La justicia como valor Constitucional: dimensión jurídica de la democracia
Autor | Eusebio Fernández García |
Páginas | 111-125 |
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Es un acierto de nuestra Constitución (1978) el haber propugnado en su art. 1º la justicia como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, junto a la libertad, la igualdad y el pluralismo político. Valores que cobran sentido en el ámbito de un modelo de Estado de Derecho: democrático y social, cuya ordenación también se proclama en el mismo artículo.
La Constitución parte, y al mismo tiempo impulsa, un modelo de ciudadanía democrático, a pesar de que las realizaciones de la democracia española como la de todas las democracias existentes, se han quedado muy por debajo de las esperanzas y promesas iniciales. El modelo de ciudadanía constitucional es plural, flexible y participativo. Se inspira en el reconocimiento de la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes (según reza el art. 10.1) y sólo encuentra límites, en su actuación, en el respeto a la ley y los derechos de los demás.
Al mismo tiempo, la Constitución española garantiza todos los principios básicos del Estado de Derecho (art. 9, puntos 1 y 3) y confía, a la vez que obliga, a los poderes públicos "promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas", a "remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud" y a "facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social" (art. 9, punto 2).
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Estado social y democrático de Derecho, democracia política, económica, cultural y social y función promocional del derecho conforman, pues, el valor de la justicia como valor y aspiración constitucionales.
La segunda parte del Título de mi trabajo viene a determinar, y acotar, que ese ideal de justicia es, y debe ser al mismo tiempo, la inspiración de la legalidad estatal que afecta, principalmente, a las instituciones y poderes públicos y, por tanto, se convierte en la dimensión jurídica de la democracia.
En otros trabajos míos anteriores, y al tratar el tema de las relaciones entre ética y política, he enfatizado la idea de la moralización de la política por medio del Estado de Derecho242. Esa moralización de la política de la que hablo no se produce de manera automática al haber optado por las instituciones del Estado social y democrático de Derecho. No es así, porque se parte del presupuesto de que la relación entre ética y política es una relación en continua tensión. Esta idea, o perspectiva dialéctica, la he tomado del concepto de pluralismo defendido por I. berlin243y, sobre todo, de J. L. López Aranguren quien en su libro "Ética y política" señala la necesidad de una comprensión dramática de las relaciones entre esos dos ámbitos de la existencia humana, lo que quiere decir, escribe, "afirmación de una compatibilidad ardua, siempre cuestionable, siempre problemática, de lo ético y lo político, fundada sobre una tensión de carácter más general: la de la vida moral como lucha moral, como tarea inacabable y no como instalación de una vez por todas, en un status de perfección. Comprensión dramática y no trágica equivale a decir que la tensión se pone no en el plano metafísico sino en el moral"244.
Esto explica que en la primera parte de este trabajo las reflexiones de Aranguren sean tratadas con prioridad y justificada extensión.
La moralización de la política a través del Derecho, de eso trata al fin y al cabo la dimensión jurídica de la democracia, afecta, sobremanera, a las instituciones. Y estas giran sobre todo en torno a tres tipos de instituciones: a) las que convierten al Estado en un Estado de Derecho (imperio de la ley, división de poderes, legalidad de la Administración y control judicial), b) las que reconocen y garantizan el libre ejercicio de los derechos humanos fundamentales y c) las que realizan y construyen las reglas de juego de un sistema de participación democrática.
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Todo esto tiene bastante que ver con la idea de J. Habermas de la posibilidad de realizar la legitimidad por vía de la legalidad. El Derecho, indica este autor, nunca se desconecta de la moral y la política: "el Derecho ni siquiera al convertirse en político rompe sus relaciones internas con la moral", "el Derecho se sitúa entre la política y la moral"245.
Sin embargo, la justicia constitucional y la dimensión jurídica de la demo-cracia no conciernen solo a las instituciones (Estado); precisan de ciudadanos (sociedad civil) comprometidos con el sistema y que reconocen y aceptan la autoridad moral de su Estado y su Derecho. Una vez más Aranguren, cuando España no era un país democrático pero también en la España democrática, llamaba la atención sobre ese dato imprescindible al escribir: "La democracia, como forma institucionalizada de moralización del Estado, no es nada fácil de hacer durar. Requiere de un dispositivo técnico-jurídico del que, como hemos visto, se ocupó Montesquieu, y que ha de mantenerse siempre a punto. Requiere el reconocimiento legal de unas libertades (de prensa y, en general, de expresión, de asociación etc.). Requiere la existencia de unas minorías que den conciencia, ilustración y moción política a las masas. Requiere, en fin, la voluntad moral de la democracia"246.
Si tenemos en cuenta el papel, igualmente imprescindible, para mantener viva la democracia constitucional (como régimen político que ha incluido en su formación exigencias justas) de los ciudadanos e instituciones, y se me preguntara qué nombre dar a esta teoría de la justicia, mi respuesta sería una Teoría contractualista de la justicia. Se trata de una teoría igualmente alejada de la justicia defendida por el iusnaturalismo ontológico (orden natural justo) que de la justicia como idea convencional y relativista a la manera kelseniana. Hace ya varios años escribí que "La Teoría contractual de la justicia es un principio de legitimidad democrático más exigente. Según éste, para hablar de una sociedad, un sistema político o un ordenamiento jurídico suficientemente justo, es preciso cumplir dos requisitos: el primero que podría denominarse de legitimidad de origen, enuncia que las instituciones sociales y políticas deben construirse tal como si se estuviera llevando a cabo un contrato entre individuos autónomos, libres y en situación de igualdad; el segundo añade que el contenido y marco del contrato es la mejor forma de hacer efectivos los derechos morales de los individuos (derechos personales, cívico-políticos y económicos, sociales y culturales) y contaría como legitimidad de ejercicio.
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Queda, por tanto, claro que los derechos morales son previos al contrato y que se ejercen «a través» de éste"247.
Y si hemos de hablar de Teoría contractualista de la justicia, no cabe otra cosa que la mención imprescindible a la Teoría de la justicia elaborada por John Rawls y desarrollada en sus importantes libros. Por esta razón, la Tercera parte de este trabajo se dedica a recordar algunas de sus contribuciones.
En la Introducción a sus "Lecciones sobre historia de la filosofía política"
J. Rawls escribe algo que en mí trabajo está, creo, muy asumido: "un régimen legítimo es aquel cuyas instituciones políticas y sociales resultan justificables para toda la ciudadanía -todos y cada uno de ellos- porque van dirigidas a su razón, tanto la teórica como la práctica... Esta exigencia de justificación ante la razón de cada ciudadano y ciudadana entronca con la tradición del contrato social y con la idea de que un orden político legítimo descansa sobre el consentimiento unánime"248.
La teoría rawlsiana de la justicia como equidad no solamente ha significado una gran aportación a la reflexión moral, política y jurídica contemporáneas, sino que sigue siendo inexcusable de tener en cuenta siempre que nos pongamos a la tarea de establecer unos criterios de justicia para la estructura y contenido de las instituciones sociales, económicas, políticas y jurídicas. Si cualquier teoría de la justicia es necesariamente una teoría de la libertad y la igualdad, siempre se encontrará en la obra de J. Rawls análisis de ideas de interés al respecto. Su liberalismo es el que más concuerda políticamente con lo más preciado de la ilustración occidental; su liberalismo igualitario refuer-
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za lo más progresista del Estado social y democrático de Derecho. Creo que Amartya Sen en su reciente obra "La idea de la justicia", a pesar de reconocer la influencia de J. Rawls en él y de dedicarle el libro, no hace justicia (nunca mejor dicho) a algunas aportaciones de J. Rawls. El cambio de rumbo en la investigación de la justicia que él propone se basa en una exagerada contraposición entre teorías preocupadas por la creación de "instituciones perfectamente justas" y teorías dedicadas a promover "realmente" la justicia249.
Las referencias que él también hace al "comportamiento efectivo de la gente"250, como argumento de autoridad frente a los principios de justicia rawlsianas, dan a entender, y por eso se devalúa su importancia, que éstos viven en un platónico mundo de las ideas ajeno a la vida de los humanos. Tampoco parece que J. Rawls, que en algunos puntos no ha podido o querido evitar ciertas indeterminaciones de su teoría, no haya tenido en cuenta la multidimensionalidad de los espacios de la libertad y la igualdad251.
En definitiva, algunas de las críticas que A. Sen dirige a las teorías contractualistas, y en concreto a la justicia como equidad de J. Rawls, no me parecen adecuadas debido a que parten de un supuesto bastante ficticio: el de que existe una rotunda falta de conexión entre lo que denomina "el institucionalismo...
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