La constitución del patrimonio protegido: estudio comparado de la Ley 41/2003 y del libro II del código civil de Cataluña

AutorFelisa-María Corvo López
Páginas237-268

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Nos proponemos analizar las diferencias existentes entre el régimen de constitución del patrimonio protegido de las personas con discapacidad propuesto por la Ley 41/2003, de protección patrimonial de las personas con discapacidad, y el contemplado por el Libro II del CCCat. a fin de determinar si la norma catalana permite superar los problemas suscitados por la regulación estatal.

1. Elementos subjetivos
1.1. El beneficiario
1.1.1. Concepto de discapacitado

A tenor de lo dispuesto en el art. 2.1 de la Ley 41/2003: «El patrimonio protegido de las personas con discapacidad tendrá como beneficiario, exclusivamente, a la persona en cuyo interés se constituya, que será su titular». Esta persona no es otra que el discapacitado y, según el art. 2.2, a los efectos de esta Ley, tendrán la consideración de personas con discapacidad únicamente: a) las afectadas por una minusvalía psíquica igual o superior al 33 por 100, y b) las afectadas por una minusvalía física o sensorial igual o superior al 65 por 100. Dichos grados de minusvalía deberán acreditarse mediante la correspondiente certificación administrativa1 o, en su caso, por

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resolución judicial firme (art. 2.3)2. Esto significa que la determinación del concepto de discapacitado se desvincula por completo del concepto de inca-pacitado y tiene carácter puramente administrativo; en otras palabras, la discapacidad no se vincula con la concurrencia de las causas de incapacitación previstas en el art. 200 CCEsp.; no es preciso que el beneficiario del patrimonio protegido se encuentre previamente incapacitado por sentencia judicial. Como señala García Pérez, «la protección que dispensa la creación de un patrimonio protegido no depende de la incapacitación judicial del discapacitado, sino que va más allá de la institución que hasta ahora ha centrado los esfuerzos tuitivos (de carácter personal y patrimonial) en el ámbito civil»3.

Varios son los interrogantes que ha suscitado este precepto.

El primero tiene que ver con la posibilidad de constituir un patrimonio protegido a favor de un incapacitado judicialmente que no cuente con resolución administrativa de discapacidad. En nuestra doctrina, parece preponderar una postura favorable a la asimilación del supuesto de la discapacidad intelectual con el del incapacitado judicialmente. Seda Hermosín, por ejemplo, opina que, como la sentencia de incapacitación determina los actos que puede realizar por sí solo el discapacitado y los que deben ser ejecutados con la intervención de los padres, tutor o curador, pero no se pronuncia sobre el grado «médico-administrativo» de discapacidad, el notario deberá autorizar la escritura de constitución del patrimonio protegido en el supuesto descrito por dos motivos: 1) la ley pretende beneficiar al discapacitado, máxime si está judicialmente incapacitado; 2) la práctica nos demuestra que los judicialmente incapacitados tienen un grado de discapacidad muy superior al establecido como mínimo en la ley4. En la misma línea discurre el pen-

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samiento de García Pérez, quien, tras comprobar que en otros ámbitos la discapacidad y la incapacidad han sido equiparadas5, afirma que «no hay inconveniente en considerar a la persona incapacitada judicialmente como discapacitado que tiene el grado de minusvalía exigido legalmente para ser titular y beneficiario de un patrimonio protegido, con independencia de que cuente o no con la certificación administrativa acreditativa de un determinado porcentaje de minusvalía». Desde su punto de vista, «si la Ley 41/2003 tiene como destinatarios a quienes padecen un grado de minusvalía que no les resta facultades de autogobierno, con mayor razón estarán incluidos en su ámbito subjetivo aquellos a quienes la minusvalía les impide gobernarse por sí mismos»6. Por su parte, Jiménez París distingue en función de que el incapacitado se encuentre sujeto a tutela o a curatela. En su opinión, «todo incapacitado y sometido a tutela tendrá la consideración de discapacitado psíquico, pues padecerá una minusvalía psíquica de al menos el 33 por 100, aunque no le haya sido reconocida administrativamente»; por ello, aunque la ley no lo diga expresamente, defiende la posibilidad de constituir un patrimonio protegido en beneficio de un sujeto a tutela, sin certificación administrativa de minusvalía. En el caso de que el incapacitado estuviera sujeto a curatela, entiende, en cambio, que no podría considerársele automáticamente como discapacitado psíquico, pues la minusvalía que motivó su constitución pudo ser inferior a un 33 por 1007. No obstante, no faltan autores que, movidos por una interpretación más literal del art. 2, sostienen que solo el discapacitado con certificado de minusvalía puede ser beneficiario de un patrimonio protegido. Es el caso de Moretón Sanz8 e incluso de Gallego Domínguez, quien, en buena lógica, propugna de lege ferenda una reforma en virtud de la cual también el simplemente incapacitado judicialmente pueda ser beneficiario del referido patrimonio9.

Un segundo interrogante viene referido a la posibilidad de constituir un patrimonio protegido a favor de personas que, presentando una discapacidad física y psíquica, no alcanzan los mínimos exigidos con carácter individual para cada una de ellas, pero sumadas superan el mínimo numérico exigido (p. ej., persona que presenta una discapacidad física del 50 por 100 y una psíquica del 15 por 100). Tal supuesto, a nuestro modo de ver, cae fuera

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del marco de la Ley 41/2003, pues, de acuerdo con la misma, solo pueden ser beneficiarios del patrimonio protegido las personas con discapacidad afectadas por unos determinados grados de minusvalía; además, como ha indicado Jiménez París, si admitiéramos la posibilidad de constituir el patrimonio protegido en un supuesto como el planteado correríamos el riesgo de no admitirlo a favor de otro discapacitado que pudiera estar en peores condiciones de autogobierno (p. ej., persona que presenta una discapacidad psíquica del 30 por 100 y una física del 30 por 100)10.

Por último, la doctrina se ha planteado qué sucede en caso de que, habiéndose presentado la correspondiente certificación administrativa, el notario apreciara una capacidad de obrar superior a la acreditada documentalmente11. Siguiendo a Seda Hermosín, creemos que, en este caso, el fedatario tendría derecho a pedir que se revisara la situación y se emitiera una nueva certificación administrativa acreditativa del grado de discapacidad actual, a fin de evitar abusos en la aplicación de la ley. Si esa nueva certificación acre-ditase un grado de discapacidad superior al mínimo legal, el fedatario tendría que autorizar la escritura aun cuando también la estimara errónea12.

La regulación catalana presenta alguna novedad con relación a la norma estatal. En su art. 227-1.1 CCCat. establece, al igual que aquella, que pueden ser beneficiarias de patrimonios protegidos «las personas con discapacidad psíquica igual o superior al 33 por 100 o con discapacidad física o sensorial igual o superior al 65 por 100». Pero seguidamente añade que también podrán serlo «las personas que están en situación de dependencia de grado II o III, de acuerdo con la legislación aplicable». Esta remisión debe entenderse hecha a la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de promoción de la autonomía personal y atención de las personas en situación de dependencia, que define la dependencia como «el estado de carácter permanente en que se encuentran las personas que, por razones derivadas de la edad, la enfermedad o la discapacidad, y ligadas a la falta o a la pérdida de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, precisan de la atención de otra u otras personas o ayudas importantes para realizar actividades básicas de la vida diaria o, en el caso de las personas con discapacidad intelectual o enfermedad mental, de otros apoyos para su autonomía personal» (art. 2.2). El art. 26 de la misma clasifica los grados de dependencia de I a III. El grado II se da en los supuestos de dependencia severa, supuestos en que «la persona necesita ayuda para realizar varias actividades básicas de la vida diaria dos o tres veces al día, pero no quiere el apoyo permanente de un cuidador o tiene necesidades de apoyo extenso para su autonomía personal». El grado III se da en los casos de gran dependencia, es decir, aquellos en que «la persona necesita ayuda para realizar varias actividades básicas de la vida diaria varias veces al día y, por su pérdida total de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, necesita el apoyo indispensable y continuo de otra persona o tiene necesidades de apoyo generalizado para su autonomía personal». Estos grados de de-

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pendencia se clasifican, a su vez, en dos niveles, en función de la autonomía de las personas y de la intensidad del cuidado que necesitan (art. 26.2), mas tales niveles no tienen trascendencia alguna a los efectos de la constitución de un patrimonio protegido; basta con la concurrencia de la gran dependencia o de la dependencia severa. Aunque los baremos que se aplican para graduar la discapacidad y la dependencia son distintos13, convenimos con Álvarez Moreno en que los resultados que se obtengan deben ser similares, ya que el RD 1971/1999 puntúa en...

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