La configuración espacial del desierto

AutorPedro Tomé
Páginas147-162

Page 147

La invención del desierto

En su intento de precisar las condiciones de la sobremodernidad globalizadora, Marc Augé apunta una conocida categorización dicotómica de los espacios como definidores de relaciones sociales, según la cual «un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, [mientras que] un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar» (Augé, 1995: 83). Ahora bien, el propio autor sugiere en esta «etnología de la soledad» que la polarización lugar-no lugar puede dejar fuera otras opciones relaciones. Así, indagando en los «arquetipos del no lugar» descubre que ciertos folletos turísticos anticipan de tal modo el destino del viaje que convierten al viajero en un espectador de imágenes previstas en las que él mismo estaba incluido como espectador (Augé, 1995: 91). Esta reflexión plan-tea, contra la dualidad, la posibilidad de concebir lugares producidos de antemano que no son, propiamente, ni lugares ni, como sugiere dicho autor, no lugares, sino «lugares imaginados». Así pues, más allá de que la visión del no lugar que plantea Augé sea peyorativa, como indica Delgado (2007: 60) al enfrentarla a la más positiva de Duvignaud (1977), parece innegable que su reflexión nos permite, por ampliación, plantear una categoría de territorio que tiene que ver más con imaginarios, que pueden o no ser compartidos, que con espacios empíricamente vivenciados. Sin que del aserto precedente se deba deducir que los imaginarios no puedan contrastarse empíricamente, lo cierto es que espacios como los desiertos, excepto para quienes viven en su interior, parecerían ajustarse a dicha categoría. Siendo más preciso, lo que pretendo plantear es que la noción de desierto, en general, se concibe como un «lugar atributo» (Aldhuy y Puyo, 2007), un espacio al que se «atribuyen» ciertas características que tienen más que ver con una percepción ideológica que con las ecosistémicas y sociales que se utilizan habitualmente para definir cualquier otro espacio o territorio. Hipotéticamente, además, esas atribuciones incluyen la presentación de una categoría de acción política oculta bajo un aparente velo de objetivismo geográfico que se desarrolla en condiciones semejantes a lo que en su día Renato Rosaldo (1978) denominara «retórica del control».

Page 148

El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente identifica 72 ecorregiones en el mundo a las que considera desiertos. Dichos espacios sumarían algo más de 33.688.000 km2en los que, en 2006, habitaban 502.232.000 personas. El conjunto de los datos que dicho programa hizo públicos con motivo del «Año internacional de los desiertos y la desertificación» (Ezcurra, 2006), ponen de manifiesto que los desiertos son regiones muy heterogéneas en todos los aspectos. Y, sin embargo, en la definición del desierto va incluido el cazador-recolector del Kalahari, pero no el habitante de la conurbación que en Arizona se ha ido desarrollando en torno a Phoenix, porque nos resulta muy difícil identificar como desiertos espacios «con gente», espacios que pueden tener hasta 150 habitantes por km2como ocurre en ciertas áreas del Valle del Indus: la imagen estereotipada que de ellos tenemos es la del exotismo de la soledad, de los extremos, del vacío, del territorio, en definitiva, en que no hay nada. Por tal motivo, la definición de desierto más usual no es la que identifica estos espacios con ecosistemas complejos que se han utilizado históricamente como corredores de comunicación, como vías de unión de grupos humanos alejados entre sí que han podido realizar intercambios económicos, o como caminos por los que se han desarrollado intensas migraciones, voluntarias o forzadas, de seres humanos o de distintas especies animales o vegetales. Los desiertos son, diríamos que tienen que ser, esos espacios del mundo en los que no hay vegetación, no hay fauna, no hay agua y, sobre todo, no hay gente. A lo sumo, los desiertos constituyen los últimos espacios «salvajes» de la Tierra que se mantienen inexplorados y que falta por conquistar para la civilización.

Justamente esta última apreciación, la que apunta a los desiertos como territorios virginales, está presente de manera habitual en la mayor parte de las presentaciones que de los mismos se han realizado. En general, la irrupción de un desierto en cualquier relato se liga a contextos épicos en los que aparece como territorio a conquistar, tierra de nadie, en la que, paradójicamente, habitan infames enemigos.

En ese sentido, resulta muy frecuente que, desde la Grecia Clásica, la noción de desierto venga emparejada con la de «frontera» de forma tal que, en no pocas ocasiones, ambos términos, frontera y desierto, parecen sinónimos. Así se ve en la literatura medieval, pero también en los cronistas de Indias o en la «literatura de conquista», desde el Poema de Mío Cid a las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. También el cine ha insistido en esa idea, particularmente en dos géneros: el western y la Ciencia Ficción. Es más, en algunas de las películas de este último género se define el espacio sideral como un desierto, como un territorio vacío que resulta imprescindible conquistar y en el que la amenaza está presente de manera continua, aunque vaga. No es, pues, insólito que en dichos filmes se repitan casi literalmente expresiones semejantes a las que utilizaban los «pioneros» que atravesaron las grandes llanuras norteamericanas para justificar la «conquista del espacio». En último término, más allá del cine, tienen que ver con un modo euro-norteamericano de presentar el desierto. Es decir, parece que el «topos literario» del desierto -que ya mostró Bádenas de la Peña (2004) respecto de la literatura medieval- así como su presentación contemporánea en el cine, se han puesto al servicio de una visión que no sólo lo ha convertido en sinónimo de frontera sino que ha incorporado al mismo las características propias del territorio fronterizo, del lugar inhóspito e inseguro. La literatura que aborda esta cuestión presenta a sus protagonistas, reales o ficticios, inmersos en paisajes indómitos y hostiles no sólo para dotar de mayor realismo a la acción o magnificar cualquiera de sus actos sino, sobre todo, para ahondar en la incertidumbre que en el medio desértico provoca la inseguridad que nace de la soledad. En última instancia, como indica el mencionado Bádenas de la Peña, «un territorio deshabitado es percibido siempre como algo peligroso no sólo por la posibilidad de una emboscada enemiga sino por los riesgos de verse atacado por animales feroces». En ese

Page 149

contexto, resulta de utilidad recordar el ensayo que Frederick Jackson Turner escribiera en 1893 con el título The Significance of the Frontier in American History en el que presenta la historia de los Estados Unidos como un continuo avance de la civilización sobre la tierra vacía. Al margen de los clamorosos errores de Turner y de la dificultad de leer el ensayo sin que le asalte a uno la imagen de la diligencia camino del Far West o de John Wayne, centauro del desierto, cabalgando junto a Monumental Valley, lo relevante de esta obra, la primera formulación académica de la frontera (Fábregas, 1997), es la presentación del territorio ajeno como un desierto. Desierto en este contexto es el territorio desconocido, el que necesitamos para nuestra expansión, lo que no nos es propio, al margen de cuáles sean sus características y condiciones. En cuanto absolutamente «otro», si al avanzar en dicho territorio se «descubrieran» en el mismo «razas humanas», éstas, saltando de lo natural-político a lo cultural-humano, han de ser temibles, pues habitan el territorio aborrecible/apetecible de la hostilidad y, por tanto, será preciso combatirlas. Puesto que, además, es territorio ignoto, los que vivieren en él no pueden ser co-partícipes de la propia religión, por lo que ésta podría autorizar su aniquilamiento sin mayor problema de conciencia.

Esta idea puede relacionarse, a su vez, con un histórico patrón, cuyo máximo refinamiento puede descubrirse en las teorías decimonónicas de la evolución sociocultural, que identifica agricultura con civilización y nomadismo con salvajismo. Desde esta perspectiva, muy coherente por cierto con la del capitalismo globalizador, el positivista «orden y progreso» de la humanidad sería constatable no sólo por avances científicos y tecnológicos sino por su capacidad de ocupar espacios para la producción agrícola. En este marco, los desiertos son lo que queda por ocupar e integrar en el sistema productivo. Precisamente por ello, se identifican como desiertos espacios como el territorio antártico, a pesar de que sea abundante en agua, lo más intrincado de las selvas, al margen de su exuberante vegetación, o las largas extensiones que guardan reservas petrolíferas o de cualquier mineral valioso aunque sobre ellas crezcan todo tipo de amapolas. En suma, el desierto no es sólo «tierra incógnita» sino, sobre todo, «improductiva» desde el punto de vista agrícola. Como ha señalado Pedro Navarro Floria (2002) «en el marco del proceso moderno de expansión europea y particularmente en el de las expediciones científicopolíticas de la época de la Ilustración, los territorios que resultaban particularmente inhóspitos para los viajeros fueron conceptualizados como desiertos, ya fueran páramos, estepas o travesías sin una gota de agua, ya fueran selvas o ciénagas impenetrables. El paradigma cultural europeo-occidental asignó la categoría de desierto no a los territorios deshabitados ni estériles sino a los no apropiados ni trabajados según las pautas capitalistas». Y ello vale tanto para zonas áridas como para otras que no lo son con independencia de que en ellas viva o no gente. Ejemplo de ello ha sido la consideración dominante que hasta hace dos...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR