La complejidad y la incertidumbre en la globalización y sus efectos sobre la representación y la participación política

AutorManuel Alcaraz Ramos
CargoProfesor titular de derecho constitucional de la Universidad de Alicante
Páginas248-268

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A) Unificación social y progreso en los orígenes de la democracia

Para ensayar un análisis sobre ciertos problemas actuales de la democracia partiré de la siguiente hipótesis: algunas de las ideas previas a la configuración ideológica y jurídica de la democracia1 obedecieron al intento de simplificar la realidad social, tal y como era percibida por los actores intelectuales y políticos más dinámicos. El proyecto ilustrado2 pretendió reducir la pluralidad de segmentos sociales y la de ordenamientos jurídicos, cuestiones percibidas como indisociables. Por otra parte, el capitalismo y la emergencia de la burguesía harán impracticable la apariencia de unidad que proporcionaba el Estado absoluto. Todo ello fraguará en 1789.

Símbolo privilegiado de esta dinámica fue la transición de los Tres Estados a la Asamblea Nacional francesa: eso, la decisión, el hecho mismo de caminar hacia la unidad fue revolucionario, pues permitió reunir la soberanía y, al hacerlo, inventar la soberanía nacional3una e indivisible, con raíces en Bodino– en la medida en que descubrió las posibilidades que proporcionaba la unión.4 Al símbolo le siguió un relato: el de la reinterpretación de la voluntad general de estir-Page 249pe roussoniana, en una apropiación que no evitará contradicciones:5 robará la voluntad política de las arcas de Dios o del rey, pero servirá también para negar coactivamente algunas piezas de la pluralidad social que podían salvaguardar a los débiles (Ley Le Pelletier). La concreción del discurso se estructurará jurídicamente a partir de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que unificó ideológicamente las pretensiones legítimas de la Revolución, y, más allá, en el constitucionalismo revolucionario,6 hasta desembocar en el Code civil, ligado al proceso centralizador del Estado.7

Sobre ese horizonte se organizarán luego otros sueños seductores que tenderán a ampliar la promesa de unificación, como la defensa del sufragio universal,8 entendido como el mejor dispositivo reductor de la complejidad. También el socialismo se puede entender como otra encarnación de ese paradigma unificador incrustado en la trama política de la modernidad.9 Todo lo cual nos permite concluir que la edificación social e ideológica de la democracia es una historia de conflictos que, para sus protagonistas, se justificaban porque encerraban la impar posibilidad de superación de todo conflicto esencial. La bús-Page 250queda y profundización democrática tenían algo de mítico, al presuponer la existencia de una unidad social subyacente que había que descubrir a través de determinadas prácticas.

Esta construcción no hubiera sido posible si no hubiera triunfado, como gran organizador y justificador de las tendencias avanzadas, el principio progreso. Progreso entendido como línea trascendente, que aportaba significado a los procesos en curso, al relacionar la identificación y realización de leyes generalesracionales y el desarrollo económico.10 Línea necesariamente intangible y muy próxima, en la tierra de las metáforas, a la mano invisible que explicaba el mercado como el mecanismo de realización inmanente de esa providencia laica que sería el propio progreso, hasta el punto de que, en muchos discursos, entre progreso y mercado no se aprecia diferencia esencial.11 Por ello, si el progreso conduce a la unificación social, el mercado será la herramienta que armonice las diferencias de partida inscritas en el proyecto liberal: la unificación, así, es compatible con el reconocimiento –limitado– de una pluralidad de actores en civilizada competición, cuya existencia se justifica, precisamente, por su posibilidad de concurrir al mercado.

Con estos precedentes puede entenderse que las críticas esenciales al sistema –desde el movimiento obrero, por ejemplo– fueran el resultado de los que, por compartir la perspectiva progresista, reaccionaron al verse materialmente excluidos del proceso unificador, de la misma manera que muchos ideólogos burgueses apreciarán en el obrero –y en otras clases subalternas– a un otro que había que apartar de la pluralidad admisible reflejada en las instituciones políticas.12

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Desde este punto de vista, la crítica de Marx a la escisión histórica entre ciudadanos y burgueses puede ser leída como el corolario de otra contradicción dialéctica: la que se establece, al problematizar críticamente el mercado, entre éste y la idea de progreso. Todo ello no estará libre de paradojas. La primera es la apuntada inscripción del socialismo en la línea principal del paradigma unificador. La segunda consistirá en que las luchas obreras desvelarán las aporías de la ideología burguesa sobre la unificación social y política, pudiendo, por ello, hacer una aportación esencial a la construcción del auténtico modelo institucional democrático.

B) Participación y representación: el equilibrio democrático y el Estado social

En 1920 Kelsen publicó Esencia y valor de la democracia, que incluyó algunos principios que han tenido un amplio eco en algunas de las teorías sobre la democracia contemporánea. Así, formulará un principio axiomático: «Democracia significa identidad de dirigentes y dirigidos, del sujeto y objeto del poder del Estado, y gobierno del pueblo por el pueblo»; en este contexto el Estado sería engendrado por el sujeto colectivo que denomina «pueblo». De esta manera, formula el que, probablemente, es el mejor ejemplo de la concepción unificadora a la que aludimos, al considerar que es un «supuesto fundamental de la democracia que una pluralidad de hombres se reduzca mediante ella a una unidad» y esa unidad, precisamente, es el «pueblo», al que, sin embargo, «sólo puede considerársele como unidad en sentido normativo, pues la unidad del pueblo como coincidencia de los pensamientos, sentimientos y voluntades y como solidaridad de intereses es un postulado ético-político afirmado por la ideología nacional o estatal mediante una ficción generalmente empleada y, por ende, no sometida a revisión». El derecho –a su vez previamente unificado–, pues, es la pieza fundamental en el proceso unificador, pues consigue «la unidad de una pluralidad de acciones».13

Varias décadas después, y en un ambiente en el que se valoraba más el pluralismo, García-Pelayo se hizo eco del postulado kelseniano al afirmar que «la democracia es una unidad entre el sujeto y el objeto del poder político»,14Page 252confirmando, idealmente, la encarnación de la tendencia unificadora comentada. Pero se apresuró a indicar que, en sus últimas consecuencias, el principio sólo sería de aplicación para la «democracia directa», mientras que el modelo institucional democrático habitual se basará en la combinación de los principios insoslayables de participación y representación, lo que, en definitiva, ya estaba presente en Sieyès, incluso cuando invocaba argumentos de Rousseau.

Quedan así planteadas, en el marco teórico que venimos siguiendo, la participación y la representación, factores que, a veces, se han planteado en términos tan antitéticos que, incluso, exigían adoptar una opción o, al menos, el enunciado público de una preferencia, de manera que no escasean los discursos empeñados en enfatizar la vertiente «representativa» o «participativa» de la democracia. Tras ello hay razones ideológicas y de oportunidad política, y pueden llegar a ser muy relevantes para la construcción y desarrollo de discursos en determinados ámbitos o momentos –en el poder local o en situaciones de transición, por ejemplo–. Sin embargo, parece que, existiendo siempre ambos elementos, cualquier análisis de un modelo democrático no puede partir de la comparación con unos parámetros abstractos, establecidos a priori por el analista o el político, sino de la consideración de que la realidad, también aquí, se evidencia como contradicción, siendo cada sistema democrático, en su conjunto y atendiendo a múltiples apremios, el que genere la síntesis, que es lo que merece la atención.

En cualquier caso interesa recordar que, desde el primer tercio del siglo XIX, tanto en las experiencias como en el pensamiento político, observamos algunas invariantes que, coherentes con el principio de unidad subyacente, han llegado prácticamente hasta nuestros días, mereciendo, al menos, ser citadas tres:

  1. La representación se evidencia en un conjunto coherente de alternativas –incluyendo las opciones de regulación electoral– que configuran la estructura misma del sistema político, que se puede interpretar como una técnica para construir la homogeneidad social15 o, al menos, para reducir los perfiles más disfuncionales de la heterogeneidad.

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  2. La participación se realiza principalmente a través de mecanismos e instrumentos propios de la sociedad civil (asociaciones, medios de comunicación...).

  3. Participación y representación se dan en marcos territoriales seguros que, en la forma de Estado-nación, generan potentísimos relatos unificadores, justificadores y movilizadores.

    Desde esta perspectiva, la democracia sería el resultado último de la articulación de esos factores y, también por esta vía, fue imaginada como una metáfora de simplificación, como el procedimiento alquímico de transmutación de opiniones particulares en síntesis general. En ese esquema, paulatinamente, las constituciones serían los documentos culturales,16 cada vez con un contenido jurídico más preciso, que confirman los pasos que se van dando. Pero hay una mixtificación al eludir el factor igualdad material del análisis: si las reglas del juego son formalmente iguales en el plano de la representación política, no lo son en el de la articulación polifónica propia de la sociedad civil, porque, en el imaginario burgués, ese ámbito participa de los mismos mecanismos con los que actúa el mercado. Por ello, un adecuado desvío al mercado de problemas políticos será lo que permita equilibrar, en ocasiones, las contradicciones acumuladas, liberando a los aparatos del Estado de la aplicación de medidas coactivas, permitiéndole mantener su apariencia de neutralidad. La representación, en fin, quedará canónicamente inscrita en el terreno de lo público, mientras que la participación estará siempre a medio camino entre su plena aceptación como parte integral del proceso político y su consideración como mera manifestación de voluntad privada.

    En ese marco de referencia los partidos políticos oficiarán cada vez más como vertebradores de lo democrático, al servir de puentes entre las formas de representación y las de participación.17 De ahí, también, su ambigüedad jurídica,Page 254con rasgos propios de las instituciones públicas y de las privadas.18 El reconocimiento de esa función lo obtendrán en la lucha por la construcción democrática, expresando los deseos de participación y demandando los derechos de representación. Por eso, si comenzaron repugnando al pensamiento liberal, al fraccionar la soberanía, acabaron siendo pieza esencial de la trama democrática, sobre todo los partidos progresistas, los que anudaron su razón de ser a la imagen del progreso, reescrito como programa. En el caso de los partidos revolucionarios –el modelo soviético fue la mejor muestra– se trató de apurar la idea, construyendo una nueva síntesis, superadora de disensiones supuestamente derrotadas por una historia que entraba en una nueva fase de la lucha de clases. Similar esquema aplicarán los partidos ultrarreaccionarios y fascistas, que intentarán otras síntesis –en torno a la raza o el Estado– para acabar con la escisión social, implícita en la agudización de la misma lucha de clases, pero privada, en su caso, de la idea de progreso. Así, los totalitarismos son la última expresión del intento de construir un mundo absolutamente fiable y unificado.

    Pero eso no significa que los totalitarismos fueran una respuesta inevitable a contradicciones inscritas en el proceso iniciado con la Ilustración o la Revolución Francesa. La prueba es que fue posible la aceptación de la diversidad y la profundización democrática. Desde este punto de vista, el Estado social puede contemplarse como el intento de conciliar las tensiones implícitas en la creciente complejidad. En él, el pacto social se reformuló como una convención entre grupos, y no como un acuerdo entre individuos. Pese a ello seguirá coincidiendo con el proyecto ilustrado al participar de las promesas generales del progreso.

    El Estado social renovará la trama de la sociedad civil, limitando su dependencia respecto del mercado. Pero no alterará, en lo sustancial, la concepción heredada sobre el ajuste entre los mecanismos de representación y de participación. La sociedad civil se reactivará, redirigiendo a los poderes públicos crecien-Page 255tes exigencias y participando en los asuntos públicos incrementando las cargas de las instituciones representativas –y de los partidos. Parafraseando a Constant: ser moderno consistirá, en el Estado social, no sólo en estar representado sino, también, en estar atendido. Y para ello la sociedad civil, fortalecida y estabilizada, segmentará sus demandas, reconduciendo a las instancias institucionales aspectos del mundo de la vida que anteriormente se reservaban al ámbito privado y/o que se discernían en la lucha de clases. Esa politización redundará en una mayor fortaleza de las instituciones, lo que provocará, al menos, cuatro efectos:

    – Crecimiento de organismos derivados de la representación, que intervienen en muchos terrenos anteriormente propios de la sociedad civil.

    – Desactivación de discursos que basaban la legitimidad en ideas más o menos abstractas, en favor de políticas que requieren de un tiempo corto, implícito en la prioridad dada a la resolución de problemas cotidianos.

    – Incremento del papel de los partidos, legalizados19 y constitucionalizados y que tienden a colonizar los aparatos del Estado.

    – Reducción de fórmulas de vertebración y participación autónoma de la sociedad civil en los asuntos públicos.

    En todo caso, el Estado social consiguió mantener unos equilibrios básicos verificando el cumplimiento de las promesas del progreso en términos de mejoras concretas, temporalmente apreciables, de las condiciones de vida, así como evitando fracturas sociales importantes, por lo que, en él, la sociedad se reconoció como más unificada que nunca.

    Por otra parte, la guerra fría también difundirá un fuerte relato unificador, alimentando la imagen de sociedades heroicas, resistentes y dotadas de superioridad moral, como respuesta a un miedo sostenido en el tiempo, otro factorPage 256aglutinador de primer orden. Porque hay que entender la guerra fría como una estructura compleja integrada por factores institucionales, militares, ideológicos y económicos; pero, también, como el propio mecanismo generador del terror, y no sólo la posibilidad de la destrucción masiva –siquiera sea porque esa posibilidad se mantiene aún intacta, pese a la finalización oficial del pánico nuclear. Al final del período se constata que, pese a la perversidad de la dinámica, los estados europeos resultaron indemnes, alcanzando un balance entre miedo y moral heroica que les permitió mantener las instituciones democráticas.

C) Globalización, complejidad e incertidumbre

La finalización de esa época obliga a un cambio de paradigmas. Aún no se ha establecido un consenso metodológico sobre qué asuntos son causa y cuáles efecto de los cambios, pero toda caracterización resalta la acumulación de transformaciones. Así, aparecen sociedades postheroicas, que observan con relativa impotencia el fraccionamiento de luchas en torno a fronteras dudosas, la supertentación imperial norteamericana y la emergencia de no-gobiernos mafiosos. Pero si eso se refiere al ámbito transestatal, en el doméstico se advierte una prolongada instalación en la crisis sistémica del Estado social,20 evidenciada tanto en la quiebra de muchos de sus mecanismos más acrisolados como en la penetración de un neoliberalismo disolvente de los discursos construidos en torno a ideas de solidaridad. En convergencia con ello se asiste al fraccionamiento de las identidades que, en algunos momentos, impugna aspectos esenciales del modelo de la representación política, demasiado estrecho como para dar cabida a grupos que convierten en objetivo esencial la obtención de reconocimiento.21 Por otra parte, la revolución tecnológica, otrora promesa inapelable, contribuye ahora a poner en entredicho las seguridades del modelo industrial de empleo y del conocimiento jerarquizado,22 lo que favorece la crisis de las ideas usuales de progreso, sustituidas por una demanda de sostenibilidad que se sospecha imposible de alcanzar. No es extraño, en fin, que, si bien no de manera apocalíptica,Page 257se contemple la inoperancia de venerables construcciones ideológicas en torno a las que se edificaron las bases del derecho constitucional.

Todas estas realidades, con diversos acentos, aparecen en las definiciones sobre la globalización, que no es la suma de todo eso, sino su resultado. Porque la globalización no es una aritmética, sino una gramática y una sintaxis. Un primer ejemplo: la incapacidad en las ciencias sociales para alcanzar un consenso para nombrar el tipo de sociedad que la globalización escribe en el Occidente desarrollado. Se hablará, así, de sociedad red, invisible, líquida, del riesgo... En cada una de esas teorizaciones –y en otras– hay elementos analíticos de interés,23 que sólo captan una parte, que sólo definen la realidad por sus sombras, en una inesperada actualización del mito platónico de la caverna. Situación por lo demás congruente porque es la opacidad de los procesos y de sus razones lo que difumina los contornos del escenario, del que, a veces, sólo reconocemos su novedad.

En las próximas páginas se intentará exponer algunas ideas sobre cómo están afectando los procesos en marcha a las democracias occidentales, analizando la relación entre las nuevas condiciones y la antigua tensión entre participación y representación. Como cualquier intento de ofrecer una hipótesis unívoca traicionaría el objeto mismo del propósito, habrá que ceñirse a las implicaciones del nuevo contexto sobre algunas fórmulas de participación social y, en concreto, a la articulación de movimientos sociales y su relación con partidos y otras maneras de institucionalización de la política.

Constatamos que ha finalizado la época en que era posible reducir los discursos y las prácticas a la pretensión de unificación en torno a una o a unas pocas definiciones, tal y como se construyó la modernidad democrática. Ello no implica certificar la defunción de muchas instituciones, creencias u ordenaciones morales y jurídicas. Es cierto que muchos materiales con los que se construyeron las rutinas democráticas muestran signos de fatiga, pero no es menos cierto que ni aparecen alternativas reales ni que esos mismos materiales no den, de vez en cuando, inesperados signos de vitalidad.24 No parece responsable, porPage 258ello, efectuar invitaciones apresuradas a entonar un canto del cisne, contagiados por los discursos que circulan en un mercado de las ideas impregnado de pesimismo. Parece más razonable apuntalar canales por los que ha circulado –y circula– la democracia realmente existente. Pero también parece responsable avisar que no podrán mantenerse algunos andamios indefinidamente, sin tomar nota de las grietas que se ensanchan. En todo caso es defendible sostener que, a largo plazo, no habrá concepción política que no reconozca lo que podemos denominar como triunfo de la complejidad: la quiebra de la pretensión holista de vincular a algunos pocos principios la totalidad de las relaciones políticas.

Mongardini25 ha caracterizado la sociedad compleja como «una realidad en la que las relaciones sociales han alcanzado una densidad que escapa a todo control y a toda representación sistemática». En ella «la multiplicidad de los procesos sociales, su aceleración y la diferenciación de los centros de poder social no permiten ni una visión unitaria ni la posibilidad de definir una dirección política de gobierno». Asentados en una encrucijada de culturas, en muchos sentidos ni siquiera es lícito ya hablar de «una» sociedad, lo que en sí mismo revela que hay una inadaptación a las representaciones previas del orden social. No es extraño que, filtrándose por capas cada vez más amplias de ese orden, crezca la preocupación derivada de «la falta de dominio, reapropiación y representación de la realidad». En última instancia es la sociedad la que se busca en el espejo de sus prácticas y no se encuentra, salvo si está dispuesta a reconocerse como una realidad difuminada, distorsionada.

Se ha dicho que las metáforas que se centran en brújulas o indicadores de dirección están en retroceso,26 mientras que está en auge la del vuelo lejano de una mariposa que produce inesperadas consecuencias, como si la representación de la aleatoriedad relativa de la teoría del caos ofreciera una última y paradójica certeza. Lo que, seguramente, hay que poner en relación con otra característica de la complejidad que ha destacado Innerarity:27 la «intransparencia», pues la sociedad «cada vez se entiende menos a partir de las acciones visibles de individuos concretos» y se «establece como una trama a partir de interacciones complejas y difíciles de identificar»; observa este autor que el término «trama»Page 259es la versión «poco amable» de «red», tan puesta de relieve por todos los estudios sobre la globalización. Pero red que también hace las cosas intransparentes porque su «complejidad no jerárquica es inobservable». A largo plazo, las sociedades así entendidas, al borde de su misma negación, se vuelven «inconcebibles» o, en palabras de Habermas, quedan sujetas a una «nueva inabarcabilidad».

Ese renovado escenario suscita amplias dosis de perplejidad, que gravita sobre lo político provocando un alejamiento de la participación y quebrando las formas de representación. Si hubiera que definir con una expresión la sensación más difundida, diríamos que lo característico en las sociedades occidentales, ahora, es vivir en un estado de incertidumbre. Incertidumbre que es cualitativamente distinta del terror nuclear que marcaba la época anterior. Ese terror era una cosa disponible, mientras que la incertidumbre de la globalización es un proceso abierto a múltiples recombinaciones de la realidad y sus interpretaciones. Pero el miedo no está ausente de la actual incertidumbre. Es más, se puede afirmar que los dos impulsos esenciales del proceso indicado son el miedo y la euforia, porque, a la vez, la globalización es pavorosa y espectacular.

No es extraño, así, encontrar trazas de miedo cuando se intenta pronosticar un futuro privado de las ofrendas tradicionales del progreso y, ligado a ello, cuando se aprecia la obsolescencia de experiencias que antes creaban ámbitos de reconocimiento y seguridad, como el trabajo, la educación, la ciencia, la tecnología o el arte. También aflora el miedo al constatar la profusión de fronteras difusas,28 los no lugares que no generan identidad.29 Probablemente, en fin, la mayor fuente de miedo social es la que se experimenta ante los inmigrantes, reinterpretados como otros omnipresentes, incapaces de alcanzar las promesas en las que se basa el discurso hegemónico y que, por ello, recuerdan a las clases medias de las sociedades acomodadas que hay indeseables destinos agazapados.

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La misma ambigüedad existente entre la necesidad y el temor a los inmigrantes convierte a éstos en fronteras vivientes, y a los ciudadanos de los países de acogida en personas de frontera, inquietas y fáciles a admitir una reducción de la seguridad que aporta el Estado de derecho en favor de la ficticia seguridad de la fuerza descarnada,30 previamente planteada como salida a la perpetua y ambigua amenaza terrorista.

Pero también hay muestras de euforia ante la efervescencia de los ciclos económicos alcistas o los impactos tecnológicos, que inciden en la disolución de las experiencias espacio-temporales, entendida a menudo como «liberación».31 En esa dinámica el consumismo adquiere los perfiles de una estrategia para «satisfacer las necesidades de los hombres y las mujeres que se esfuerzan por construir, preservar y renovar su individualidad», hasta el punto de que la «lucha por la singularidad se ha convertido actualmente en el principal motor tanto de la producción en masa como del consumo de masas»,32 con lo que ello supone de cesión a la marca, a la publicidad o a la franquicia, es decir, a lo que hace iguales, la función de definir lo que hace a cada cual distinto. En estas prácticas, necesariamente, florece la ansiedad ante la presión ambiental y contribuyen a alentar la paradoja entre miedo y euforia. Pero no es sólo en el ámbito económicotecnológico donde las experiencias euforizantes se inscriben en el corazón del sistema, pues también contribuirán a ello las posibilidades de intercambiar identidades y de adoptar identidades sucesivas o la generación de imaginarios colectivos de nuevo tipo, como la fama efímera o los sucedáneos deportivos de la emoción y el combate.

No es difícil imaginar cómo estos elementos pueden reajustarse y pasar de ventajas a desventajas en muy poco tiempo. La tendencia es un equilibrio inesta-Page 261ble que multiplica las fuentes del desasosiego. Pero el esquema no es aséptico: es el espacio en el que se juegan y se jugarán las principales disputas por la supremacía. Por eso, el mantenimiento de la globalización, que puebla el mundo, incluido el norte occidental triunfante, de una infraclase33 de perdedores, requiere de políticas en las que se maximice la euforia y se reduzca el miedo.

No debemos contemplar lo indicado como mera descripción de una partida de naipes decidida de antemano, porque, en las tensiones por la hegemonía, algunas tendencias se encuentran limitadas por la misma democracia constitucional. Por eso, en ocasiones, está siendo imposible reducir la ansiedad si no es a base de implantar pedazos de Leviatán, formas segmentarias de neobonapartismo, rasgos de autoritarismo que conservan su legitimidad de origen mientras van negando su legitimidad en su ejercicio, sobre todo a base de anular la realización de la igualdad: ese es el programa del nuevo conservadurismo que, por ejemplo, Berlusconi maneja tan bien, y que está obligando al reposicionamiento del conjunto de fuerzas políticas en una escora a la derecha.

La cuestión no se dilucida, abstracta y únicamente, en el terreno de la disputa política circunstancial, porque todo ello está generando una crisis de representación y una pérdida de calidad democrática que llegan a impugnar algunos de los presupuestos del derecho constitucional. Y es que, en edades de incertidumbre, «la presencia y la manipulación de los riesgos sustituye a la función de agregación de los valores»; así, el «miedo acaba con la creatividad de la política y con la certeza del derecho sometido a las necesidades del cambio y de los intereses partidistas», lo que, por cierto, era para Montesquieu el inicio del gobierno tiránico.34

La relación entre la crisis apuntada y el giro conservador no es mera coincidencia: debe inscribirse en el hecho de que la incertidumbre afecta de manera determinante, en el Estado social y democrático de derecho, a parte del imaginario social y político tradicionalmente asociado a valores progresistas, de tal manera que la complejidad perturba certezas construidas como límites al mercado que, ahora, en su forma global y neoliberal, son desbordadas, poniéndose en entredicho la igualdad como articuladora de piezas importantes de la acciónPage 262del Estado. Se cierra el círculo con una relativización de la libertad, cautiva, como queda dicho, de las inciertas promesas de la seguridad. En resumen: buena parte del proyecto conservador consiste en incrementar la euforia ampliando el mercado y reducir el miedo quebrando componentes propios del Estado social y democrático de derecho.

En esta tesitura los partidos se muestran incapaces de proponer líneas unificadoras del discurso y estrategias que rebasen una legislatura, diluyéndose en una imposible reorganización tacticista de las demandas. No es extraño, por ello, que se difuminen cada vez más como puentes entre la sociedad civil y las estructuras del Estado y caigan en la tentación de acelerar la colonización de éstas, pensándose más potentes cuanto más se despojan de ideas y de proyectos normativos. El precio que pagan es el desprestigio, apreciable en reiterados estudios académicos35 y en infinidad de gestos cotidianos de la ciudadanía.

Los partidos, en fin, se convierten en administradores y espejos de la muy difundida cultura de la sospecha que desvía hacia los políticos la frustración ante la falta de horizontes, ocultos siempre por la neblina de la incertidumbre. La política se convierte, de esta manera, en un oficio evaluable por los peores ejemplos que proporciona. Lo que se complica cada vez más con la asociación entre política y desvío y abuso de poder, con la corrupción, que irrumpe aparentando ser un factor de eficacia36 –lo que es falso–, quebrando también así los presupuestos del Estado de derecho. Por eso, en muchos casos, las reivindicaciones de los movimientos sociales críticos apelan al abandono de acciones propias de una democracia clientelar a favor de los requeridos en la democracia deliberativa.37

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En estas condiciones, se incrementa la tentación a minusvalorar una democracia tenida por obsoleta, así como la incitación a las huidas hacia delante, regresando a ensoñaciones roussonianas, atacando la democracia formal.38 Pero es precisamente en estas condiciones cuando hay que intentar el rescate de la democracia, dotándola de nuevas virtualidades. Rescate, pues, no por negación sino por ampliación. Lo que exige advertir que es inimaginable una batalla total, una barricada democrática global: la reivindicación de la extensión democrática como modelo político, moral y jurídico exige de la organización de múltiples reivindicaciones parciales, incluidas, de manera relevante, las que afecten a las formas de la representación y la participación, a los partidos políticos y a los movimientos sociales.

D) La participación política y los movimientos sociales en las nuevas condiciones

Desde esas premisas conviene reevaluar el diálogo entre representación y participación. A partir de aquí se intentará efectuar consideraciones pragmáticas, intuiciones sobre cómo reconstruir un pensamiento participativo en las nuevas condiciones de una sociedad civil que es, a la vez, más abierta –en la medida en que participa de las realidades de la globalización– y más cerrada –cuando reacciona ante las causas oscuras del desasosiego. Y poniendo el énfasis en los movimientos sociales, desde el convencimiento de que sólo la actuación de éstos podrá producir, a su vez, alteraciones significativas en la autocomplacencia y desorientación que hoy rigen la práctica de los partidos.

Partimos de cambios que, siendo a veces de una radicalidad apreciable, no clausuran per se los tiempos de algunos instrumentos participativos –los sindicatos, por ejemplo–, aunque sí les plantean preguntas de una cierta intensidad; en otros casos, las dudas sobre el futuro son más consistentes –por ejemplo, para las asociaciones de vecinos, que a duras penas pueden asumir la complejidad reproducida en el ámbito urbano–. Parece interesante establecer una regla de sustitución, entendiendo por tal algunos principios que ayuden a dilucidar si las prácticas sociales de los movimientos están sustituyendo –o produciendo la posibilidad de sustituir– las estructuras existentes por otras.

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No merece la pena embarcarse en una reflexión entre viejos y nuevos –a los que habría que añadir los novísimos– movimientos sociales. Parece preferible un análisis más darwinista: ni por nuevos ni por viejos pueden reclamar los movimientos su virtud, pues sirven los que se adaptan al mundo cambiante, incidiendo en su interpretación, control y, eventualmente, transformación. O, si se prefiere: son más apreciables los modelos –y los valores que incorporan– que expresan y reconstituyen de manera comprensible la complejidad, pues ese factor de inteligibilidad de los múltiples planos en que se organiza y evidencia –u oculta– la realidad puede ser la metafunción de movimientos y formas de participación que no se conformen con una versión dirigista y miedosa del gobierno de la incertidumbre.

Ante ello, parece imprescindible y prioritaria la redefinición de objetivos, evitando una mística de la participación, que reputa que aquello que deciden algunos no políticos institucionales es positivo, inerrante y más representativo, como si, precisamente, al intentar decidir irrestrictamente, no intentaran apropiarse de las virtualidades y funciones de los aparatos representativos. En lugar de penetrar en ese laberinto, es de mayor interés insistir en que lo relevante para movimientos y formas de participación no puede ser la voluntad de enfrentarse a la globalidad abstracta del mundo o a sus desdichas, sino la capacidad de intervenir crítica y conscientemente sobre fragmentos concretos de ese mundo, contribuyendo con propuestas prácticas y morales a su recomposición, con la pretensión de percibir, a través de ello, la totalidad. Porque la totalidad, valga la paradoja, también puede ser parcial: esta es la esencia de la dialéctica entre el pensar global y el actuar local en tiempos de incertidumbre.

Quizá sea ello un requisito exigido por la honestidad intelectual a los que manifiestan voluntad de participar. No es el único: para alcanzar el objetivo de aportar certidumbre y comprensibilidad a la complejidad es preciso que formulen mecanismos evaluables de control y responsabilidad. Porque, más allá de brillantes teorías, el problema real de la participación aparece cuando hay que «proponer una configuración jurídica para la democracia participativa»,39 lo que, por cierto, debe ser reexaminado a la luz de lo indicado acerca de las impugnaciones fácticas al Estado de derecho. Por todo eso, parece posible esbozar algunos principios exigibles a los movimientos sociales críticos, que pueden servir como criterios para su evaluación.

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Probablemente el primero de ellos transite por su compromiso de reflexión sobre el entorno, definiendo objetivos y estructuras orgánicas y articulando propuestas concretas en términos de estrategias de usos múltiples. Lo que, al menos, significa que la capacidad de penetración de los movimientos y sus prácticas será directamente proporcional a su destreza para ser flexibles, para mostrarse abiertos a la variabilidad de las circunstancias y, sobre todo, para incorporar pedagogía a las acciones y reivindicaciones puntuales.

Ello se liga a la importancia de una tácita renuncia a la aplicación de análisis uniformes a todas las escalas –local, nacional, regional-internacional, mundial…– evitando trasladar análisis sobre lo global, mecánicamente, a lo local, como si fueran dos mundos definitivamente alejados. Ello pone de evidencia la paradoja de base de una globalización caracterizada porque, en ella, los horizontes están cada vez más cercanos, pues mientras se expanden las causas, se contraen los efectos; la globalización, así, como ruido de fondo, se infiltra por los intersticios de lo cotidiano, requiriendo de la imaginación para formular esas propuestas multinivel, ya que lo local es el sitio real de las contradicciones entre los estados, con instituciones sin poderes, y el capitalismo globalizado, con poder pero sin instituciones. Como ha recordado Bauman,40 es esencial entender «la estrecha influencia recíproca que hay entre la presión mundializadora y el modo en que se negocia, se forma y se reforma la personalidad propia de cada lugar», siendo un grave error «situar los aspectos global y local de la vida y la política contemporánea en dos órbitas distintas en las que sólo se comunican alguna que otra vez y de modo superficial», aunque esa sea una sugerencia ideológica de los poderosos emergentes. En el escenario global «la política tiende a ser cada vez más, y de forma más apasionada y consciente, local. Expulsada del ciberespacio, o con el acceso vedado, la política vuelve de rebote a los asuntos que están a su alcance, a cuestiones locales, a las relaciones vecinales. La mayoría de nosotros, casi todo el tiempo, pensamos que dichos asuntos son los únicos en los que podemos intervenir: influir en ellos, repararlos, mejorarlos, cambiar su dirección», pues aunque esos asuntos tengan «causas mundiales, raíces lejanas y recónditas» no entrarán «en el campo del interés político si no es a través de las repercusiones que generan en el ámbito puramente local».

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Esa nueva dialéctica global/local impone asimismo a los movimientos la renuncia a imaginar los bloques y alianzas sociales como inamovibles y compactos. Las estrategias de participación no pueden hacerse sólo en función de definiciones cerradas y apriorísticas de objetivos, sino como definición de estrategias y tácticas para la construcción de mayorías sociales de geometría variable. En cierto modo esta idea actualiza la expresada por Offe41 acerca de la prioridad que algunos grupos otorgan a la identidad –a menudo en contraposición con la eficacia–, lo que cobra una nueva dimensión en tiempos en los que una de las caras de la complejidad es la fragmentación identitaria y la nueva emergencia de políticas basadas en el reconocimiento de organizaciones y prácticas.

Para alcanzar lo indicado parece oportuno reintroducir una visión abierta del tiempo en el centro de los análisis políticos. Esa dimensión política de lo temporal no puede eludir asentarse en tres momentos que, a la vez, vertebran los discursos, las acciones y la didáctica social que busca la construcción de alianzas y mayorías sociales: la memoria –diferenciada de la nostalgia que arrastra a un pasado infinito e improductivo–, el presente, que se sabe efímero, y un futuro que se requiere sostenible y que se utiliza como recurso explicativo sobre la necesidad y posibilidad de configurar nuevos pactos sociales intergeneracionales.

Igualmente, los movimientos quedan convocados a reinventar el concepto de espacio público, despojándolo de dos ideologizaciones: la que lo contempla como cosa, como realidad cerrada e inabordable, y la que lo reduce a lo publicado en medios de comunicación. Frente a ello, la comprensión del espacio público como proceso le dota de características relacionales, permanentemente abierto, en construcción. Desde estas premisas, las múltiples instigaciones ideológicas, institucionales, jurídicas o estéticas hacen el espacio público y, al hacerlo, lo alteran, lo redefinen. La alternativa real es si se opta por edificar un espacio público pequeño, reducido a lo testimonial y autorreferencial, cimentado en la identidad del movimiento, o se apuesta por el espacio público plural pero común, en el que se reconoce el conjunto o, al menos, la mayoría de la sociedad. Sólo en éste último tiene sentido una apuesta por la crítica social y política, mientras que en el espacio pequeño la crítica es inútil, pues aquello sobre lo que versa el convencimiento no precisa de ella, desviándose a improductivos debates tacticistas u organicistas.

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Una última apelación a la reflexión pragmática invita a eludir las escisiones teóricas insalvables entre los planos económico, jurídico, ético y político. Renunciando, en fin, a cualquier teórica crítica que no se pueda llevar a la práctica en condiciones previsibles, lo que es una forma de recuperar la racionalidad en tiempos difusos.

En párrafos anteriores se ha intentado demostrar que, ante las crisis parciales de algunas convicciones en las que se ha venido basando la acción política, se está procurando gobernar la incertidumbre con argumentos y prácticas cercanos al autoritarismo, debilitando la calidad del Estado social y democrático de derecho y poniendo en entredicho la capacidad de los partidos políticos para articular la relación entre representación y participación. En ese marco, la acción renovada y multiforme de algunos movimientos sociales, conscientes de las nuevas realidades, puede inaugurar un nuevo ciclo.

Para éste será preciso buscar nuevas metáforas, activar imaginarios alternativos a los apesadumbradamente anclados en la protesta o en la queja. Es posible imaginar que una de las funciones de la participación es la de servir de flash: una potente luz que, por un instante, detiene, fija la realidad social y política, haciéndola comprensible sobre las paredes de la caverna social, como un requisito previo para activar la racionalidad. Ello es así porque, en las actuales circunstancias, aportar transparencia se convierte en una de las principales obligaciones pragmáticas y morales de los movimientos sociales –y de los partidos–, brindando a la ciudadanía la oportunidad de no ser despojada –en nombre de la complejidad y la incertidumbre– de su capacidad de participación. Por todo ello la acción continuada de una red de movimientos sociales puede acabar convirtiéndose –partiendo de flashes iniciales– en foco de luz permanente que, al menos, obligue a la sociedad, o a algunos de sus segmentos, a dirigir la atención a lo que es rescatado de la oscuridad, de la opacidad.

La participación se incardina directamente con ese acto de transparencia y, al desarrollarse por los movimientos sociales, reconoce y se reconoce en la complejidad porque se expresa a través de una pluralidad de actores, más allá, por cierto, de la colonización de las instituciones por parte de los partidos, que tienden a no asumir más responsabilidad que la electoral. Ello puede convertirse en un elemento de nueva modernización de la acción política, al favorecer el establecimiento de redes, frente a la habitual unidireccionalidad jerárquica, en la que anidan la rigidez, el miedo y el autoritarismo.

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Una reflexión sobre la reconstitución de la política en forma de red podría servir para entender cómo debe actuarse para procurar la reducción de la incertidumbre sin incrementar el miedo autoritario. Pero sin olvidar que frente no es contra, y que, casi siempre, será con. Los nuevos instrumentos, los nuevos mecanismos, no pueden ignorar y excluir a los partidos, no pueden favorecer la generación de compartimentos estancos, de realidades que se ignoran. Siquiera sea porque uno de los campos de acción prioritarios de los movimientos sociales seguirá siendo la influencia sobre los partidos, no sólo sobre aspectos programáticos puntuales, sino sobre las maneras de hacer política que limitan el prestigio de los mismos partidos. Ello no significa creer que en los movimientos haya más conocimiento o más ética en las intenciones; significa, sólo, considerar que pueden ofrecer una perspectiva teórica y práctica, de la que, en muchas ocasiones, carecen los partidos.

Y una participación útil desde los movimientos sociales críticos debe contribuir también de manera decisiva al desvelamiento de los mecanismos del liberalismo coactivo, entendiendo por tal las acciones del capital que reducen el campo real de las decisiones de los aparatos del Estado y de las opciones políticas democráticas. Desde este punto de vista una actuación esencial de estos movimientos debe consistir en contribuir a introducir en la sociedad civil prácticas que liberen a las instituciones de las imposiciones de los poderes privados.

En todo caso, las ideas precedentes podrían servir para justificar una pretensión de optimismo: sólo un nuevo curso dinámico para la participación, a través de renovados sujetos, permitirá la recuperación del progreso, ya sin tintes trascendentes, pero reformulado como la necesidad de no cegar el camino del futuro. Porque la participación, tal y como se ha defendido, también sin tintes trascendentes, puede ser una forma de rehacer el progreso.

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[1] . Se utiliza aquí «democracia» en un sentido muy genérico. Sería más correcto aludir, según los momentos, a «liberalismo»o«democracia liberal». Pero se considera que está suficientemente clara la intención al usar de esta generalización, que, al menos, debe permitir apreciar mejor un hilo conductor en la historia del pensamiento y de las prácticas políticas.

[2] . Probablemente la forma filosófica más evidente de esta idea, en la Ilustración, la encontramos en la tendencia a buscar «leyes» que, evidenciando las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas, reducen lo que podía ser un caótico panorama gnoseológico a un marco más fiable. No es preciso insistir en el salto que supusieron, en esa perspectiva, la obra de Montesquieu o la Enciclopedia, que, en sí misma, aportaba la novedad de la síntesis de un conocimiento previamente seleccionado a través de una adecuada crítica. Hazard, P. El pensamiento europeo del siglo XVIII. Alianza, Madrid, 1998, pág. 295 y ss. Iglesias, C. El pensamiento de Montesquieu. Ciencia y filosofía en el siglo XVIII. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2005, pág. 375 y ss.

[3] . Sieyès proclamará en varios lugares estas pretensiones, como cuando defiende el voto por cabezas en los Estados Generales, pues con el sistema de convocatoria «no se puede alcanzar el fin que nos proponemos, que sería unir a la totalidad de los representantes en una voluntad común» (la cursiva es de Sieyès). Con más claridad alude a la voluntad nacional como «el resultado de las voluntades individuales, así como la nación es la reunión de los individuos», por lo que los componentes de la Asamblea Nacional deberán concurrir «por medio de sus voluntades individuales, a formar esa voluntad común orientada hacia el interés público», por ello, incluso, defenderá que la pertenencia a corporaciones u otras asociaciones de esos representantes quede en suspenso mientras integran el cuerpo legislativo. Sieyès, E. ¿Qué es el Tercer Estado? Ensayo sobre los privilegios. Alianza, Madrid, pág. 118 y 172 y ss.

[4] . Touchard, J. Historia de las ideas políticas. Tecnos, 8ª reimp., Madrid, 2000, pág. 358 y ss.

[5] . Sobre las contradicciones relacionadas con las asociaciones políticas y la emergencia de una cultura revolucionaria y democrática durante la Revolución, ver Reichardt, R. E. La Revolución Fran- cesa y la cultura democrática. La sangre de la libertad. Siglo XXI, Madrid, 2002, pág. 48 y ss.; 109 y ss. y 175 y ss.

[6] . El artículo 6 de la Declaración proclamó la unificación legal, colocando a todos en pie de igualdad ante la ley. Se hacía eco de una afirmación de Sieyès: «Toda sociedad debe estar regulada por leyes comunes y sometida a un orden común». Sieyès, E., op. cit., pág. 115. Ver Chevallier, J. J. Histoire des institutions et des régimes politiques de la France de 1789 à nos jours. Dalloz, 7ª ed., París, 1985, pág. 22 y ss. Y el preámbulo de la Constitución de 1791 afirmaría: «no hay para ninguna parte de la nación ni para ningún individuo ningún privilegio ni excepción al derecho común de todos los franceses». Los textos en: Prieto, F. La Revolución francesa. Istmo, Madrid, 1989.

[7] . Fierro, A., Palluel-Guillard, A. y Tulard, J. Histoire et Dictionnaire du Consulat et de l’Empire. Ed. Robert Laffont, París, 1995, pág. 293 y ss.

[8] . Valga un ejemplo de cómo entendía el liberalismo progresista la relación entre unificación de la soberanía y sufragio universal –masculino–: «Cuando la soberanía nacional es la única fuente de donde se han de derivar todos los poderes y todas las instituciones de un país, el asegurar la libertad más absoluta del sufragio universal, que es su legítima expresión y su consecuencia indeclinable, constituye el deber más alto y de más inflexible responsabilidad para los gobiernos que, brotando de esa misma soberanía en los primeros instantes de la revolución, son los depositarios de la voluntad general […]» (Decreto del Gobierno de España de 9 de noviembre de 1868). Citado en Artola, M. Textos fundamentales para la Historia. Alianza, 8ª ed., Madrid, 1985, pág. 499 y 500.

[9] . Es interesante ensayar una reflexión sobre este aspecto en relación con lo que Taylor denomina «el orden moral moderno». Taylor, C. Imaginarios sociales modernos. Paidós, Barcelona, 2006, pág. 15 y ss.

[10] . De Cabo Martín, C. Teoría histórica del Estado y del Derecho Constitucional, vol. II: Estado de Derecho en la transición al capitalismo y en su evolución: el desarrollo constitucional. PPU, Barcelona, 1993, pág. 85 y ss.

[11] . Condorcet, en plena euforia progresista, defenderá el libre comercio acercándose mucho a la exaltación del colonialismo económico: «Los europeos, limitándose a un comercio libre, demasiado ilustrados sobre sus propios derechos para despreciar los de los otros pueblos, respetarán esa independencia [la de los pueblos de las colonias] que hasta ahora han violado con tanta audacia. Sus establecimientos, en lugar de llenarse de protegidos de los gobiernos […] se poblarán de hombres industriosos que irán a buscar en aquellos climas el feliz bienestar que en su patria se les negaba»; de hecho atribuye a continuación a las naciones avanzadas la obligación de llevar el progreso a esos pueblos. Condorcet. Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Instituto de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pág. 160 y ss.

[12] . Un apunte sobre este hecho en Laski, H. J. El liberalismo europeo. Fondo de Cultura Económica, 3ª ed. México, 1961, pág. 191.

[13] . Kelsen, H. Esencia y valor de la democracia. Editora Nacional, México DF, 1980, pág. 30 y 31.

[14] . García-Pelayo, M. Derecho constitucional comparado. Alianza, 1ª reimp., Madrid, 1987, pág. 175. En este texto, no obstante, García-Pelayo no indicó el origen de la idea en Kelsen.

[15] . Criado de Diego, M. Representación, Estado y democracia. Tirant lo Blanch, Valencia, 2007, pág. 96 y ss.

[16] . Se utiliza la expresión en el sentido que le da Häberle cuando alude al legado de 1789 en tér- minos de «garantía cultural de statu quo», de anclaje en una realidad histórica irreversible. Häberle, P. Libertad, igualdad, fraternidad. 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado constitucional. Trotta, Madrid, 1998. Obsérvese: la marca cultural de lo constitucional es esencialmente una manifestación de progreso, pues deviene incomprensible en términos de regreso.

[17] . Kitschelt también ha atribuido a los «grupos de intereses» el mismo papel mediador que a los partidos entre instituciones y sociedad civil. Cabe hacer alguna objeción: la primera es que el concepto mismo de «grupos de intereses» no se ajusta exactamente a la realidad actual y, sobre todo, que, sin negar ese papel mediador a los movimientos sociales de nuevo tipo, hay que matizar mucho más la cuestión si variamos la perspectiva, para centrarnos, como aquí se propone, en los momentos participativos y representativos del proceso político democrático, siquiera sea porque los partidos han acabado casi por monopolizar la representación, así como muchos de los factores esenciales de la participación. Kitschelt, H. «Los nuevos movimientos sociales y el declinar de la organización de los partidos», en Dalton, R. J. y Kuechler, M. (comp.) Los nuevos movimientos sociales. Ed. Alfons el Magnànim, Valencia, 1992, pág. 247.

[18] . «Estas organizaciones sociales tienen todavía un carácter casi siempre amorfo, presentándose bajo la forma vaga de asociaciones libres, y en ocasiones no llegan siquiera a serlo, sino que care- cen hasta de personalidad jurídica. Y, sin embargo, brota de su seno una parte muy esencial de la formación de la voluntad colectiva». Kelsen, H., op. cit., pág. 35.

[19] . García-Pelayo, cuando se esforzaba por distinguir entre «partidos» y «grupos de presión», apuntaba que los primeros «tienen una concepción política total y se sienten responsables de los intereses morales y materiales de la totalidad del país»; no está claro que hoy tal descripción fuera válida en la mayoría de las sociedades europeas o, al menos, que fuera percibida así por la mayoría de la población. En realidad, en la enumeración de diferencias ofrecidas figuraba otra que sí sería de actual aplicación: «Los partidos tienen como finalidad la ocupación o participación en el poder político» y «buscan la investidura jurídico-política para sus miembros». Probablemente el problema reside en que en esta legitimación del poder falla la valoración pública de los fines, mientras que se acepta la otra descripción. García-Pelayo, M., op. cit., pág. 196 y 197. Para la evolución jurídica de los partidos: García-Pelayo, M. El Estado de partidos. Alianza, Madrid, 1986. García Giráldez, T. «Partidos y Derecho», en VA.AA. Curso de partidos políticos. Akal, Madrid, 1997.

[20] . De Cabo Martín, C. La crisis del Estado social. PPU, Barcelona, 1986, y Habermas, J. Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Amorrortu, 4ª reimp., Buenos Aires, 1991.

[21] . Phillips, A. «La política de la presencia: la reforma de la representación política», en García, S. y Lukes, S. (comp.) Ciudadanía, justicia social, identidad y participación. Siglo XXI, Madrid, 1999, passim.

[22] . Beck, U. La sociedad del riesgo. Paidós, pág. 175 y ss. y 199 y ss.

[23] . Sauca, J. M. y Wences, M. A. Lecturas de la sociedad civil. Un mapa contemporáneo de sus teorías. Trotta, Madrid, 2007.

[24] . Alcaraz Ramos, M. «Europa: Constitució i identitat», en L’Espill, segunda época, nº 20, Valencia, 2005, passim.

[25] . Mongardini, C. Miedo y sociedad. Alianza, Madrid, 2007, pág. 79 y ss.

[26] . Nogué Font, J. y Vicente Rufí, J. Geopolítica, identidad y globalización. Ariel, Barcelona, 2001, pág. 11.

[27] . Innerarity, D. La sociedad invisible. Espasa, Madrid, 2004, pág. 14, 66 y 67.

[28] . Por un lado se constata el declive de las fronteras, en relación con transformaciones esenciales en el concepto de soberanía y en las funciones clásicas del Estado-nación. Pero, por otro, no puede olvidarse que, tras el final de la guerra fría, entre 1990 y 1997, se crearon 14.200 km de fronteras y nacieron o renacieron 31 estados. Nogué Font, J. y Vicente Rufí, J., op. cit., pág. 75 y ss. y 105. Ver también: Kymlicka, W. Fronteras territoriales. Trotta, Madrid, 2006. Bauman, Z. Noves fronteres i valors universals. Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, Barcelona, 2006.

[29] . Para el ámbito urbano, decisivo en las nuevas condiciones, Koolhaas se ha referido a la ciudad «genérica», como el destilado de las nuevas urbes privadas de identidad: «Esto suele verse como una pérdida. Pero a la escala que se produce debe significar algo. ¿Cuáles son las desventajas de la identidad; y, a la inversa, cuáles son las ventajas de la vacuidad?». Koolhaas, R. La ciudad genérica. Gustavo Gili, Barcelona, 2006, pág. 6.

[30] . Este carácter personal de lo fronterizo refuerza la ambivalencia de la desaparición de fronteras físicas fiables, sobre todo si tenemos presente que «la frontera protege del enemigo en la misma medida en que lo crea; define la seguridad al mismo tiempo que genera una paradójica inseguridad. El principio de territorialidad presupone que el territorio sea reconocido como constitutivo del orden, como principio estructurante de las comunidades políticas, sin derivar de ninguna solidaridad anterior, distinta o que la trascienda. Cualquier otra distribución haría ambiguo el orden territorial, pues le despojaría de su función discriminatoria en la definición de las competencias jurisdiccionales. Debido a que implica monopolio y exclusividad, el principio territorial se presta mal al compromiso, no permite la pertenencia simultánea a espacios distintos». Innerarity, D., op. cit., pág. 104.

[31] . Anico, M. «La postmodernització de la cultura: patrimoni i museus en la contemporaneïtat», en L’Espill, 2ª época, nº 24, Publicacions de la Universitat de València, 2006, pág. 146.

[32] . Bauman, Z. Vida líquida. Paidós, Barcelona, 2006, pág. 37 y 50.

[33] . Bauman, Z., op. cit., pág. 36 y 196.

[34] . Mongardini, C., op. cit., pág. 126.

[35] . Ver una muestra de algunas líneas dominantes en el análisis de los partidos en los estudios incluidos en: Montero, J. R., Gunther, R. y Linz, J. J. (eds.) Partidos políticos. Viejos conceptos y nuevos retos. Fundación Alfonso Martín Escudero-Trotta, Madrid, 2007. Linz, J. J. «Los problemas de la democracia y la diversidad de democracias», en Del Águila, R., Vallespín, F. y otros, La democracia en sus textos, pág. 237 y ss. Datos sobre declive de militancia en partidos europeos en: Criado Olmos, H. Los partidos políticos como instrumentos de la democracia. Fundación Alternativas. Documento de trabajo 77/2005, pág. 15, 16 y 26.

[36] . Villoria Mendieta, M. La corrupción política. Síntesis, Madrid, 2006, pág. 16, 17 y 81 y ss. Sobre corrupción y financiación de partidos: pág. 18, 67 y ss.

[37] . Alcaraz Ramos, M. «De la corrupción urbanística a la corrupción de la democracia», en Alcaraz Ramos, M. (Dir.) El Estado de Derecho frente a la corrupción urbanística. La Ley, Madrid, 2007, passim.

[38] . Subirats, J. «Nuevos mecanismos participativos y democracia: promesas y amenazas», en Font, J. (coord.) Ciudadanos y decisiones públicas. Ariel, Barcelona, 2001, pág. 39.

[39] . Rubio Núñez, R. «La guerra de las democracias», en Asamblea. Revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid, nº 16, Madrid, junio 2007, pág. 92.

[40] . Bauman, Z. Confianza y temor en la ciudad. Vivir con extranjeros. Arcadia, 4ª reimp., Barcelona, 2007, pág. 20 y ss.

[41] . Offe, C. Partidos políticos y nuevos movimientos sociales. Sistema, Madrid, 1992, pág. 177 y ss.

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