Conclusiones

AutorBeatriz Monerri Molina
Cargo del AutorLicenciada en Derecho por la Universidad Complutense
Páginas517-533
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CONCLUSIONES
Al finalizar nuestro trabajo y, por ende, el análisis de las Cortes del Esta-
tuto Real, no podemos más que admirar el interés con el que los protagonistas
del momento se enfrentaron a una España absolutamente desestructurada, la
cual requería con urgencia reformas que permitieran su adaptación a los nuevos
tiempos. Desde un punto de vista institucional, no es posible comprender la evo-
lución de las Cortes del Estatuto sin insertarlas en una realidad espacio temporal
que viene determinada por el fallecimiento de Fernando VII y el problema suce-
sorio que provocó la primera guerra carlista. La guerra lo envuelve todo, condi-
ciona su convocatoria, determina el desarrollo de las legislaturas y de alguna
manera precipita su final.
Otro condicionante de la evolución de la institución procede del pasado
histórico, representado por la Constitución de Cádiz y el Trienio Liberal y, desde
luego, por los períodos absolutistas intercalados entre ambas. Muchos de los an-
tiguos y pujantes liberales de Cádiz habían pasado largos períodos en el exilio,
sobre todo en Francia e Inglaterra, lo que les había conectado directamente con
el ideario liberal europeo. Por ello, cuando tomaron las riendas del poder polí-
tico en España, tras el fallecimiento de Fernando VII, quisieron buscar la solu-
ción más adecuada que garantizase, por un lado, los derechos dinásticos de Isa-
bel II y, por el otro, el comienzo de una nueva andadura política liberal. Pero
también los años de exilio sirvieron a algunos para reflexionar sobre el experi-
mento gaditano, principalmente durante el Trienio, cuando la Constitución de
1812 pudo ponerse en práctica con todos sus protagonistas políticos.
El camino debía ser recorrido con prudencia y firmeza, emprendiendo
las reformas necesarias en un doble ámbito político y administrativo. Las refor-
mas administrativas se acometieron sin demora; para ello la Reina Gobernadora
contaba con un eficaz colaborador, profundo conocedor de los entresijos de la
Administración, Javier de Burgos, con quien se abordaron las reformas más ur-
gentes que permitieron la adaptación de nuestra nación a los nuevos tiempos.
Las reformas políticas fueron otra cuestión, con una implantación muy
complicada para una España inmersa en una guerra civil. Muchos eran partida-
rios de seguir la famosa frase del santo: “En tiempos de tribulación, no hacer
mudanza”. Incluso, también algunos de aquéllos que otrora habían militado en
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el liberalismo más radical. Otros, en cambio, consideraban que dichas reformas
exigían iniciarse por un camino que garantizara el orden público y preservando
los derechos dinásticos de Isabel II.
La primera solución, la ausencia de “mudanza”, fue la primera opción
que adoptó la Reina Gobernadora con el gobierno de Cea Bermúdez, que acabó
en un estrepitoso fracaso. Era necesario, pues, hallar otra salida. Ese fue el co-
metido de Martínez de la Rosa, viejo liberal con gran prestigio. Su labor no era
fácil: debía aunar en torno a la Reina-niña a los liberales radicales, a los mode-
rados y a un sector conservador, receloso aún de la “revolución gaditana”, que
dudaba entre permanecer fiel al trono o tomar partido por el Pretendiente.
Era necesario hallar la piedra filosofal que sirviera para aglutinar a ideo-
logías tan variadas y que, aún, eran irreconciliables en muchos aspectos. Cierta-
mente lo único que les unía era su enemigo común: el infante don Carlos.
Había que llegar a una solución intermedia que satisficiera a todos, si-
tuada entre el absolutismo y la soberanía nacional. Martínez de la Rosa y sus
colaboradores se pusieron a trabajar en busca de esa solución: el Estatuto Real.
Ese fue el fin que se perseguía con el Estatuto real. Así lo vio desde el primero
momento Evaristo San Miguel: “Entre estos dos extremos trazaron lo que en su
opinión pasó por una cosa media”. “El Estatuto -diría San Miguel- fue la produc-
ción natural de este sistema…. Tenía todo lo suficiente para dar garantía a los
amantes de las ideas liberales, sin producir ningún susto a los hombres mode-
rados en quienes estaba todavía reciente el recuerdo de lo que pasaba en su opi-
nión por excesos lamentables. Las formas suaves, con las que se revistió, en
efecto, esta ley fundamental, tuvieron la ventaja de atraerle un gran número de
partidarios; los conocidos de la antigua época constitucional por moderados,
adoptaron gustosos una forma de gobierno que estaba tan ajena en su opinión
de toda tendencia democrática. Muchos que habían preferido el despotismo
puro en ocasiones [se] adhirieron sin grande repugnancia a un sistema que ase-
guraba todas las prerrogativas del poder y hacía concesiones a los pueblos,
dejando sin tacha ni menoscabo alguno el esplendor del trono. Los que aspira-
ban a más amplias concesiones, tampoco se mostraron del todo descontentos de
un orden de cosas que abría siempre un camino a otras de mayor cuantía”.
Este análisis político de Evaristo San Miguel sobre el Estatuto Real, en
1836, nos da las claves del proyecto político del gobierno de Martínez de la Rosa.
Fijada la estrategia, era preciso encontrar la táctica adecuada para llevarla a la
práctica. Esa no fue otra que acudir a la legitimidad histórica; acudir a las “leyes
fundamentales de la monarquía”. No se trataba de una táctica nueva. Ya los
constituyentes gaditanos se habían servido de ella en el Discurso preliminar de

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