiesto Linde, Alegre y Prieto –y, más tarde, también Meilán- se inserta en el más amplio fenómeno descentralizador articulándose, de esta manera, como un principio organizador del servicio público de la educación superior de tal manera que impide que ésta se desarrolle fuera del esquema institucional de las universidades, sin identificar ni condicionar ningún modelo universitario en particular. Concretamente, para Prieto34, “sintetiza una fórmula singular de articulación de las relaciones entre el poder político y administrativo y las instituciones universitarias, que se traduce en el reconocimiento en beneficio de estas últimas de una amplio margen de libertad para la configuración de su organización y el desarrollo de su actividad”.

Pero libertad, ¿para qué? Con la STC 26/1987, para el Tribunal Constitucional quedaba patente que “el fundamento y justificación de la autonomía universitaria que el art. 27.10 de la Constitución reconoce, está […] en el respeto a la libertad académica, es decir, a la libertad de enseñanza, estudio e investigación. La protección de estas libertades frente a injerencias externas constituye la razón de ser de la autonomía universitaria, la cual requiere,

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cualquiera que sea el modelo organizativo que se adopte, que la libertad de ciencia sea garantizada tanto en su vertiente individual cuanto en la colectiva de la institución, entendida ésta como la correspondiente a cada Universidad en particular y no al conjunto de las mismas” (FJ 4).

Configurada en los términos anteriores, el Tribunal parecía reducir la existencia de la universidad a un único propósito: el de asegurar la exclusión de cualquier tipo de injerencia externa en el desempeño de las funciones científicas, docentes y de estudio que les eran propias. De esta manera, las competencias que se le otorgaban eran las necesarias para atender estos fines, en especial, el de la libertad científica. Esta tesis era también compartida por T.R. Fernández35, García De Enterría36, Souvirón37, Cotino38 y Pons39. Para Sosa40 esta posición mantenida en la jurisprudencia servía en bandeja la confusión de la autonomía universitaria con las libertades específicas a las que sirve de fundamento, en especial la libertad de cátedra. Alegre41 y Prieto42, también discrepaban de esta concepción unidireccional y consideraban que no tendría sentido reconocer la autonomía universitaria sólo como instrumento para garantizar la libertad científica: ésta ya queda amparada en sus principales manifestaciones con el reconocimiento de la libertad de cátedra, de investigación y estudio por la propia Constitución (arts. 20.1c, 20.1.b y 27, respectivamente).

Además, configurarla en los términos en los que se expresaba la jurisprudencia constitucional, implicaba negar la posibilidad de que pudiera existir algún tipo de conflicto provocado por la intromisión de la Universidad en el ejercicio de las libertades, a cuyo servicio se exigía la autonomía, cuando en realidad, por todos es conocido que muchas de las intromisiones al ejercicio de éstas se producen por órganos internos de la propia Universidad –hecho que explica, según Sosa43, que en Alemania la libertad científica tiene también una proyección hacia el interior de la institución universitaria.

Pese a la teórica construcción realizada en la jurisprudencia, el Tribunal se ha visto obligado a intervenir en casos en los que profesores imputaban a actos adoptados por la Universidad en el ejercicio de su autonomía una lesión de su derecho a la libertad de cátedra44.

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Son específicamente los supuestos que se analizan en distintos recursos de amparo que el Tribunal resuelve en el ATC 42/1992, de 12 de febrero y las SSTC 217/1992, de 1 de diciembre y 179/1996, de 12 de noviembre –en la que también se analiza la hipotética lesión del derecho a la autonomía universitaria por el ejercicio de la libertad de cátedra de una profesora-. La resolución del Tribunal, en todos ellos, se articuló, como advirtió Cámara45, relegando el conflicto a un plano distinto y situándolo en los términos de libertad de cátedra versus actos de órganos universitarios “adoptados en el ejercicio de sus competencias legal y estatutariamente establecidas en el ejercicio de su autonomía y en cuyo marco se desenvuelve la libertad de cátedra […] pero no pueden producirse, en sus propios términos entre el derecho fundamental a la libertad de cátedra y el derecho igualmente fundamental a la autonomía universitaria, porque éste protege a cada universidad frente a un poder público o instancias externas”.

Así delimitada, la respuesta al segundo de los interrogantes formulados en el enunciado de este apartado es clara: la autonomía de la Universidad se predica frente a las posibles intromisiones de los poderes públicos con capacidad de decisión en relación con las universidades, esto es, Estado y Comunidades Autónomas.

Se dibujaba, de esta manera, una compleja relación entre Estado, Comunidades Autónomas y Universidades en la que, como indicaba Nieto, la Universidad actúa como un contrapeso de las dos primeras. Por esta misma razón, Meilán46 apuntaba a que la autonomía universitaria habría de “delimitarse conceptualmente en relación con el Estado y las Comunidades Autónomas. Autonomía política y autonomía universitaria son fenómenos independientes aunque históricamente es comprobable –y resulta comprensible- que aparezcan relacionados”.

En la medida que la autonomía, en todos los planos en los que se reconoce o confiere, implica la existencia de una cierta capacidad de autodisposición sobre los asuntos o materias que afectan a los intereses propios del ente al que le confiere la autonomía, su proyección en las universidades va a provocar, como ya advertían Leguina y Ortega47, que éstas deban contar, en todo caso, con facultades propias para satisfacer estos intereses propios. Esta concepción va a implicar que, desde la perspectiva de la descentralización territorial, ni el Estado ni las Comunidades Autónomas puedan actuar todo el poder público referido a las Universidades: “en

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materia universitaria el reparto competencial presenta una estructura peculiar respecto de otros sectores, consistente en que a las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas hay que añadir las derivadas de la autonomía de las Universidades que limitan necesariamente aquéllas” (SSTC 26/1987; 146/1989, de 21 de septiembre, FJ 1).

Llegados a este punto, el tema que se planteaba era, precisamente, el de la identificación de estos poderes en manos del Estado y de las Comunidades Autónomas48. La cuestión se perfilaba complicada puesto que, en los artículos 148 y 149 de la Constitución, no había ni una sola referencia a la Universidad como materia objeto de reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Ahora bien, esta materia se recondujo al ámbito de la educación, dando entrada a la competencia que se atribuía al Estado en los artículos 149.1.1 y .30 de la Constitución, amén de otros títulos que podían concurrir en otras materias (149.1.15 y 149.1.18 de la Constitución, entre los más destacables49). En virtud de estos títulos, los Estatutos de las Comunidades Autónomas vieron, desde el inicio, muy limitada su capacidad de intervención. Capacidad que, todavía queda más devaluada, en opinión de Embid50, con la concepción de la autonomía universitaria como un derecho fundamental –dejando, de esta manera, la puerta abierta a la intervención del legislador orgánico estatal, ex artículo 81 de la Constitución- y la construcción que en torno a la misma realiza el Tribunal Constitucional, desde la STC 26/1987. Desvalorización de las competencias autonómicas que ha afectado a cuestiones nucleares de la autonomía –como el profesorado51, planes de estudio o estructura departamental de las Universidades- y otras no tan esenciales. Un reciente ejemplo de esto último lo podemos ver en la STC 120/2011, de 6 de julio, en la que se sustrae de la competencia de la Comunidad Autónoma de Madrid para determinar mediante ley el sometimiento de todas las fundaciones creadas por las Universidades públicas de esta Comunidad por la única y exclusiva razón de la ubicación territorial de la persona jurídico-pública creadora. El Tribunal entendió que, con esta presunción iure et de iure, “el legislador autonómico no sólo desconoce que […] la universidad pública de que se trate puede no ser la única creadora de la fundación, también prescinde de la posibilidad de que las universidades públicas de la Comunidad de

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Madrid, para el mejor servicio a los fines que tienen normativamente encomendados, constituyan o participen en fundaciones cuyas actividades no se realicen principalmente dentro del territorio autonómico” (FJ 13).

3. Contenido de la autonomía universitaria En especial, la autonomía normativa y de organización
3.1. Autonomía normativa: los estatutos universitarios

La doctrina ha coincidido en afirmar que la capacidad de la Universidad de dictar sus propias normas, estableciendo un ordenamiento propio y diferenciado constituye uno de los contenidos tradicionales de la autonomía y, por ende, una de sus más importantes manifestaciones. Y el Tribunal Constitucional ha entendido no sólo que esta facultad forma parte del contenido esencial del derecho a la autonomía universitaria que el legislador debe respetar en su desarrollo normativo (desde su STC 26/1987), sino que también constituye “la raíz semántica del concepto” (ATC 73/2002, de 6 de mayo, FJ único y STC 75/1997, de 21 de mayo, FJ 2).

En este contexto, los Estatutos universitarios constituyen la expresión más característica de la autonomía universitaria en tanto que autonomía normativa. Además, en tanto que son normas que asumen la tarea de configurar la Universidad como institución autónoma pueden calificarse, según Pons52, como “la norma institucional básica de la Universidad”.

Están expresamente previstos en las leyes reguladoras de la Universidad. No obstante, la relación que se entabla entre los Estatutos y su norma habilitante no puede entenderse en términos de desarrollo o ejecución de los primeros respecto a la segunda. Así lo ha venido considerando el Tribunal Constitucional (SSTC 26/1987 y 55/1989) que les reconocía el carácter de un ‘reglamento autónomo’, acogiendo, de esta manera, la tesis ya defendida, entre otros, por Alegre, en 198653.

Por otra parte, tampoco los Estatutos, a pesar de ser la norma que preside el ordenamiento interno de la Universidad, son el resultado del ejercicio de un poder normativo autónomo de la Universidad: son normas que la Universidad elabora, pero que aprueba el Gobierno de la Comunidad Autónoma correspondiente, una vez verificado su adecuación a la legalidad vigente. Con anterioridad a la aprobación de la LRU, Leguina y Ortega54 -partiendo de la asimilación de la autonomía universitaria a la autonomía local, tal y como había sido delimitada en la STC 4/1981, de 2 de febrero- ya se habían pronunciado a favor de la existencia de controles en el ejercicio de la potestad normativa por parte de la Universidad.

En todo caso, el ejecutivo autonómico no interviene en este proceso desde una perspectiva meramente formal, sino que se le confiere una auténtica función fiscalizadora.

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Función cuyo alcance, según el Tribunal Constitucional –desde la STC 55/1989, FJ 4-, se va a limitar a un estricto control de legalidad: ni de oportunidad o conveniencia, ni de carácter meramente técnico dirigido a perfeccionar la redacción de la norma estatutaria.

En el ejercicio de este control de legalidad, la ley orgánica que los contempla, va a funcionar no sólo como parámetro de constitucionalidad, según Embid55, sino también, y muy especialmente, como límite de la legalidad del texto: “la Ley no sirve sino como marco para acotar o deslindar y, por tanto, los preceptos estatutarios sólo podrán ser tachados de ilegales si contradijeren frontalmente las normas que configuren la autonomía universitaria, pues si admitieren una interpretación conforme a ella, habría de concluirse en favor de su validez” (SSTC 55/1989, FJ 4 y 75/1997, de 21 de mayo, FJ 3). Se exige, en definitiva, una vinculación a la ley en sentido negativo “consistente en la no contradicción” (Torres Muro56).

Por otra parte, esta capacidad de intervención del ejecutivo autonómico puede proyectarse, también, en la determinación de un plazo para reformar los Estatutos universitarios cuando concurran determinadas circunstancias que hagan aconsejable y necesaria la modificación de estas normas a fin de adaptarse a esta nueva realidad. Así ocurre cuando se lleva a cabo una reordenación de centros pertenecientes a diversas universidades provocando adscripciones de los mismos a universidades distintas de las de su origen. Es lo que se ha denominado como el ‘plazo de subrogación gubernativa’. El Tribunal entendió que, en estas ocasiones, las Universidades afectadas estaban “obligadas a readaptar sus Estatutos y normas de funcionamiento interno a la nueva organización creada por la reforma […] ello no entraña limitación alguna de la potestad estatutaria de dichas Universidades, siempre que la Ley que las reorganiza no les impida ejercitarla, decidiendo libremente cada una de ellas sobre dicha readaptación, aunque les imponga un plazo para llevarla a efecto con subrogación gubernativa en caso de incumplimiento, puesto que esta limitación temporal, justificada por exigencias elementales de seguridad jurídica, es una cautela razonable que tiene por objeto evitar que la omisión voluntaria de la Universidad en el ejercicio de su competencia conduzca a una anomalía incompatible con el correcto funcionamiento de la institución universitaria”. Esta posibilidad de subrogación del Gobierno autonómico, concluye el Tribunal, constituye, “una vía supletoria y provisional que, según se deja dicho, no viene sino a garantizar que la Universidad cuente, en todo caso, con el marco normativo imprescindible para su adecuado funcionamiento, que la Universidad afectada podrá sustituir por la normativa propia, cuando así lo considere oportuno” (106/1990, de 6 de junio, FJ 1257). Este poder de subrogación también ha sido aceptado por

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Pons58 en los casos en los que creada una nueva universidad, ésta mantiene una actitud pasiva o dilatoria en la adopción de sus Estatutos. La doble naturaleza de la norma estatutaria, en tanto que “norma autoconstitutiva” y, a la vez, “complemento necesario para la efectividad del modelo trazado por la LRU”, así lo justificaría.

El hecho de que las universidades sean autónomas, dentro de los márgenes anteriormente señalados, para elaborar sus propios Estatutos y demás normas de funcionamiento interno, no supone que el ejercicio de esta potestad pueda desorbitarse, hasta el extremo de configurarla como una facultad tan absoluta que venga a constituir obstáculo insuperable al ejercicio de las potestades que confieren la Constitución y, en su caso, los Estatutos de Autonomía, al Estado y a las Comunidades Autónomas, respectivamente. Sólo los órganos políticos del Estado y de las Comunidades Autónomas son competentes para crear, organizar y modificar las estructuras básicas universitarias en la manera que estimen más adecuada a la buena gestión del servicio público de la enseñanza superior, siempre que con tal ejercicio no se impida a las Universidades su potestad de autonormación interna de dichas estructuras, en cuya previa existencia encuentran su posibilidad de ejercicio y a la cual, por consiguiente, viene éste condicionada (STC 106/1990, FJ 12). Esta autonomía queda reducida, como enfatiza Cámara59, al ámbito de funcionamiento interno que le es propio.

A este ámbito interno que debe ser objeto de regulación estatutaria, el Tribunal Constitucional ha reconducido la previsión de adoptar decisiones sobre determinadas cuestiones que, en un principio, podrían aparecer como facultades organizativas de la propia Universidad. Es el caso de la selección de símbolos y de la elección de la lengua propia.

  1. La capacidad de la Universidad para adoptar sus propios símbolos de identidad y representación es abordada en la STC 130/1991, de 6 de junio, en la que, como se ha señalado, el Tribunal considera esta facultad como una competencia de la universidad integrada en la autonomía normativa: “no desborda las facultades legalmente asignadas a la institución universitaria, sino que se comprende con evidencia y naturalidad en el contenido normal de la potestad de autonormación en la que también se concreta su autonomía” (STC 130/1991, de 6 de junio, FJ 3).

  2. La libertad de denominación de la lengua propia, fue objeto de pronunciamiento en la STC 75/1997, de 21 de abril. En esta decisión el Tribunal tuvo que dilucidar si la decisión, estatutariamente establecida, de la Universidad de Valencia para identificar su lengua propia utilizando en su denominación “tanto la académica, lengua catalana, como la recogida en el Estatuto de Autonomía, valenciano” era contraria a la LRU y a otras normas que, en uso de la competencia en materia lingüística, había adoptado dicha Comunidad. Planteado en los términos

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anteriores, el problema que se suscitaba era esencialmente, tal y como indica Pons en el comentario que realiza de esta sentencia60, decidir sobre la legalidad de una norma estatutaria que, sin tener cobertura directa en los preceptos de la LRU que determinan el ámbito competencial de la universidad, reitera una disposición del Estatuto de Autonomía añadiendo una especificación no prevista en éste. Y el Tribunal concluyó que “la Universidad de Valencia no ha transformado la denominación del valenciano y se ha limitado a permitir que en su seno pueda ser conocido también como catalán, en su dimensión «académica», según los propios Estatutos. No se rebasa, pues, el perímetro de la autonomía universitaria, tal y como se configura legalmente” (FJ 4).

3.2. Autonomía de organización (funcionamiento y dirección)
3.2.1. Órganos de gobierno y dirección

En general, la jurisprudencia constitucional no ha abordado esta cuestión más allá de alguna referencia al sistema electoral seguido para la designación de los órganos de Gobierno de la Universidad en conexión con el derecho de participación contenido en el artículo 23.2 de la Constitución (STC 217/1992, de 1 de diciembre) o la naturaleza del Rector. En relación con este último tema, la tesis del Tribunal se contiene en el ATC 49/2004, de 13 de febrero. En esta resolución, frente a la reivindicación de la Universidad recurrente del carácter de autoridad política -y en consecuencia, de "autoridad gubernativa"- del cargo de Rector de la Universidad por el hecho de su elección democrática, el Tribunal consideró que “en el ámbito administrativo, y especialmente en el corporativo, existen órganos cuya composición se establece mediante una elección democrática, y no por ello puede afirmarse que, en todo caso, los elegidos son "autoridades gubernativas" […] Y por el contrario, puede afirmarse la existencia de órganos gubernativos en el sentido dado por las sentencias indicadas, que no han sido objeto de elección directa por los ciudadanos, sino por sus propios representantes”. De esta manera, el Tribunal concluye en negar el carácter de órgano político al Rector de una Universidad, máxima autoridad académica de la Universidad- en la medida que “no es un representante del conjunto de los ciudadanos, sino de una parte de la sociedad, delimitada por su pertenencia a una Universidad” (FJ 3). Ésta es además una doctrina que reitera en la posterior STC 296/2006, de 11 de octubre, FJ 2.

Nos movemos en unas coordenadas fundamentadas en la idea que la autonomía universitaria no confiere un derecho al autogobierno de carácter ilimitado, sino, como apuntaban Leguina y Ortega61 de autogestión de los intereses propios de la institución universitaria en el marco de los intereses generales a los que atiende como servicio público.

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Estos órganos de Gobierno, y su capacidad de actuación, sí que han merecido una especial atención por parte de la doctrina como así demuestra, entre otros muchos, los análisis realizados en las ya citadas monografías de Torres Muro o Pons, el también referido estudio de Agudo Zamora sobre “órganos de gobierno y representación en la Universidad” o el más reciente trabajo de Parejo sobre “El sistema de Gobierno universitario”62, amén de las consideraciones que se publican en uno de los trabajos que integran el monográfico de esta Revista.

3.2.2. Estructuras de docencia e investigación En especial, los departamentos y los centros y Facultades

La facultad de creación de estas estructuras aparece expresamente limitada, por lo que a la docencia se refiere, en relación con aquellas estructuras que la ley considera básicas dentro de la Universidad (SSTC 26/1987, FJ 6 y 55/1989, FJ 7) afectándose tanto a las Facultades, Escuelas Técnicas Superiores y Escuelas Universitarias –encargadas de la gestión administrativa y de la organización de las enseñanzas universitarias conducentes a la obtención de títulos académicos-, como a los Departamentos.

  1. Los departamentos

    Se definen como órganos “básicos” encargados de organizar y desarrolla la investigación y las enseñanzas propias de su respectiva área de conocimiento. Concretamente, como reconocía el Tribunal Constitucional, corresponde a los departamentos a través de su respectivo Consejo, valorar su carga docente, y distribuirla, dentro de la legalidad, con arreglo a criterios académicos y necesidades (179/1996, de 12 de noviembre, FJ 5).

    Su carácter básico y su funcionalidad como soporte de la docencia e investigación justificó la intervención estatal en muchos de los temas que se proyectaban en los mismos. Así lo declaró el Tribunal en su STC 26/1987: “es admisible reconocer al Gobierno de la Nación la posibilidad de establecer (esas) normas básicas”, advirtiendo, no obstante, que tales normas deberán “contener un elevado margen de flexibilidad, de tal modo que pueda cada Universidad, conocedora de sus límites, sus necesidades, sus posibilidades reales y sus preferencias, y ponderando todas estas circunstancias, decidir cómo configurar sus órganos básicos" de investigación y enseñanza” –doctrina que reitera en la STC 156/1994, de 26 de mayo, FJ 2.

    Precisamente uno de los aspectos que se ve limitado por este carácter básico es su creación. Y en este punto, la inicial posición del Tribunal (en la STC 26/1987) reconociendo que integra el núcleo esencial de la autonomía “la creación de estructuras específicas que actúen como soporte de la investigación y la docencia” –entre las que se hallaban los Departamentos-, queda matizada en las posteriores SSTC 55/1989 (FJ 6) y 106/1990 (FJ 8) en las que se declara

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    que “la citada potestad organizativa de las Universidades comprende únicamente las estructuras que la LRU. no considere básicas, quedando, por lo tanto, fuera de su ámbito […] la creación de estructuras organizativas básicas”.

  2. Creación de centros y facultades en la reorganización y nueva adscripción de los existentes

    La autonomía universitaria no incluye el derecho de las Universidades a contar con unos u otros concretos centros, imposibilitando o condicionando así las decisiones que al Estado o a las Comunidades Autónomas corresponde adoptar en orden a la determinación y organización del sistema universitario en su conjunto y en cada caso singularizado, pues dicha autonomía se proyecta internamente […] en la autoorganización de los medios de que dispongan las Universidades para cumplir y desarrollar las funciones que, al servicio de la sociedad, les han sido asignadas o, dicho en otros términos, la autonomía de las Universidades no atribuye a éstas una especie de «patrimonio intelectual», resultante del número de centros, Profesores y alumnos que, en un momento determinado, puedan formar parte de las mismas, ya que su autonomía no está más que al servicio de la libertad académica en el ejercicio de la docencia e investigación, que necesariamente tiene que desarrollarse en el marco de las efectivas disponibilidades personales y materiales con que pueda contar cada Universidad, marco éste que, en última instancia, viene determinado por las pertinentes decisiones que, en ejercicio de las competencias en materia de enseñanzas universitarias, corresponde adoptar al Estado o, en su caso, a las Comunidades Autónomas”. Ésta es una doctrina que el Tribunal acoge en la STC 106/1990 –en relación con la organización universitaria en Canarias- y, con posterioridad, la consolida en la STC 47/2005 –con respecto a la reorganización de la Universidad de Alicante. Con esta argumentación venía a dar desarrollo a la doctrina que apuntó con el ATC 493/1983, de 26 de octubre en el que manifestaba que resultaba “obvio que ni el principio de igualdad ni la autonomía universitaria exigen que todo núcleo de población haya de tener una Universidad, ni cabe deducir de ellos que los centros docentes existentes en una población no puedan depender de otros situados en lugar distinto, o que una Universidad no pueda tener sus centros de enseñanza en diversas ciudades”.

    Una vez adoptada la decisión por la Comunidad Autónoma, las consecuencias o implicaciones de esta creación de nuevos centros o de readscripción de los ya existentes serán competencia de ordenación de la propia Universidad (reforma de sus Estatutos, establecimiento y modificación de plantillas, selección, formación y promoción del personal docente e investigador y elaboración y aprobación de planes de estudio e investigación). Para Torres Muro, con esta decisión contenida en las sentencias de 1990 y 2005, el Tribunal huye de

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    sacralizar la autonomía y reconoce que existen otros valores “que pueden servir de límites a interpretaciones maximalistas del artículo 27 de la Constitución”63.

3.2.3. El Consejo Social: órgano de participación de la sociedad en la Universidad

La concepción de la Universidad como un servicio público que debe atender los intereses generales, llevó al legislador de 1983 a la creación de un órgano, incardinado en la estructura universitaria, que garantizara la participación en el gobierno de las universidades los diversos intereses sociales: el Consejo social.

En su composición, la representación de intereses sociales –entre los cuales se señalaban preceptivamente los sindicales y empresariales del ámbito territorial de la Comunidad Autónoma- es mayoritaria frente a la de la propia universidad. Las funciones que está llamado a desempeñar son de contenido principalmente económico: promover la colaboración de la sociedad en la financiación de la Universidad; aprobar su presupuesto y programación plurianual –a propuesta de la Junta de Gobierno; supervisar las actividades de carácter económico y el rendimiento de sus servicios. Desde esta última perspectiva, Tardío64 advierte de su configuración de órgano de control, entrañando el riesgo de convertirse –solapadamente- en un ente fiscalizador, de y en la Universidad, de la Administración autonómica que la financia.

En la STC 26/1987, el Tribunal entendió que su existencia no atentaba contra la autonomía universitaria y confirmó la opción del legislador en relación con una composición del mismo mayoritariamente representativa de los intereses sociales. Sin embargo, advirtió que dicha proporción “impide que se atribuyan al Consejo Social decisiones propias de la autonomía universitaria”. En particular, las referidas al ejercicio de funciones estrictamente académicas (FJ 9a).

En general, no se han planteados objeciones de enjundia a la existencia de este órgano ni al perfil que legislativamente se le otorgaba. Torres Muro sí que, sin embargo, ha criticado el recorte significativo de sus competencias en la STC 26/1987 (también Meilán65), preguntándose si esta limitación no iba a entorpecer una evolución de este órgano que el mismo autor califica de ‘lógica’: “la de que participen en el Gobierno de la Universidad quienes son los primeros destinatarios de sus servicios y quienes son sus principales financiadores”66. Ahora bien, ya advierte Pons67, que dependiendo de cómo se produzca esta posibilidad de ampliar su operatividad –incrementando sus campos de intervención o convirtiéndolo en un órgano de gestión integral de la Universidad- se generaría el peligro de la creación de una administración

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paralela a la administración universitaria. En otro sentido completamente distinto, Loperena68 ha echado en falta la previsión normativa de resolución de conflictos positivos de atribuciones entre el propio Consejo y otros órganos de gobierno de la Universidad; o, incluso, la asignación al Rector de la Universidad un rol más importante que el ser un mero vocal.

3.2.4. Elaboración de los Planes de Estudio y diseño de asignaturas
  1. Sobre las facultades de la Universidad en relación con la elaboración y aprobación de los plantes de estudio69, a pesar de ser objeto de análisis en las SSTC 187/1991, de 3 de octubre o 155/1997, de 29 de septiembre, ha constituido el objeto central del pronunciamiento contenido en la STC 103/2001, de 23 de abril. En ella, el Tribunal parte de dos consideraciones previas antes de entrar a determinar el concreto alcance de la autonomía universitaria en este ámbito.

    Por una parte, constata la diferenciación, por parte del legislador, entre elaboración y aprobación de planes de títulos oficiales válidos en toda España y de títulos o diplomas de cada Universidad. Mientras que en estos últimos, el legislador no impuso la sujeción a directrices ni a ulteriores controles, en relación con los primeros, la universidad ejerce sus competencias en el marco de las "directrices generales" dictadas por el Gobierno y sometiéndose a un trámite de homologación por parte del Consejo de Universidades (FJ 4). Trámite que implica el ejercicio de un cierto control de legalidad –verificación de la actuación de la Universidad al marco establecido por las directrices gubernamentales- (FJ 8).

    Y por la otra, entiende que no todos los posibles contenidos de un plan de estudio están protegidos por igual por el derecho a la autonomía universitaria: tan sólo integran esta competencia todas aquellas facultades que son instrumentales a las libertades académicas, que se erigen en el fundamento último de esta autonomía (FJ 5 y 7). De ahí que se puedan identificar “distintos grados de intensidad del derecho a la autonomía universitaria, en relación con los diferentes contenidos de los planes de estudio”. La autonomía universitaria alcanza una mayor intensidad, según el Tribunal, “cuando se trata de fijar lo que debe ser enseñado, estudiado e investigado; esto es, los contenidos de las materias o asignaturas que son objeto de la labor docente, discente e investigadora. Pero incluso aquí el derecho a la autonomía universitaria no es absoluto sino que encuentra su límite en la fijación, por el Estado, del bagaje indispensable de conocimientos que deben alcanzarse para obtener cada uno de los títulos oficiales y con validez en todo el territorio nacional”. La fuerza es mucho menor, cuando se refiere a “la ordenación formal de los planes de estudio conducentes a títulos nacionales: tipología de materias; máximos y mínimos de determinadas clases de materias; ciclos de enseñanza; combinación de enseñanzas teóricas y prácticas” (FJ 5).

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  2. Por lo que respecta a la determinación de las asignaturas en dichos planes de estudio, el Tribunal entendió que una de las limitaciones adicionales a la competencia universitaria de elaboración y aprobación de los planes de estudio, la constituía “la determinación por el Estado del bagaje indispensable de conocimientos que deben alcanzarse para obtener cada uno de los títulos oficiales y con validez en todo el territorio nacional”. Y, en conexión con estas facultades, podía “imponer en los Planes de Estudio las materias cuyo conocimiento considere necesario para la obtención de un título concreto, sin perjuicio de que a cada Universidad corresponda la regulación y organización de la enseñanza de esas materias” (STC 187/1991, de 3 de octubre, FJ 3); así como su equiparación en cuanto al número de créditos a otras asignaturas STC 155/1997, de 29 de septiembre, FJ 3.

4. Recapitulación

Tiene razón Cámara70 cuando afirma que no es una tarea fácil la de trabar un discurso sobre la sustancia de la Universidad y su autonomía, sobre todo si este concepto, con fuerte raigambre histórica, le viene inevitablemente asociado en forma casi automática. De entrada, porque cuando te aproximas a su significado constitucional se tiende a partir, en muchas ocasiones, de posiciones maximalistas que llevan a idealizar la institución y la autonomía que se predica de la misma. Y, al final, se acaba por identificar una realidad muy distinta. Realidad que fue tempranamente avistada por algunos autores. La opinión más desalentadora era expresada por Garrido Falla en sus Comentarios a la Constitución,71 al augurar que esta autonomía reconocida por la Constitución a la Universidad le reportarían las “posibilidades de resurrección que puedan atribuirse a un cadáver”. T. R. Fernández y Sosa, más comedidos, calificaron, esta autonomía universitaria como un “mito”.

Y es que, ciertamente, las facultades de intervención de las universidades en la gestión de los intereses que le son propios ha quedado extremadamente mermada –si es que ha existido alguna vez más allá de su formulación teórica- con las facultades de intervención que tanto el Estado como las Comunidades Autónomas han asumido en este ámbito. En prácticamente todos los contenidos que había reconocido como propios y esenciales de la autonomía universitaria, el Tribunal Constitucional se ha encargado de ir desglosándolos pormenorizadamente hasta encontrar resquicios que habilitaban al Estado o la Comunidad Autónoma a intervenir, con la consiguiente disminución del campo de actuación de las propias Universidades.

Y es que, en el fondo, esta concepción de la Universidad y de su autonomía como un ‘mito’ arrastra un lastre: el que constituye un punto de partida, si no errado, sí errático. Como ya

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en su día puso de manifiesto Loperena72, la Universidad como institución ha sido fagocitada por el ámbito educativo al cual refiere sus funciones. De esta manera, no se separa la institución de su función educativa limitando, en exceso, el ejercicio de una autonomía cuya mayor presencia habría de darse en el ámbito de la organización y el gobierno de las universidades.

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[1] Ángel Sánchez Blanco realizó un completo y detallado análisis comparativo entre la regulación que, en materia de universidades, se contenía en la ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y la que integró la LRU en 1983. Ver “Introducción al constituyente universitario español. De la ley general de educación de 1970 a la ley de reforma universitaria de 1983”, Revista de Administración Pública, núm. 117, 1988, págs. 261-319.

[2] M. Ramírez realiza un sumario repaso histórico en “La Universidad en el constitucionalismo histórico español”, Revista de Derecho Político, núm. 81, 2011, págs. 243-252.

[3] “La autonomía universitaria en la jurisprudencia constitucional española” publicado en la obra colectiva La democracia constitucional. Estudios en homenaje al profesor Francisco Rubio Llorente, Vol. I, Congreso de los Diputados, Madrid, 2002, págs. 707-708 y La autonomía universitaria. Aspectos constitucionales, CEPC, Madrid, 2005, págs. 8-15.

[4] Ver “Autonomía política y autonomía universitaria”, Revista del Departamento de Derecho Político, núm. 5, 1979-1980, pág. 79.

[5] “La autonomía universitaria en España”, en la obra colectiva citada La democracia en España. Estudios en Homenaje al profesor Francisco Rubio Llorente, pág. 689. El autor precede esta consideración con un breve análisis de la trayectoria normativa del régimen de las Universidades en España desde los inicios del liberalismo, a principios del siglo XIX; ver págs. 679-681.

[6] Completa, de esta manera, una idea de E. García de Enterría (“La autonomía universitaria”, Revista de Administración Pública, núm. 117, 1988, pág. 11), que cita en la nota a pie 4 de “La autonomía univesitaria desde una perspectiva constitucional”, Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, núm. 3, 1999, pág. 370.

[7] “La autonomía universitaria”.

[8] “Libertad científica y organización universitaria”.

[9] Abordando temas más específicos pero igualmente vinculados a lo que será el contenido de la autonomía universitaria, también debe citarse el trabajo de J.Mª Baño León, “Las potestades normativas de las Universidades”, Revista Aragonesa de Administración Pública, núm. 11, 1977.

[10] Esta publicación, en España, trae su origen en la ponencia presentada en un Congreso sobre investigación educativa celebrado el año 1977 en la ciudad de Granada.

[11] En “La autonomía universitaria y la autonomía de las Comunidades Autónomas” que aparece en la obra colectiva La Universidad pública y su régimen jurídico, Lex Nova, Valladolid, 1999, pág. 62. –trabajo que con el mismo título aparece publicado en la Revista de Administración Pública, núm. 146, 1998.

[12] Cit., pág. 89.

[13] “Algunas reflexiones sobre la autonomía universitaria”, Civitas. Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 35, 1982, págs. 550, 551, 552 y 555.

[14] Ibidem, págs. 552-553.

[15] La Autonomía universitaria: ámbitos y límites, Civitas, Madrid, 1982.

[16] “Comentario al artículo 27 de la Constitución española”, en Alzaga Villaamil, O. (Dir.), Comentarios a las leyes políticas: Constitución española de 1978, Edersa, Madrid, 1983, pág. 197.

[17] “En torno al concepto de Autonomía universitaria (A propósito de algunos caracteres del régimen universitario español. En especial, sus implicaciones funcionariales)”, Civitas. Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 51, 1986, págs. 372, 377 y 389.

[18] Ibidem, págs. 370 y 371.

[19] La Universidad española. Claves de su definición y régimen jurídico institucional, Universidad, Valladolid, 1989, 141.

[20] En la sentencia 235/1991, de 12 de diciembre, el Tribunal señala a la Universidad como sujeto titular del derecho. No constituye, sin embargo, un cambio de doctrina con respecto a lo establecido en su anterior jurisprudencia. El Tribunal realiza esta afirmación en la resolución de un conflicto de competencias en el que se dilucidaba si una de las partes implicada –las Comunidades Autónomas de Cataluña y País Vasco- podían arrogarse el papel defensor de la autonomía prescrita en el art. 27.10 de la Constitución en relación con una regulación estatal. El Tribunal considera que “la configuración constitucional de la autonomía universitaria es la propia de un derecho fundamental (art. 27.10), cuya titularidad ostentan las Universidades, por lo que la legitimación originaria para la defensa de dicha autonomía tan sólo a ellas les asiste (y no al Estado ni a las CC.AA.) a través del recurso de amparo, habiéndose de excluir, por tanto, la posibilidad de que otros Entes distintos a las Universidades puedan, en el ámbito de este proceso constitucional, reivindicar para sí el ejercicio de competencias fundamentado exclusivamente en la autonomía universitaria” (fj 1A)

[21] El trabajo lleva por título “La autonomía universitaria en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional” y aparece en el Tomo II (De los derechos y deberes fundamentales), Madrid, 1991, págs. 1199-1211.

[22] Para Jesús Leguina en la tesis defendida por el Tribunal en la STC 26/1987 “late la idea que cuando los textos normativos, y de forma singular las normas constitucionales, de apartan de las categorías dogmáticas al uso, son éstas las que deben revisarse para su adaptación a los textos y no a la inversa”; cit. pág. 1200.

[23] La autonomía universitaria, Publicaciones de la Universidad, Barcelona, 2001, págs. 168-169.

[24] La autonomía de las universidades como derecho fundamental: La construcción del Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 1991, pág. 100

[25] Más allá de las breves consideraciones en torno a la titularidad, realizadas en el texto del trabajo, es recomendable acudir al estudio pormenorizado que realiza Eva Pons en la monografía citada, págs. 180-194.

[26] Ver el citado trabajo de 2002, págs. 744-746 y de la monografía de 2005, págs. 131-ss.

[27] “El sistema institucional de investigación científica y la Universidad. Una aproximación al modelo español”, Revista de Administración Pública, núm. 118, 1989, pág. 157.

[28] “La autonomía universitaria en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional”, cit., págs. 1203.

[29] En “El contenido del derecho a la autonomía universitaria en la ley orgánica de universidades”, Revista Vasca de Administración Pública, núm. 70, 2004, págs. 11-ss; “órganos de gobierno y representación en la Universidad. La autonomía política como parte de contenido esencial del derecho fundamental a la autonomía universitaria”, en Gobierno y Constitución. Actas del II Congreso de la Asociación de constitucionalistas de España, Tirant lo Blanc, Valencia, 2005, págs. 307-ss y “El derecho fundamental a la autonomía universitaria en la legislación española actual”, en Derecho Constitucional para el siglo XXI, Tomo I, Aranzadi, Pamplona, 2006, págs. 1261-ss.

[30] “El derecho fundamental a la autonomía universitaria”, Revista Vasca de Administración Pública, núm. 22, 1988, págs. 159-161.

[31] Cit., págs. 79-ss.

[32] “La reforma de la LRU. Algunas cuestiones políticamente poco correctas”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, núms. 22-23 (monográfico sobre “Autonomía universitaria y libertad de cátedra”), 1998, nota a pie 1, pág. 151.

[33] Cit., págs. 675-679 y 682-ss.

[34] “Sobre la autonomía de las universidades para la selección de su profesorado”, Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 27, 1980, pág. 641.

[35] Cit., pág. 50.

[36] “La autonomía universitaria”, Revista de Administración Pública, núm. 117, 1988, págs. 12, 13 y 14.

[37] Cit., págs. 147-148.

[38] “Reflexiones a favor de una concepción funcional de las libertades de la enseñanza. Una perspectiva diferente con la que abordar el diseño del sistema educativo”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, núm. 22-23, 1998, pág. 125.

[39] Monografía citada, pág. 142.

[40] “La autonomía universitaria. (Un mito que confiere poder)”, en Comentario a la ley orgànica de universidades, Civitas, Madrid, 2009, pág. 104.

[41] Cit., págs. 373 y 374. En este mismo sentido, también se pronuncia Joaquín Martín, “Sobre el fundamento de la autonomía universitaria en la Constitución española de 1978”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, núm. 8, 1994, págs. 111.

[42] Cit., pág. 641.

[43] Cit., pág. 109.

[44] Se ha omitido conscientemente en este trabajo cualquier referencia a las relaciones entre el derecho a la libertad de cátedra y la autonomía universitaria. Relaciones que son ampliamente estudiadas, entre otros muchos, en los trabajos de E. Expósito, La Libertad de Cátedra, Tecnos, Madrid, 1995; B. Lozano Cutanda, La Libertad de Cátedra, Marcial Pons, Madrid, 1995; los estudios de M. Peset ya citado, de T. Freixes, “Los problemas de la libertad de cátedra” y de M.J. Cando “Algunos aspectos polémicos de la libertad de cátedra: a propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional 179/1996, de 12 de noviembre”, publicados en el núm. 22-23 de los Cuadernos Constitucionales de la Càtedra Fadrique Furió Ceriol, en 1998; C. Rodríguez Coarasa, “Libertad de Cátedra y Autonomía universitaria. Algunas reflexiones a la luz de la jurisprudencia constitucional”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, núm. 94, 1999-2000 o C. Vidal, La libertad de cátedra. Un estudio comparado, CEPC, Madrid, 2001 y, del mismo autor, “Libertad de cátedra y organización de la docencia en el ámbito universitario”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 84, 2008.

[45] Cit., págs. 703-704.

[46] Cit., pág. 374.

[47] Cit., págs. 549 y 551-552.

[48] Esta cuestión ha sido ampliamente analizada en los trabajos de A. Embid sobre “Autonomía universitaria y autonomía política” –en los que el autor pone de manifiesto la poca atención que ha recibido el tema del reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en materia universitaria- y en la monografía de E. Pons (págs. 312-358). Ver también el trabajo de A. Nogueira López, “Distribución de competencias y organización administrativa en materia de universidades”, en Comentarios a la Ley orgánica de Universidades, cit., págs. 129-ss.

[49] Son, además, títulos a los que expresamente alude el Tribunal en su STC 131/1996, de 11 de julio.

[50] Cit., págs. 52, 54 y 62.

[51] La densidad y complejidad del tema –considerando además la reforma en ciernes con el Estatuto del personal docente e investigador de las Universidades Públicas españolas- hace inabarcable, ni siquiera una brevísima referencia en esta crónica. Para mayor abundamiento ver los estudios, entre otros, de Juan M. Trayter, “El régimen jurídico del profesorado universitario: la jurisprudencia del Tribunal Constitucional acerca de su reparto competencial y algunas consecuencias sobre el derecho vigente”, Autonomías. Revista Catalana de Derecho Público, núm. 17, 1993; A. Nogueira López, “El nuevo marco competencial del profesorado universitario”, Revista de Administración Pública, núm. 163, 2004; L. Ortega, “Régimen del personal docente e investigador”, en Comentarios a la ley orgánica de universidades, cit., págs. 369-ss o J.Mª Souvirón Morenilla, “Perspectivas de reforma en el régimen del profesorado universitario”, Revista Vasca de Administración Pública, núm. 86, Vol. II, 2010.

[52] Monografía citada, págs. 203-204.

[53] Cit., pág. 386.

[54] Concretamente en el estudio citado publicado en el año 1982, págs. 560-561.

[55] “La Autonomía universitaria: límites y posibilidades en relación con la reciente jurisprudencia constitucional y ordinaria”, Autonomías. Revista Catalana de Derecho Público, núm. 17, 1993, págs. 15-16.

[56] En el trabajo publicado en 2002, pág. 733 y en la pág. 70 de la monografía de 2005, citando el estudio de J.R. Chaves García, “Posición y valor de los Estatutos de las Universidades en el ordenamiento jurídico”, Actualidad Administrativa, núm. 25, 1991, pág. 329.

[57] A la doctrina contenida en esta sentencia se remite el fundamento jurídico único de la STC 132/1990, de 17 de julio, que resuelve una cuestión de inconstitucionalidad con idéntico objeto que la dirimida en la citada resolución.

[58] Monografía cit., pág. 205.

[59] Cit. pags. 697-698.

[60] Publicado en Autonomías. Revista Catalana de Derecho Público, núm. 23, 1998, pág. 214.

[61] Cit., págs. 551-552.

[62] Publicado en la obra colectiva Comentario a la Ley Orgánica de Universidades, Madrid, 2009, págs. 205-250.

[63] Ver su trabajo de 2002, pág. 739.

[64] Cit., pág. 1019.

[65] Cit.. pág. 375.

[66] Trabajo de 2002 cit., págs. 727-730 y en la también citada monografía de 2005, págs. 81 a 92 en las que alude al funcionamiento y régimen jurídico de órganos similares en el derecho comparado.

[67] Monografía cit., págs. 306-307.

[68] “El marco de la Autonomía universitaria tras la STC 26/87, de 27 de febrero”, Revista Vasca de Administración Pública, núm. 21, 1988, pág. 15.

[69] Ampliamente estudiadas por Julio V. González García, “Ordenación de las enseñanzas universitarias”, en Comentarios a la ley orgánica de universidades, cit., págs. 637-ss.

[70] Cit., pág. 671.

[71] De esta obra (Madrid, 1980), ver el comentario al artículo 27 de la Constitución, págs. 337-354.

[72] Cit., págs. 24 y 25.

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