La Comisión de Justicia y el Proyecto de Reglamento para causas criminales de 1811

AutorDr. Isabel Ramos
CargoProfesora de Historia del Derecho de la Universidad de Jaén
Páginas92-112

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1. Introducción: antecedentes al Proyecto de Reglamento para causas criminales de 1811

Desde que comenzaran a reunirse las Cortes gaditanas, empezaron a lloverle un “diluvio de recursos” sobre ciudadanos injustamente encarcelados, quejas sobre los abusos cometidos en las cárceles y, sobre todo, “reclamaciones contra la lentitud en la administración de justicia”: “¿No se llamará esto arbitrariedad de los jueces? ¿No será injusticia, desconcierto y despotismo prender a un ciudadano, aherrojarle en una cárcel, pudrirle en ella y olvidarse el juez de formar la causa y aun de que existe semejante criatura?. En Constantinopla sería insufrible un abandono igual”1.

Este problema, que era endémico en el Antiguo Régimen, se había acuciado ostensiblemente durante los acontecimientos de la Guerra de Independencia, y ya desde fecha temprana, el diputado González había pedido reiteradamente a las Cortes el nombramiento de una Comisión especial de Justicia, encargada específicamente de resolver dichas cuestiones2. La Comisión de Justicia que se había creado no tenía ninguna facultad jurisdiccional, y cuando recibía alguna de estas reclamaciones se limitaba a ordenar que la causa se juzgase por un tribunal competente, o a pedir a éstos una mayor celeridad a la hora de resolver3.

Desatendidas sus primeras propuestas, el diputado González insistió en que, al menos, se fijara un día a la semana para dar audiencia pública a los ciudadanos. En su opinión, elPage 94 principal objeto y obligación de las Cortes era salvar la Patria, y éste no podría salvarse si no se administraba pronta justicia. “Por ella (decía) claman infinitos ciudadanos que, afligidos y atropellados por la arbitrariedad y el despotismo, han llegado a un punto de desesperación”4.

Tampoco esta proposición fue admitida, y las reclamaciones y recursos siguieron acumulándose hasta que, en abril de 1811, el propio Argüelles abundara en esta misma línea, pidiendo la creación de una Comisión especial de justicia para resolver las causas criminales pendientes5.Algunos diputados opusieron a esta propuesta “el célebre decreto de 24 de Setiembre”, que dividió los poderes. Pero con la visita de las cárceles planteada por Argüelles “no se trata de ir a sentenciar pleitos”, se les respondió, “sino de examinar en qué consiste esas dilaciones”6. Y aunque la proposición quedó suspendida por algún tiempo, fue sumando partidarios que finalmente arrancaron a las Cortes el compromiso de constituir la citada comisión especial de visita, una vez que la Comisión de Justicia general concluyese y presentase “su trabajo sobre la pronta administración de Justicia”7.

Efectivamente, aunque las Cortes no habían tenido a bien atribuir a la Comisión de Justicia funciones de inspección o judiciales, sí se le había encomendado, en enero de 1811, la elaboración de un reglamento general para resolver las numerosas cuestiones que se planteaban en las causas criminales, nuevamente a propuesta de Argüelles. A resultas de esta proposición, en la sesión del 30 de marzo se formó una Comisión especial de Justicia, para la que fueron nombrados los diputados Dueñas, Luján, Moragues, Navarro y Goyanes. El Proyecto de Reglamento para las causas criminales que elaboraron se leyó en la sesión del 19 de abril, siendo sus principales objetivos afrontar la dilación de los pleitos, la reforma de los procesos judiciales, la falta de garantías al detenido, y el hacinamiento y malestar que padecían los reos8.

Uno de los principales problemas de la Administración de justicia criminal era, sin duda, la dilación de los pleitos, heredado de épocas pretéritas, y denunciado hasta la saciedadPage 95 por juristas de todos los tiempos9. No existían plazos procesales que obligaran a los jueces a sentenciar las causas criminales en un determinado periodo, más allá de una olvidada ley de Partidas que compelía a hacerlo en un máximo de 2 años10, y los presos permanecían en las cárceles sin ser informados de la causa de su detención y sin que fuera conocida su causa.

La cuestión era intolerable para el nuevo pensamiento iluminista del siglo XVIII, que vertió sobre él una crítica constante11. A consecuencia de ello, la Instrucción de Corregidores de 1788 estableció que los jueces tomasen declaración al detenido dentro de las 24 horas siguientes a su encarcelamiento, y propiciaran a continuación un juicio rápido12. Pero la norma encontró demasiadas trabas en la práctica para poder ser cumplida.

La principal causa que impedía el funcionamiento célere y eficaz de la Justicia criminal, como señalara Argüelles, era la abundancia de causas y el hacinamiento de los reos en las cárceles, aunque a estos problemas había que añadir también el de la manifiesta y extendida corrupción que habían desarrollado los oficiales públicos relacionados con el entorno carcelario. Todos ellas eran también cuestiones antiguas, que se habían enquistado en el funcionamiento del aparato judicial, y parecían resultar insalvables a pesar de los esfuerzos legislativos y doctrinales que se habían realizado en este sentido desde mucho tiempo atrás13.

Aunque por ley sólo debían ser detenidos los imputados por un delito que mereciera pena de muerte o corporal (“si el yerro fuere tal que merezca pena de muerte, o otra pena en el cuerpo”14), en la práctica las cárceles permanecían llenas de reos susceptibles de ser castigados con penas pecuniarias, a los que según el derecho bastaba con imponer una fianza como medida cautelar. El uso de fianzas habría solucionado el problema del espacio en las cárceles y acortado los plazos judiciales. Pero éstas tuvieron una trascendencia muy escasa en el proceso penal debido, por un lado, a la alta falibilidad del sistema, que conminaba a los jueces a decretar los mandamientos de prisión en todo caso para asegurarse el prendimiento del delincuente Y, por otro lado, al beneficio que obtenían los oficiales públicos del apresamiento, habida cuenta que su salario dependía de las tasas pagadas por los reos.

Por lo demás, el derecho del Antiguo Régimen no señalaba la necesidad de ningún indicio o presunción para detener a un delincuente, y los jueces solían decretar numerososPage 96 mandamientos de prisión para evitar la huída de los delincuentes y mantener la paz social, basándose en levísimos indicios o meras sospechas15.

La única seguridad jurídica que se prescribía en el proceso era que nadie podía arrestar a un delincuente si no se trataba de un oficial público y contaba para ello con un previo mandamiento judicial16. La norma no pretendía ofrecer ninguna garantía al detenido, sino favorecer la confianza en el nuevo sistema de administración pública de justicia que se estaba construyendo frente a la antigua venganza privada, y con dicha finalidad fue recogida en las principales leyes del derecho castellano17, estableciéndose que, en caso de que el arresto fuera de noche, el detenido debía ser puesto a disposición judicial al día siguiente para que el juez se pronunciara sobre la legalidad de su detención18.

A esta norma se opusieron, sin embargo, importantes excepciones desde su origen, quedando prácticamente desvirtuada. La primera de ellas era la que permitía que cualquier persona detuviese a quienes cometieran delitos graves o “atroces”19. La segunda legitimaba a los oficiales a detener a los malhechores sin esperar mandamiento judicial en los casos de flagrante delito20, y se extendió a los simples particulares por la doctrina. Y la tercera permitía tanto a los acreedores como a las víctimas detener a los deudores o delincuentes que se hubiesen dado a la fuga21.

Las detenciones o arrestos en causa criminal adolecían, en suma, de una enorme arbitrariedad. Y el régimen carcelario que les seguía no resultaba mucho mejor. A pesar delPage 97 principio romanista “carcer ad continendos homines, non ad puniendos haberi debet”22, los abusos que se cometían sobre los detenidos en las cárceles eran reiterados, y habían dado lugar a una práctica perversa23. Los reos en las cárceles eran sometidos a toda clase de apremios (cadenas, grillos, cormas, cepos, calabozos…) y, en el caso de los delitos más graves, torturas para precipitar la confesión. Los establecimientos carcelarios eran, por lo demás, sucios, húmedos, mal ventilados, oscuros e insalubres, no sólo por apremiar la confesión, sino porque partían de la idea de que el reo debía empezar a pagar sus culpas desde el mismo momento de su detención, y sufrir desde el encierro cautelar todo el rigor de la justicia24.

La situación fue tolerada por las autoridades, como un mal menor en el que sustentar la feroz imagen del poder, y sólo recibió en la Edad Moderna las críticas de un pequeño grupo de humanistas seguidores de Erasmo de Rotterdam, y principalmente su discípulo Juan Luis Vives25. Sin embargo, en el siglo XVIII, una nueva sensibilización social y un creciente sentimiento filantrópico, propiciado por el humanismo cristiano y la actitud paternalista que adoptó el Estado frente a sus súbditos, elevaron la cuestión al centro del debate político.

La cuestión del tormento y la reforma de las cárceles, también se vio alimentada en España por influencias externas. En primer lugar, la del inglés John Howard, que ha trascendido en la Historia como el creador del derecho penitenciario26, y en segundo lugar, la de losPage 98 filósofos del liberalismo, fundamentalmente Voltaire y Beccaria27, que denunciaron las arbitrariedades y la inseguridad jurídica, y se opusieron a los espectáculos de terror en los que se había convertido la justicia criminal.

La influencia de estos pensadores en nuestro país fue temprana. Concretamente en el año 1770 ya aparecía la primera obra patria que planteaba la necesidad de abolir la tortura, del abogado...

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