Delimitación conceptual de la figura

AutorCristina Berenguer Albaladejo
Páginas151-336

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1. La regulación del contrato de alimentos La ley 41/2003, de 18 de noviembre, de protección patrimonial de las personas con discapacidad
1.1. La finalidad de la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de Protección Patrimonial de Personas con Discapacidad y de modificación del Código civil, de la Ley de Enjuiciamiento civil y de la Normativa Tributaria

Coincidiendo con el año europeo de la discapacidad se promulgan en España diversas leyes dirigidas a la protección de las personas discapacitadas en diversos ámbitos: el personal, el patrimonial y el laboral. Entre ellas, la Ley 51/2003, de 2 de diciembre, de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad universal, la Ley 52/2003, de 10 de diciembre, de fomento del empleo público de los discapacitados y la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de Protección Patrimonial de Personas con Discapacidad y de modificación del Código civil, de la Ley de Enjuiciamiento civil y de la Normativa Tributaria (en adelante, LPPD o Ley 41/2003). Es esta última norma la que nos interesa destacar en este momento porque tiene por objeto regular «mecanismos de protección de las personas con discapacidad, centrados en un aspecto esencial de esta protección, cual es el patrimonial»1, entre los que se encuentra el contrato de alimentos. A través de esta Ley se lleva a cabo la primera tipificación a nivel estatal de dicho contrato, que ya gozaba de una regulación autonó-mica contenida en la Ley 4/1995, de 24 de mayo, de Derecho civil de Galicia, posteriormente modificada por la Ley 2/2006, de 14 de junio.

De la Exposición de Motivos se extrae la finalidad principal que persigue la Ley 41/2003: se pretende aligerar la carga pública median-te el empleo del propio patrimonio personal o familiar de la persona vulnerable. Es decir, se pretende acudir a la iniciativa privada para paliar los riesgos de la vejez y la discapacidad. Tal y como afirma el legislador español, aunque en parte son los poderes públicos los que ponen medios económicos a disposición de estos colectivos para aten-

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der a sus necesidades, bien directamente a través de servicios públicos dirigidos a estas personas, bien indirectamente a través de distintos instrumentos como beneficios fiscales o subvenciones específicas, lo que se pretende conseguir a través de estos mecanismos es que otra parte importante de estos medios o recursos provenga de la propia esfera privada de la persona vulnerable2.

Es decir, sin perjuicio de que por imperativo constitucional los poderes públicos deban llevar a cabo políticas de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran, así como medidas para garantizar la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad promoviendo su bienestar mediante un sistema de servicios sociales para atender sus problemas de salud, vivienda, cultura y ocio (arts. 49 y 50 de la Constitución Española, respectivamente), se pretende evitar en la medida de lo posible el recurso a la solidaridad nacional y estimular la solidaridad entre individuos, sean parientes o no. Y es que por todos es sabido que los recursos públicos son y serán insuficientes3. Y esta «autoprotección» es la que

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se pretende alcanzar a través de la mayoría de las medidas incorporadas en la Ley 41/2003, entre las que ahora nos compete centrar nuestra atención en el contrato de alimentos el cual, por su flexibilidad, consigue adaptarse a la diversidad de situaciones con las que nos encontramos hoy en día4. Es más, mediante la celebración de este contrato no sólo se consigue aligerar la carga pública, sino en numerosas ocasiones también la carga que determinadas personas pueden suponer para su familia. Y es que, como afirma LÓPEZ PELÁEZ, «no tiene sentido que personas que disponen de un patrimonio considerable lo tengan inmovilizado, por falta de conocimiento de las opciones existentes, y dependan en su vida diaria de su familia o de los exiguos recursos del Estado, cuando de utilizar tales bienes podrían ver muy mejorada su calidad de vida, rentabilizando en su propio beneficio un ahorro que en muchos casos les ha costado mucho trabajo conseguir»5.

Por consiguiente, junto con la creación del denominado patrimonio protegido del discapacitado, objeto inmediato de esta Ley y que básicamente consiste en un conjunto de bienes y derechos que queda inmediata y directamente vinculado a la satisfacción de las necesidades vitales de una persona con discapacidad, se introducen una serie de modificaciones en el Código civil en materia de tutela, sucesiones y contratos, todas ellas con una palmaria finalidad tuitiva de determinados colectivos6.

Se establece una regulación de los alimentos surgidos del pacto a los que hasta ahora hacía referencia el art. 153 Cc, precepto que remitía, en defecto de previsión de las partes, a las normas de los alimentos legales.

Consideramos conveniente dejar claras tres cuestiones relativas al contrato de alimentos: en primer lugar, lo puede realizar cualquier

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persona a pesar de que el legislador mencione a las personas discapacitadas y dependientes como principales destinatarios del mismo y sin perjuicio de que en la práctica sean las personas mayores las que en su mayoría lo realizan. Por tanto, se trata de un contrato libre7. En segundo lugar, a pesar de que el legislador incluye el contrato de alimentos entre los mecanismos arbitrados para proteger la esfera patrimonial de estas personas, debemos destacar su importante vertiente personal y moral y su configuración como una medida dirigida a paliar necesidades de todo tipo de los sujetos —materiales o patrimoniales, pero también personales—. En tercer lugar, que este contrato suelen realizarlo normalmente personas que tienen recursos, aunque sean escasos, de forma que su independencia económica les permite acudir a una modalidad contractual en la que deberán ceder un capital en cualquier clase de bienes o derechos a cambio de recibir determinadas prestaciones vitalicias. Precisamente, el hecho de que el acreedor de los alimentos esté obligado a ceder un bien o a entregar un capital para obtener la contraprestación, ha llevado a que algún autor se cuestione el carácter alimenticio de este contrato, ya que «el necesitado» no tiene, por hipótesis, lo necesario para vivir y por la misma razón no está en condiciones de realizar una contraprestación. Sin embargo, cuando una persona cede el único bien del que dispone con la finalidad de asegurar su manutención, la prestación de alimentos mantiene su carácter alimenticio puesto que gracias a ella el acreedor consigue satisfacer sus necesidades vitales8. Además, y a diferencia de la obligación legal de alimentos, el estado de necesidad del alimentista en un contrato de alimentos no es condición sine qua non para que surja un derecho de crédito a su favor. En este sentido, se debe diferenciar la situación de necesidad que subyace en todo pacto de alimentos, del estado de necesidad que se configura como presupuesto indispensable para el surgimiento de la obligación legal entre parientes9. Esta interpretación ex-

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tensiva del ámbito de aplicación del contrato le permite cumplir una multiplicidad de funciones que enriquece la figura.

Por último, al hilo de la primera y tercera de las consideraciones efectuadas, nos gustaría apuntar brevemente la posibilidad de que el alimentista sea una persona considerada dependiente en virtud de la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia (en adelante, LD). A nuestro juicio, estas situaciones serán bastante frecuentes si se tiene en cuenta lo dispuesto en el art. 2.2 LD. Este precepto dispone que la dependencia es «el estado de carácter permanente en que se encuentran las personas que, por razones derivadas de la edad, la enfermedad o la discapacidad, y ligadas a la falta o a la pérdida de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, precisan de la atención de otra u otras personas o ayudas importantes para realizar actividades básicas de la vida diaria o, en el caso de las personas con discapacidad intelectual o enfermedad mental, de otros apoyos para su autonomía personal». Por tanto...

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