El conflicto del doble matrimonio civil y religioso en el sistema matrimonial español

AutorD. Cándido Conde-Pumpido Ferreiro
Cargo del AutorFiscal

EL CONFLICTO DEL DOBLE MATRIMONIO CIVIL Y RELIGIOSO EN EL SISTEMA MATRIMONIAL ESPAÑOL

Conferencia pronunciada en la Academia Matritense del Notariado el día 17 de octubre de 1985

Por D. Cándido Conde-Pumpido Ferreiro

Fiscal

Excmo. Sr. Decano, Excmos. e Iltmos. Señores Señoras y Señores:

No se puede comparecer en este Foro, que ha escuchado las palabras de tantas y tan grandes figuras del Derecho, sin sentir un encontrado sentimiento de humildad y orgullo. Humildad, por el convencimiento de la propia incapacidad para estar a su altura. Orgullo, por ocupar el lugar que ellos ocuparon. Aunque, en verdad, soy consciente de que esto último, más que a mis méritos, se debe a la buena voluntad de los amigos que me han invitado a inaugurar este Curso de la Academia Matritense del Notariado. Gracias, Sr. Decano, por esa invitación.

Pero aún he de decir que hay algo más que para mí da una especial emoción a esta comparecencia en la Casa de los Notarios madrileños. Vengo de una estirpe de juristas, cuyo fundador, del que además llevo el nombre, fue hasta el fin de sus días Notario de El Ferrol. De mi abuelo, Cándido Conde Fernández, recuerdo sobre todo una cosa: su presunción de que jamás una escritura suya había sido causa de un pleito. Tal vez nazca de ahí mi preferencia por la seguridad jurídica, entre todos los valores del Derecho. Y es precisamente la seguridad jurídica lo que está en juego en la entraña del tema que voy a abordar esta noche.

Es de Carbonier la afirmación de que la monogamia constituye «la piedra angular de la civilización jurídica europea». Y aunque desde un puto de vista histórico-sociológico la afirmación tropiece con la constatación de períodos históricos, en los que al lado del matrimonio subsisten situaciones poligámicas de hecho, reconocidas y reguladas jurídicamente -concubinato, barragania-, es lo cierto que el Derecho occidental se ha preocupado siempre de mantener incólume la vieja fórmula de Gayo: «ñeque eadem duobus nupta esse potest, ñeque idem duas uxores habere».

Si en el terreno de los hechos el castigo penal de la bigamia ha sido una constante a la que no faltan quienes, como VÁZQUEZ Iruzubieta, no sin optimismo, lleguen a considerar que ha tenido más éxito que el adulterio como figura puesta para proteger la fidelidad conyugal, en el aspecto jurídico la negación de efectos al matrimonio bigamo ha constituido el mecanismo utilizado para proteger los derechos civiles derivados del primer matrimonio y que se consideran incompatibles con la existencia simultánea de otra relación jurídica de la misma naturaleza. Pero no siempre la fórmula elegida para evitar esa concurrencia de dos status idénticos e incompatibles ha logrado sus propósitos.

Hasta qué punto ha acertado la reforma introducida en nuestro sistema matrimonial por la Ley 30/1981 en ese trascendental punto de la tutela a ultranza del principio monogámico y la exclusión de efectos del matrimonio celebrado por quien se haya unido por un vínculo anterior no disuelto, es el objeto de esta exposición.

El que España entrara en el ámbito de aplicación del Concilio de Trento, repudiando cualquier intento de secularización del matrimonio y recibiendo el ius canonicum como única normativa reguladora de la institución, hizo que hasta el siglo pasado, en que comenzaron a aparecer los primeros intentos de una liberalización de la sociedad, no pudiera plantearse el problema de la concurrencia de dos matrimonios, celebrados al amparo de legislaciones dispares y reconocidos como vigentes y válidos cada uno conforme sólo a una de ellas, pero inválido para la otra, lo que provocaría situaciones de bigamia de difícil solución.

La Ley de Matrimonio Civil de 1870 no modificó en este aspecto la situación precedente de unidad de legislación aplicable, aunque invirtiera sus términos al considerar como único matrimonio reconocido por el Estado el celebrado «sub forma» civil. El choque entre la tradición católica de la sociedad y ese intento de secularizar el matrimonio, sabido es que hizo fracasar la reforma, creó situaciones de matrimonios socialmente reconocidos pero inválidos para el Derecho, con los problemas que ello implica, y sirvió como experiencia que inclinó a buscar una vía de armonización en el momento de la redacción del Código Civil.

En las primeras redacciones codificadoras (base 3.a del Proyecto de 1881; art. 30 del Texto articulado del Libro I de 1882; base III del Proyecto Silvela de 1885), se opta por un sistema de matrimonio canónico y civil facultativos, acorde con el criterio de tolerancia religiosa que proclamaba la Constitución de 1876. Y como la experiencia reciente de la Ley de 1870 había revelado que al establecer esa libertad de elección cabía la posibilidad de que alguien celebrase dos matrimonios diferentes al amparo de esa duplicidad de formas, aprovechando la tendencia de los párrocos a no valorar como impedimento de ligamen un anterior y subsistente matrimonio civil, el legislador se creyó en la obligación de tomar medidas para evitarlo, por lo que surge en el Texto articulado de 1882 el artículo 38, que expresamente decía que «e/ matrimonio canónico no producirá efectos civiles cuando cualquiera de los cónyuges estuviera ya casado conforme a las disposiciones del Código». Como se ve, el precepto iba directamente contra el matrimonio canónico bigamo, ya que se pensaba que ésta era la única posibilidad admitida por las leyes en conflicto, pues el futuro Código Civil reconocería como impedimento de ligamen el precedente matrimonio canónico, con lo que el matrimonio civil de los ya casados canónicamente era per se nulo y no precisaba de esa fórmula específica, que sí se hacía necesaria para el matrimonio canónico de los ya casados civilmente, cuya nulidad no reconocía el Derecho de la Iglesia.

La definitiva fórmula, consensuada entre Alonso Martínez y la Santa Sede, que da lugar al artículo 42 del Código Civil, sigue inspirada en un principio de tolerancia y, dentro de su imperfección, que ha permitido mantener opiniones encontradas al respecto, sienta también, más que un sistema de matrimonio civil subsidiario, un sistema de matrimonio civil facultativo que sólo posteriores disposiciones de inferior rango se encargaron de convertir en subsidiario, como se deduce de un estudio sistemático del Código y la sucesión de Decretos y Ordenes que regulaban el acceso de los españoles al matrimonio civil, según hemos sostenido en otro lugar con argumentos cuya exposición nos apartaría del tema de esta tarde. Pero fuere un sistema facultativo, fuere subsidiario, lo cierto es que a los efectos del problema que examinamos seguía vigente la necesidad de solucionar los posibles conflictos planteados por quienes, aprovechando las discordancias entre la legislación civil y la canónica, pretendieran tener acceso a las dos clases de matrimonio. Reprodúcese así en el artículo 51 del nuevo Código el mecanismo del precedente artículo 38 del Proyecto de 1882, si bien ya no se refiere sólo al matrimonio canónico de los casados civilmente, único supuesto para el que, como acabamos de decir, era necesario, pues en el ámbito civil era suficiente la nulidad derivada del artículo 83, número 5.°, sino que, para que no pueda ser acusado de discriminatorio, adopta el carácter de un precepto común a los dos matrimonios: «Nc producirá efectos civiles el matrimonio canónico o civil cuando cualquiera de los cónyuges estuviere casado legítimamente.»

Ciertamente ha sido éste un precepto que parece presidido por un Karma desgraciado. En primer lugar, y salvo excepciones, no ha solido ponderarse lo meditado y el acierto de su redacción: el legislador del siglo pasado, que medía prudentemente cada una de sus palabras y decisiones, parece como si aquí hubiese extremado la sutileza de la fórmula: nada de intromisión en la esfera del ordenamiento jurídico canónico ; nada de fulminar con declaraciones de nulidad actos que para aquel ordenamiento pudieran ser válidos, invadiendo competencias de la Iglesia. Sólo un desconocimiento de los efectos de esos matrimonios dentro del ordenamiento civil, que es competencia del Estado, como medio apropiado para mantener el principio monogámico. Sin embargo, tan sabia fórmula sólo excepcionalmente ha recibido halagos de quienes la han comentado o analizado.

En segundo lugar, pronto ese precepto sufrió ataques por su supuesta contradicción con el artículo 69, que reconocía ciertos efectos civiles a los matrimonios putativos, aparentemente negados por el artículo 51 en los casos de matrimonios bigamos, lo que dio lugar a una controversia entre quienes excluían el conflicto por entender que el artículo 69 era también aplicable al supuesto del artículo 51, que para ellos sólo contenía una declaración de nulidad (Manresa, Mucius Scaevola, Valverde, Bofarull) ; y quienes pretendían que el artículo 51 establecía para aquellos matrimonios una excepción a la protección de la buena fe consagrada en el artículo 69, ya por tratarse de una norma excepcional que debía prevalecer sobre la general del artículo 69 (Sánchez Román, Fuenmayor, Castán, Albaladejo, García Cantero, La Laguna), ya por considerar que el artículo 51 establecía una sanción de inexistencia para el segundo matrimonio, al que no cabía aplicar una norma dictada para los matrimonios nulos (Pérez González, Bonet). Sin entrar ahora, como hicimos en su momento, en la polémica, baste señalar que las consecuencias de la misma fue el tachar injustamente el artículo 51 de «perturbador», poniendo en duda su utilidad o necesidad, con olvido de que, de no existir tal precepto, se haría insoluble la situación de bigamia de los que, burlando un previo ligamen civil, accedieran a un ulterior matrimonio canónico.

Pero aún habría de sufrir el artículo 51 un último ataque con motivo de la reforma de 1958, impuesta por la necesidad de acomodar el Código Civil a las normas del Concordato de 1953, ataque proveniente de los excesos confesionales de cierto sector, que veían en ese...

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