El conocimiento de los hechos

AutorMarina Gascón Abellán
Cargo del AutorCatedrática de Filosofía del Derecho, Universidad de Castilla La Mancha
Páginas11-43
CAPÍTULO I
EL CONOCIMIENTO DE LOS HECHOS
El conocimiento de hechos que se desarrolla en sede judicial se ha conside-
rado muchas veces cuestión incontrovertible. «Los hechos son los hechos y no
necesitan ser argumentados» podría ser el lema de esta tradición. En el fondo
de la misma late una gran con•anza en la razón empírica que hace innecesaria
cualquier justi•cación en materia de hechos: los hechos son evidentes, y lo que
es evidente no necesita justi•cación; incluso si tal evidencia se ha obtenido «in-
directamente», mediante una metodología inductiva.
La a•rmación anterior, sin embargo, ha de ser matizada, pues ni la seguri-
dad en el conocimiento empírico y ni siquiera la idea de que los hechos efecti-
vamente acaecidos constituyen la condición inexcusable para la aplicación del
derecho han estado presentes en todos los modelos judiciales. Durante un tiem-
po, la tarea de lo que hoy llamaríamos construcción de la premisa menor del
«razonamiento» jurídico se apoyó en ritos y procedimientos mágicos o cuasili-
túrgicos en los que estaba ausente cualquier apelación a la razón, incluida la
razón empírica; de manera que atender a los hechos como paso previo a la de-
cisión judicial y con•ar a la observación la determinación de los mismos repre-
sentó un gran paso adelante en la historia de la racionalidad. Pero ha sido un
paso no exento de di•cultades. Aunque en la ideología judicial se haya actuado
tradicionalmente «como si» el juicio de experiencia no necesitara de mayores
justi•caciones, lo cierto es que la historia del empirismo es la crónica de los
intentos y fracasos por encontrar un lugar para el conocimiento empírico en el
ámbito de la racionalidad.
Muchas veces, en efecto, el conocimiento racional se ha identi•cado con la
obtención de certeza absoluta, y esta asimilación ha supuesto una seria di•cul-
tad para que el conocimiento empírico —incapaz de garantizar esa calidad de
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certeza— pudiera revestirse de una aureola de racionalidad. El insistentemente
planteado y siempre irresuelto «viejo problema de la inducción» es la expre-
sión de la incapacidad de las epistemologías empiristas para desprenderse del
objetivo racionalista de alcanzar conocimientos seguros e incontrovertibles. Ha
sido en los dos últimos siglos cuando el imparable avance de las ciencias ha
conducido a un replanteamiento de la idea misma de conocimiento inductivo,
y con ello a una rehabilitación de la racionalidad empírica que constituyó la
base de aquel éxito cientí!co. En concreto, para las nuevas epistemologías em-
piristas, el objetivo del conocimiento inductivo no es ya la búsqueda de certe-
zas absolutas, sino tan sólo de «supuestos» o hipótesis válidas, es decir, apoya-
das por hechos que las hacen «probables». En esto radica su miseria, pero
también su grandeza: se ha restaurado la con!anza en una racionalidad empíri-
ca que, renunciando al objetivo inalcanzable de la certeza absoluta, recupera, a
través del concepto de «probabilidad», un elemento de objetividad.
La recuperación de la racionalidad empírica a través del concepto de proba-
bilidad no carece de consecuencias para la !jación judicial de los hechos. Por
un lado, la declaración de hechos probados ya no puede ser concebida como un
momento místico y/o insusceptible de control racional, como ha sido (y aún es)
frecuente en ciertas ideologías del proceso. Por otro, si el conocimiento induc-
tivo de los hechos no produce resultados infalibles, han de introducirse todas
las garantías posibles (garantías epistemológicas) para lograr una mayor !abi-
lidad en la declaración de los mismos y, en su caso, facilitar su eventual revi-
sión. Todo lo cual desemboca, frente a lo que había sido la tradición, en una
exigencia de motivación.
1. DEL CONOCIMIENTO MÁGICO AL CONOCIMIENTO RACIONAL
Se ha dicho que los juristas siempre han pretendido extender el paradigma
epistemológico dominante al conocimiento del derecho, cuando no al derecho
mismo (PRIETO SANCHÍS, 1987: 19). No es sorprendente por ello que en las eta-
pas más primitivas, dominadas por lo mágico o sobrenatural, el derecho se con-
siderase un trasunto de fuerzas ocultas, el fruto de resortes misteriosos o la ex-
teriorización de una voluntad divina no accesible por completo a la razón
humana y en cualquier caso indiscutible. Y esto, que puede predicarse de las
reglas jurídicas y de las fuentes del derecho, vale también para la tarea de !ja-
ción judicial de los hechos, que a veces se ha mostrado más como una expe-
riencia mística de búsqueda de la verdad o, simplemente, de búsqueda de una
decisión aleatoria o de un dictamen sobrenatural, que como un método con apa-
riencias de racionalidad. Éste es el caso de la ordalía, que, entendida en sentido
amplio (duelo judicial, ordalía, juicio de Dios), «designa cualquier experimen-
to gnoseológico-místico donde se halla postulado un orden oculto del mundo
diagnosticable mediante distintas vías, desde técnicas adivinatorias a una pug-
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na inter duos ad probationem veritatis» (CORDERO, 1981: 468): caminar sobre
brasas incandescentes sin sufrir lesión, recoger una piedra o anillo sumergido
en agua hirviendo, encerrar al acusado y al acusador con una !era y dar la razón
al que resulta indemne, etcétera 1.
La verdad es que sólo con un cierto abuso del lenguaje cabe decir que la
ordalía fuese un procedimiento enderezado al conocimiento de unos hechos
previamente tipi!cados como condición inexcusable de la pena. Más bien cabe
pensar que en ese contexto lo que falta es la idea de «hecho», de conducta ex-
terna y voluntaria como requisito para la imposición del castigo. La confusión
entre delito y pecado y entre pena y penitencia, la idea de que la «desviación»
es más un asunto subjetivo o de carácter que de acciones o comportamientos y
la propia reminiscencia del sacri!cio individual como purga de la culpa colec-
tiva explican que los «hechos» se conciban sólo como un síntoma de que el su-
jeto es acreedor al castigo, y no como la única y exclusiva razón del mismo.
Sea como fuere, la existencia de estas pruebas irracionales en casi todos los
pueblos primitivos, su pervivencia durante la Alta Edad Media e incluso en
épocas posteriores, además de poner de relieve el peso de lo sobrenatural en las
fases iniciales del derecho y la consiguiente asociación entre juicio y rito, acre-
dita también que la comprensión de la actividad judicial en términos de opera-
ción racional o, cuando menos, racionalizable, constituye una cualidad asocia-
da a determinada ideología o cultura jurídica, y no un rasgo conceptual o
de!nitorio de aquélla. Que la culpabilidad o la inocencia dependan del venci-
miento en duelo o del éxito de un experimento natural, que en puridad demues-
tran la fuerza, la destreza o la suerte del reo pero nada a propósito de los hechos
imputados, supone, en suma, romper el nexo entre ilícito y pena y hacer del
proceso un medio que constituye (y no que intenta averiguar) la verdad 2.
En opinión de FERRAJOLI, el modelo de prueba legal o tasada, con la limita-
ción de los medios probatorios y la atribución a cada uno de ellos de un peso o
valor propio, y en conjunto todo el procedimiento inquisitivo, no sería sino una
prolongación lógica y coherente de la prueba irracional o de ordalía 3, y así lo
entendieron también los ilustrados, como BECCARIA o FILANGIERI 4. Tal vez no
1 FILANGIERI [1821: vol. 3, 113 ss.] ofrece un amplio catálogo de estas prácticas «bárbaras y feroces». 113 ss.] ofrece un amplio catálogo de estas prácticas «bárbaras y feroces».ofrece un amplio catálogo de estas prácticas «bárbaras y feroces»..
Asimismo VOLTAIRE, 1995: vol. 2, 483;483; PATETTA, [1890]; H. LÉVY-BRUHL, 1964; y también varios de los tra-
bajos recogidos en VVAA, 1965.
2 Como dice MONTESQUIEU (1985: 359), «nos asombrará comprobar que nuestros padres hicieran de-
pender así el honor, la fortuna y la vida de los ciudadanos, de cosas que tenían menos relación con la razón
que con el azar, y que se valieran continuamente de pruebas que no probaban nada y que no tenían conexión
ni con la inocencia ni con el delito».
3 L. FERRAJOLI, 1995: 135 ss. Análogamente, FURNO (1954: 144 ss.) presenta el primitivo proceso ger-
mánico, basado en los «juicios de Dios», como ejemplo puro de «prueba legal».
4 «(La tortura) este infame crisol de la verdad es un monumento todavía subsistente de la antigua y
salvaje legislación, cuando eran llamadas juicios de Dios las pruebas de fuego y del agua hirviente y la in-
cierta suerte de las armas [...] La única diferencia que hay entre la tortura y las pruebas del fuego y del agua
hirviente es que el resultado de la primera parece depender de la voluntad del reo y el de las segundas de un
hecho puramente físico y extrínseco, pero esta diferencia es sólo aparente y no real» (BECCARIA, 1974: 97).

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