Nuevas consideraciones sobre el ejercicio de la potestad legislativa en Castilla (1475-1598)

AutorBenjamín González Alonso
Páginas693-706

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En un trabajo anterior me ocupé hace algún tiempo de las particularidades que enmarcaron el ejercicio de la potestad legislativa por parte de la monarquía (y consecuentemente la producción de las normas legales) en la Castilla bajomedieval, concretamente desde la época de Alfonso X hasta el final del reinado de Enrique IV1. La claridad y contundencia de los testimonios disponibles obligaron entonces a sostener que los castellanos no sólo no disputaron nunca al monarca la titularidad de la potestad legislativa sino que, por el contrario, la reconocieron expresa y reiteradamente. Fue justamente en lo relativo al ejercicio de dicha potestad donde en cambio surgieron importantes diferencias de criterio entre la realeza y los procuradores de las ciudades reunidos en las Cortes, y donde éstos cosecharon al principio éxitos muy estimables, neutralizados al cabo, sin embargo, por la monarquía.

Los intentos de las Cortes de mediatizar el ejercicio regio de la potestad de dictar normas generales y de conseguir para sí mismas cierta intervención en ese sentido se concretaron, como se indicó en la referida ocasión, en la petición -inatendida- de que el rey lograra antes de legislar el acuerdo de las Cortes; en la pretensión -tácitamente aceptada por la Corona- de que el rey ejerciera en todo caso dicha potestad precisamente en las Cortes, y en la consiguiente y simultánea atribución a los ordenamientos del más alto rango normativo; en la tentativa -que Juan I asumió sin restricciones en las Cortes de Briviesca de 1387- de blindar y tornar invulnerables tales ordenamientos, por la doble vía de su irrevo-Page 694cabilidad salvo por ordenamientos ulteriores y de la declaración de nulidad radical de las cartas regias de tenor contrario al contenido de aquéllos; en la adquisición de facto de la iniciativa legislativa y la paralela atribución -igualmente admitida por el monarca (en este caso por Juan II en 1432)- de carácter legal a los cuadernos de peticiones; en la oposición frontal, en fin -esta vez fracasada-, a la inserción en las cartas regias de las cláusulas «exorbitantes» con las que se materializaba la invocación del poder absoluto.

Mas también hubo oportunidad de comprobar en las páginas que ahora sintetizo que la construcción tan cuidadosa y laboriosamente diseñada por las Cortes quebró en la mayor parte de los extremos de que constaba, minada por la monarquía y por las contradicciones en que en ocasiones incurrieron los propios procuradores. La introducción de normas legales promulgadas por el rey bajo la forma de reales pragmáticas pulverizó por sí sola varias de las conquistas de que se ha dejado constancia, al tiempo que el solemne e incondicional reconocimiento por los representantes de las ciudades en Olmedo en 1445 de la potestad absoluta del titular del trono debilitó sobremanera las posiciones que a ese respecto se habían defendido en repetidas ocasiones, por no decir que supuso la claudicación de las Cortes. A. Iglesia y S. Coronas han recordado en fecha reciente el modo en que, en efecto, los procuradores presentes en Olmedo en 1445 suscribieron literalmente las proclamas absolutistas antaño formuladas con extraordinaria rotundidad por Alfonso X en una ley del Fuero Real reguladora del riepto, en virtud de las cuales «tan grand es el derecho del poder del rey, que todas las leyes e todos los derechos tien so sí, e el so poder non lo ha de los omnes mays de Dios, cuyo lugar tiene en todas las cosas temporales» 2.

Ahora bien, ni la aparición de nuevas normas legales se interrumpió en Castilla al concluir el reinado de Enrique IV, ni los problemas derivados del ejercicio por el monarca de la potestad legislativa cesaron al punto, ni la estructura del ordenamiento jurídico castellano había cristalizado por completo en el momento de producirse la clausura del período trastámara, lo que aconseja prolongar la indagación más allá de diciembre de 1474 y tratar de puntualizar (y de esclarecer) las cuestiones que en este orden de cosas se plantearon en tiempos de los Reyes Católicos y de sus inmediatos sucesores.Page 695

Si nos circunscribimos al cuarto final del siglo XV y al siglo XVI, eligiendo como fecha terminal de nuestra exploración el año del fallecimiento de Felipe II, el primer hecho importante que se debe consignar es de carácter negativo: a lo largo de la época que se acaba de delimitar no se produjo novedad alguna en lo que a la titularidad regia de la potestad legislativa se refiere. Tampoco ahora suscitó este asunto la menor polémica. Antes bien, fue objeto de pronunciamientos inequívocos por parte de los representantes de las ciudades en sentido idéntico al que en su dia quedó registrado en relación con los siglos bajomedievales. Las Cortes reunidas en Valladolid en 1523 -las primeras tras el levantamiento comunero-, afirman que «las leys e costunbres son sujetas a los Reys, que las pueden hazer e quitar a su voluntad, e vuestra alteza es ley viva e animada en las tierras»3. No menos conocido (y profusamente citado) es el pasaje en el que los procuradores de las últimas Cortes del reinado de Felipe II aseguran que «el hacer de las leyes y estatutos ha sido siempre de la suprema jurisdicción del Príncipe» 4. No conozco ninguna declaración de signo contrario.

Así pues, es preferible que nos centremos en el ejercicio de la facultad de dictar leyes, terreno en el que los Reyes Católicos abundaron en principio en el procedimiento que habían modelado los últimos Trastámaras. Es decir, que desde las primeras Cortes del nuevo período, las reunidas en Madrigal en 1476, volvemos a asistir a la regular aparición de los tradicionales cuadernos de peticiones que recogen las súplicas de los procuradores y las correspondientes respuestas del monarca reinante. Cuadernos dotados, como venía sucediendo desde 1432, de indudable carácter legal, como reflejan las cláusulas iniciales y finales de las mentadas Cortes de 1476. A las peticiones de los procuradores, dicen los Reyes Católicos, «nos respondimos disponiendo e ordenando al pie de cada una petición lo que la nuestra merced fue de estatuyr por ley en la forma siguiente»5. Al final se denomina al cuaderno resultante «quaderno de las dichas leyes e ordenanças», que se ordena guardar, cumplir y ejecutar «como leyes generales (...) y que dende en adelante fagan fe e prueva como leyes generales»6.

No nos hallamos, por cierto, ante un asunto baladí, sino ante una materia a la que los Reyes Católicos concedieron considerable importancia y en la que plasmaron su concepción del poder regio, transparente en los preámbulos de los cuadernos de las Cortes de 1476 y 1480, respectivamente. Tanto en Madrigal como enPage 696 Toledo reaparece la doctrina vicarial que (siglos atrás) pusiera en circulación Alfonso X. Dios «hizo sus vicanos a los reyes en la tierra», leemos en el Ordenamiento de 14767. «Tenemos sus vezes en la tierra», repiten los monarcas en 14808. Dios quiere, agregan en el cuaderno de Madrigal, que «esta tal obligación le sea pagada en la administración de la iusticia, pues para esta les prestó el poder. E para la execución della les hizo reyes e por ella reynan» 9. Por eso «queremos -aclaran cuatro años más tarde- esecutar nuestro cargo faciendo e administrando justicia. Lo qual -se añade a continuación- ha menester regla (...). E esta regla es la ley»10. Si la existencia de la ley es conditio sine qua non de la realización de la justicia, y ésta constituye a su vez el objetivo cardinal del oficio regio, la producción de las normas generales precisas para el buen gobierno poseerá, por tanto, una importancia crucial para «quien(es) tiene(n) poder de la(s) fazer»11. De ahí que no resulte indiferente o secundario el modo de ejercitar la potestad legislativa, esto es, de poner a punto el instrumento del que pende la administración de la justicia.

Los Reyes Católicos empezaron, por consiguiente, a ejercer la referida potestad de la manera que lo habían hecho sus antecesores inmediatos: en las Cortes e infundiendo rango legal a los cuadernos de peticiones. También, desde muy pronto, dictando cuadernos de leyes, que reaparecieron en las Cortes de Toledo de 1480 tras una prolongada ausencia. Después de un dilatado período de relativa pasividad, en cuyo transcurso la monarquía había cedido de hecho la iniciativa legislativa a los procuradores de las ciudades, los reyes, impulsados por una actitud francamente reformadora, restablecen la dualidad subyacente a los ordenamientos y resucitan la antigua modalidad de los cuadernos de leyes.

No tardaron, sin embargo, en dar un giro que comunicó el rasgo más característico a su manera de legislar. Me refiero a la aparición de multitud de pragmáticas que, merced a la oportuna invocación del poder absoluto, los monarcas equipararon a los ordenamientos promulgados en las Cortes. No hubo ya en el resto del reinado nuevos cuadernos destacables de leyes ni de peticiones. La copiosa producción legislativa de las décadas finales de la centuria revistió de ordinario la forma de las reales pragmáticas. Su multiplicación no sólo supuso la normalización de un modo de legislar que, sin ser nuevo (puesto que muy probablemente se remontaba a fines del siglo XIV), apenas se había empleado hasta entonces salvo en contadas ocasiones, sino que implicó además tanto el desplazamiento del ejercicio de la facultad de dictar normas generales, su alejamiento de las Cortes y su paralela radicación en el ámbito de la potestad absoluta de la monarquía,Page 697 cuanto la simultánea e inexorable regularización de la inserción de aquellas cláusulas «exorbitantes» tan enérgicamente denostadas por los procuradores a lo largo de la centuria.

A comienzos del siglo XVI, la dicotomía ordenamiento-pragmática ha adquirido carta de naturaleza, como lo demuestran las reiteradas alusiones del cuaderno publicado en Toro en 1505 a «las leyes de los ordenamientos e premáticas», esto es, a las dos clases de leyes que al cabo coexistieron en el...

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