Consideraciones sobre el secreto del proceso inquisitorial

AutorEnrique Gacto
Páginas1631-1654

    «Los casos más claros de identidad entre delitos y pecados se daban en aquel sector en que la ley secular no hacía más que respaldar con su fuerza en el fuero externo preceptos de la ley divina positiva.»

(F. Tomás y Valiente: El Derecho penal de la Monarquía absoluta, Madrid, 1992, pp. 219-220.)

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Uno de los rasgos más llamativo de la jurisdicción del Santo Oficio fue, como es sabido, el secreto observado en la instrucción de sus causas, una peculiaridad que sus detractores han resaltado en todos los tiempos como exponente de unos privilegios tenebrosos que dejaban vía libre a todo tipo de excesos y arbitrariedades, lo que debió contribuir sin duda a incrementar el imponente prestigio social de la Inquisición, proporcionando a la mentalidad colectiva española uno de los tópicos que más contribuyeron a la mitificación popular del organismo y a la consolidación de su fama.

Las reflexiones que siguen, hilvanadas desde la melancolía del recuerdo siempre vivo de Francisco Tomás y Valiente, que tantas páginas magistrales escribiera sobre la historia de nuestro derecho penal y procesal, intentan un acercamiento a la fundamentación jurídica sobre la que vino a legitimarse esta práctica, que iba a condicionar decisivamente la fisonomía característica del procedimiento inquisitorial.Page 1632

1. El punto de partida: el secreto como excepción

La doctrina jurídica medieval, escrupulosamente respetuosa con los principios del proceso romano-canónico, se había preocupado de señalar cuidadosamente los principios básicos del procedimiento a los que, en sus actuaciones, debían ajustarse los tribunales inquisitoriales. La referencia clásica en este sentido nos la proporciona el Directorium Inquisitorum, de Nicolás de Eymerich, escrito en la segunda mitad del siglo XIV, en el que, a propósito del derecho que tiene el reo a una defensa lo más eficaz posible, leemos:

    «Quando enim delatus... crimen diffitetur, et sunt testes contra eum et petit defensiones sibi concedi, sive praesumatur de delati innocentia, sive de eius pertinacia, impoenitentia, et malitia, ad se defendendum admittendus est, ac defensiones iuris sunt ei concedendae, et nullatenus denegandae. Et sic concedentur sibi advocatus, probus tamen et de legalitate non suspectus, vir utriusque iuns peritus, et fidei zelator. Et procurator pariforma, ac processus totius copia, supressis tamen testium et deponentium ac accusantium nominibus, ubi Inquisitor ín conscientia sua videat eisdem grave periculum imminere, si ípsorum nomina proderentur propter potentiam delatorum. Ubi autem non videatur tale periculum imminere, si ipsorum nomina proderentur propter potentiam delatorum, sunt huiusmodi nomina delato in praedicta copia exprimenda, iuxta c. statuta.de haeret. lib.6»1.

La cita es larga pero necesaria, porque agota el pensamiento del más reputado especialista en procedimiento inquisitorial de la Edad Media acerca de una cuestión fundamental para nuestro asunto: la de precisar hasta dónde debían llegar los límites de una defensa jurídicamente correcta del acusado de herejía. La opinión de Eymerich aparece expresada aquí, como en tantos otros pasajes de su obra, con la seguridad propia de quien a su sólida formación jurídica une una larga experiencia en la materia sobre la que discurre: el reo que niega su delito tiene derecho a una defensa que ha de ser respetada siempre, no importa el juicio que, prima facies, el juez hubiera podido formarse sobre él; tanto si lo considera inocente como culpable, debe tener una oportunidad de ser oído y, en consecuencia, ha de disponer de los medios que el Derecho pone a su alcance para rechazar las acusaciones.

Eymerich enumera cuáles son estos medios que a nadie se le pueden negar: en primer lugar, un abogado íntegro, de honradez fuera de toda duda, de probada competencia profesional en Derecho canónico y civil y ferviente defensor de la fe cristiana. Además, un procurador dotado de las mismas cualidades que gestio-Page 1633ne en su nombre los trámites impuestos por el procedimiento. Por último, el juez deberá dar al reo traslado de cuantas actuaciones procesales se hayan producido, para que pueda tener un conocimiento completo de cuál es el contenido de las imputaciones que contra él se han recibido y de quiénes son las personas que le incriminan, denunciantes, acusadores o testigos.

Sólo en un supuesto excepcional el juez puede hacer uso de su prudente arbitrio para limitar el ámbito de estos derechos: cuando estimare en conciencia que, por ser el reo persona poderosa, los deponentes contra él pudieran correr un grave peligro si su identidad llegara a ser conocida. En este caso excepcional, y sólo en él, el inquisidor queda facultado para suprimir toda referencia a la identidad de acusadores y testigos en los papeles que se entregan al procesado.

La fundamentación normativa de esta posibilidad de ocultar al justiciable el nombre de delatores y testigos se encuentra en una disposición del Líber Sextus de Bonifacio VIII que, después de expresar las circunstancias extraordinarias en que puede adoptarse tal providencia, corrobora su anormalidad al advertir: «Cessante vero periculo supradicto, accusatorum et testium nomina, prout in alus sit iudiciis, publicentur.» Abundando en este carácter excepcional de la medida, el pontífice amonesta finalmente a los inquisidores y obispos para que usen de esta atribución con toda prudencia, haciéndoles cargo de que cualquier extralimitación en ella pesará sobre sus conciencias2.

En sintonía con el espíritu de esta ley, Nicolás de Eymerich apela también a la circunspección de los inquisidores y considera que deben aplicar esta facultad con suma moderación porque, a su juicio, sólo en ocasiones muy raras quienes han comprometido al reo con sus declaraciones pueden temer algún daño por parte de él. Para estimar la existencia o no de un peligro en este sentido recomienda considerar la influencia social o la riqueza de la familia del reo pero, sobre todo, su malignidad; porque, como indica la experiencia, los delincuentes más peligrosos son a menudo los más pobres y viles, que están desesperados porque no tienen nada que perder sino una vida miserable, y que suelen estar confabulados con cómplices infames y tan perversos como ellos. EnPage 1634 cuanto al género de la amenaza temida, considera Eymerich que ha de afectar gravemente a la vida, a la integridad física o al patrimonio de los testigos y de sus familiares3.

A partir de este planteamiento, característico del pensamiento jurídico medieval, que asegura un impecable respeto a las garantías procesales de los inculpados, la Inquisición española terminaría convirtiendo en práctica cotidiana de su procedimiento el secreto sobre sus actuaciones, algo que en un principio había nacido con carácter de uso excepcional, extraordinario e infrecuente. Porque al final, como es sabido, en el proceso inquisitorial moderno el reo se enfrenta a la compleja maquinaria de un aparato judicial en cuya dinámica queda enredado sin apenas asistencia técnica, a solas con su conciencia, sumido en la desorientación más completa, sin conocer el contenido de las acusaciones, sin saber tampoco quién las formula, in quiénes las apoyan con su testimonio.

La conveniencia de prevenir ulteriores venganzas ocultando el nombre de las personas que estuvieran dispuestas a declarar contra los sospechosos de herejía había encontrado temprano respaldo en la legislación canónica medieval. Así, Inocencio IV, en su Carta Apostólica Cum negotium, dada en el año 1254, ordenaba no publicar la identidad de los acusadores y testigos que intervinieran en las causas de herejía, «propter scandalum vel periculum quod ex publicatwne huiusmodi sequi posset», sin que el anonimato invalidase la fuerza probatoria de tales testimonios4. Siete años más tarde, Urbano IV dirige a los inquisidores del Reino de Aragón la carta Prae cunctis, que sería publicada en 1265 por el ex inquisidor Guido Fulcodio, recién exaltado al solio pontificio como Clemente IV; en ella se vuelve sobre la cuestión en términos menos perentorios, que dejan entrever claramente la excepcionalidad de la medida: el proceso de herejía -les dice- no quedará afectado de vicio en su tramitación si, por considerar que correrían peligro en el caso de que fueran conocidas, mantenéis en secreto el nombre de lasPage 1635 personas que han de ser examinadas. Si se diera esta circunstancia -pero sólo cuando se diera- el interrogatorio de las mismas se realizará, para que nadie pueda identificarlas, en presencia exclusiva de los inquisidores y de las personas prudentes, religiosas y honestas que suelen aconsejarles a la hora de emitir la sentencia5. En esta Prae cunctis debió inspirarse la norma del Liber Sextus de Bonifacio VIII en la que Eymerich se apoyaba al abordar la cuestión.

La normativa canónica fue tenida en cuenta por los Reyes Católicos y aparece reflejada en sus propios términos en las Instrucciones del Oficio de la Santa Inquisición, dadas en Sevilla el año 1484: habida cuenta del peligro que corren las personas y los bienes de los testigos que deponen sobre el delito de herejía, como se ha podido comprobar ante las agresiones que algunos de ellos han sufrido y que han llegado hasta la muerte, y dado el elevado número de herejes que hay en Castilla y en Aragón, los redactores de las Instrucciones, presididos por Torquemada, acuerdan que «los inquisidores pueden no publicar los nombres o personas de los tales testigos que depusieren contra los dichos hereges»6.

Queda permitido, pues, el anonimato de los denunciantes y testigos, pero sólo en términos de mera...

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