Propiedad, ciudadanía y sufragio en el constitucionalismo español (1810-1845)

AutorJoaquín Varela Suanzes-Carpegna
CargoCatedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo
Páginas105-123

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna

    Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo e Investigador Titular del Instituto Feijoo del Siglo XVIII, adscrito a esa Universidad. Es autor de casi un centenar de trabajos sobre la historia constitucional española, británica y francesa. Sus dos últimas monografías son Sistema de gobierno y partidos políticos: de Locke a Park (CEPC, Madrid, 2002) y, El Conde de Toreno (1786-1843). Biografía de un liberal (Marcial Pons, Madrid, 2005). En breve publicará dos nuevos libros, que recogen buena parte de sus estudios sobre el constitucionalismo español publicados en los últimos veinte años: Política y Constitución en España (1808-1978) (CEPC, Madrid, 2006) y Los asturianos en la política española. Pensamiento y acción (KRK ediciones, Oviedo, 2006). Ha editado ocho libros, los dos últimos: Álvaro Flórez Estrada (1766-1853), política, economía, sociedad, JGPA, Oviedo, 2004 y La propiedad en la historia del Derecho español (siglos XIX y XX), Colegio de Registradores, Madrid, 2005. Fundador y Director de la Revista electrónica "Historia Constitucional", codirige también "Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional".

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  1. En este trabajo1 voy a reflexionar sobre el estrecho vínculo entre propiedad, ciudadanía y sufragio en el constitucionalismo español de la primera mitad del siglo XIX. En primer lugar, me detendré en los debates de las Cortes de Cádiz y en la Constitución de 1812; a continuación estudiaré los planteamientos que mantuvieron "moderados" y "progresistas" desde la entrada en vigor del Estatuto Real, en 1834, hasta la aprobación de la Constitución de 1845, con particular insistencia en las discusiones parlamentarias, pero también en diversos textos doctrinales, sin perder de vista, por supuesto, los textos normativos; por último, me ocuparé de la postura que defendieron los progresistas de izquierda o "pre-demócratas" a partir de 1834, sobre todo en las Cortes constituyentes de 1837.

I El primer planteamiento de la cuestión: 1810-1812
  1. La primera ley electoral española fue la Instrucción que deberá observarse para la elección de Diputados de Cortes, aprobada por la Junta Suprema de Gobernación del Reyno el 1 de Enero de 1810. Esta Instrucción sirvió para elegir a los miembros de las Cortes de Cádiz e inspiró la normativa electoral que recogería la Constitución de 1812. Su artículo 12 hacía una velada alusión a la conveniencia de que los futuros Diputados fuesen propietarios cuando recomendaba que los electores, con el fin de reducir las dietas y ayudas que este mismo precepto otorgaba a los Diputados electos, procurasen elegir a "aquellas personas que, además de las prendas y calidades necesarias para desempeñar tan importante cargo, tengan facultades suficientes para servirle a su costa"2.

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  2. En el vínculo entre propiedad y sufragio, tanto activo como pasivo, insistieron los diputados de las Cortes de Cádiz, sobremanera los liberales, en quienes recayó el peso principal en la elaboración de la Constitución de 1812. Para justificar este vínculo- perfectamente coherente con imputar la soberanía a la nación, esto es, a una persona moral, ficticia, compuesta de individuos iguales, pero distinta de la mera suma de ellos3- los liberales doceañistas trajeron a colación la necesidad de distinguir entre los derechos civiles y los derechos políticos. Si los primeros debían reconocerse a todos los españoles, con independencia de su sexo, raza o condición social, los segundos- entre ellos el más importante de todos: el ius sufragii- sólo debían reconocerse a aquellos intelectualmente capaces de participar en la cosa pública.

  3. A esta distinción se refería el Discurso Preliminar a la Constitución de 1812: "el íntimo enlace- se decía allí- el recíproco apoyo que debe haber en toda la estructura de la Constitución, exige que la libertad civil de los españoles quede no menos afianzada en la ley fundamental del Estado que lo está ya la libertad política de los ciudadanos. La conveniencia pública, la estabilidad de las instituciones sociales no sólo pueden permitir, sino que exigen muchas veces, que se suspenda o disminuya el ejercicio de la libertad política de los individuos que forman una nación. Pero la libertad civil es incompatible con ninguna restricción que no sea dirigida a determinada persona, en virtud de un juicio intentado y terminado según la ley promulgada con anterioridad. Así es que en un Estado libre puede haber personas que por circunstancias particulares no concurran mediata ni inmediatamente a la formación de las leyes positivas; mas éstas no pueden conocer diferencia alguna de condición ni de clases entre los individuos de este mismo Estado. La ley ha de ser una para todos, y en su aplicación no ha de haber acepción de personas"4.

  4. Se trataba de una forma de argumentar muy similar a la que habían mantenido antes destacados publicistas europeos, entre ellos algunos muy influyentes entre los liberales doceañistas, como Locke, Montesquieu y Sieyes5. Los derechos civiles son una cosa; los políticos, otra bien distinta; aquéllos deben extenderse a todos; éstos no; el Estado puede ser liberal ("libre"), pero no necesariamente democrático. Este era en pocas palabras el hilo argumental del Discurso Preliminar.

  5. En la distinción entre derechos civiles y derechos políticos insistieron destacados diputados liberales en el debate constitucional de las Cortes de Cádiz. Entre ellos, Diego Muñoz Torrero, Presidente de la Comisión Constitucional, para quien había dos clases de derechos: "unos civiles yPage 107 otros políticos; los primeros, generales y comunes a todos los individuos que componen la nación, son el objeto de las leyes civiles; y los segundos pertenecen exclusivamente al ejercicio de los poderes públicos que constituyen la soberanía. La Comisión (constitucional) llama españoles a los que gozan de los derechos civiles, y ciudadanos a los que al mismo tiempo disfrutan de los políticos...La justicia, es verdad, exige que todos los individuos de una misma nación gocen de los derechos civiles; más el bien general, y las diferentes formas de gobierno, deben determinar el ejercicio de los derechos políticos"6.

  6. Y, en efecto, a partir de la distinción entre derechos civiles y derechos políticos la Constitución distinguía entre "españoles" y "ciudadanos", en una línea muy parecida a la Constitución francesa de 1791, que había preferido hablar de "ciudadanos activos" y de "ciudadanos pasivos"7.

  7. De acuerdo con lo que habían sustentado en la Asamblea de 1789 los "patriotas" Thouret y Barnave8, y separándose de lo que habían sostenido Rousseau y los jacobinos de 17939, los liberales doceañistas afirmaron que la elección de los representantes de la nación no era un derecho natural- extensible, por tanto, a todos sus miembros, al menos a todos los varones mayores de edad- sino una función pública, que el ordenamiento jurídico debía atribuir de acuerdo con los intereses nacionales. "La representaciónaducía Espiga- no es un derecho unido esencialmente al de ciudadano (esto es, a lo que este diputado calificaba aquí de "ciudadano simple"), es el resultado de las cualidades y circunstancias que exige la ley"10. "La naciónafirmaba Argüelles- debe llamar a componerle (se refería al Parlamento) a los que juzgue oportuno. Para esto no hay ni puede haber reglas de rigurosa justicia que no estén sujetas a la modificación que exige la utilidad pública"11." Si la (nación) exige que la representación nacional se establece bajo de estas u otras bases-argumentaba García Herreros-, el fijarlas deberá ser objeto de las leyes políticas; y como el fin de éstas no es el bien de cada uno de los particulares que componen la sociedad, sino el general de la nación, se sigue de ahí que no todos los particulares deben entrar en el goce de los derechos políticos"12. Y, en fin, Pérez de Castro remachaba: "Page 108la Comisión ( constitucional) ha partido del principio de que todo lo que sea relativo a la representación pertenece a los derechos políticos de la sociedad, que por tanto son el objeto de las leyes fundamentales o políticas. A ellas, pues, toca todo lo que se refiere a la base de la representación, al modo y personas que pueden elegir y a las personas que pueden ser elegidas"13

  8. De acuerdo con estos planteamientos, la Constitución de 1812 negaba la capacidad electoral para elegir y ser elegido Diputado a Cortes a buena parte de la población española: a los menores y a los incapaces, desde luego, pero también a las mujeres, a las "castas americanas" ( esto es, a los negros o los que estuviesen mezclados con ellos, fuesen españoles, criollos o indios), a los que no sabían leer ni escribir, a los "sirvientes domésticos" y a aquellos que no tuviesen "empleo, oficio o modo de vida conocido"14.

  9. No obstante, el sufragio activo que se establecía en la Constitución de Cádiz (indirecto, a tres grados: parroquia, partido y provincia) era muy amplio para los varones españoles, al menos para los "no originarios de África", por decirlo con la eufemística perífrasis que utilizaba el artículo 22 de la Constitución de Cádiz15. Sobre todo si se tiene en cuenta que la exclusión de los analfabetos no debía entrar en vigor hasta 1830, según señalaba la Constitución en su artículo 25. No exageraba, pues, Francisco Martínez Marina cuando sostenía en la Teoría de las Cortes (1813) que en virtud de la Constitución de Cádiz "todo el pueblo, cada ciudadano, influye por lo menos indirectamente y tiene parte activa en la elección de sus representantes"16.

  10. Fue precisamente en el debate del artículo 25 cuando se puso de relieve con mucha claridad la voluntad de los Diputados liberales de ensanchar todo lo posible el cuerpo electoral, incorporando a amplios sectores...

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